Ya nos hemos acostumbrado a escuchar a través de los últimos tiempos el anuncio de algún deceso inminente. Nos han anunciado la muerte de la Filosofía, la muerte de Dios, el fin de las ideologías, el fin del socialismo, el fin del comunismo (para muchos la misma cosa), el ocaso del capitalismo y, por qué habría de salvarse, el fin de la utopía.
         Si aceptamos con Saramago que “sólo se mueren los vivos”, estos enterradores han de haber asumido primero que desde la Filosofía a Dios, y desde el Comunismo a la Utopía en algún momento se ha tratado con ellos de asuntos vivos y parece que muy vivos cuando con tanto bombo y platillos se ha anunciado su muerte. Claro que no sabemos qué habrán entendido por Dios, por Filosofía, por Comunismo o por Ideología, cuando vemos lo vivos que siguen muchos de estos muertos y la buena salud de que gozan. Y dudamos de su correcto entendimiento, cuando vemos cómo y con qué seguridad se habla del ocaso de las utopías cual si se tratara con el de la utopía de asunto parecido a la desaparición del pájaro dodo (que se extinguió para no volver jamás) o al de las aguas cristalinas que, según parece, hemos contaminado ya de forma irreversible. Y no es que pensemos – que también podríamos hacerlo- que la aparición de una única nueva novela de tono utópico daría al traste con estos augurios (falsando poperianamente aquella aseveración), sino que se está desconociendo, en este caso, la naturaleza de la utopía y de lo utópico como a continuación trataremos de explicar.
         Creo que no ayuda mucho a este entendimiento de la cosa la proliferación de términos supuestamente cercanos y como de la misma familia con que se ha querido enriquecer el reino de lo utópico, al diferenciar entre utopía y distopía, eutopía, y contrautopía, etc., lo que ha introducido más bien un avispero de términos que oscurecen el término originario de UTOPÍA, pues más allá de que se pretenda diferenciar entre utopías de término feliz y las que describen un infierno como resultado, se desdibuja la misma esencia de lo utópico al imaginar engendros que ya en sus términos acusan paradojas insalvables como al hablar de “utopías realizables”, “utopía concreta” o, incluso, de la posibilidad de que lo utópico se haya realizado ya en algún lugar y de muy mala manera: “antiutopías”, etc.
         Conviene, pues, aclarar lo que se puede aclarar, porque, como afirmaba Wittgenstein: “Todo aquello que puede ser dicho, puede decirse con claridad: y de lo que no se puede hablar, mejor es callarse” (Prólogo del Tractatus). Porque la utopía es, por definición, “un lugar imposible” o, si se quiere, describe una situación que ni ha tenido ni tiene ni podrá tener jamás lugar alguno. Cualquier otro sentido que se le quiera dar a la utopía tratando de acercarla a la realidad transita ya por otros espacios y por otro tema. Diríamos que ahí la discusión hace aguas o, para volver a Wittgenstein (Philosophische Untersuchungen), ahí “la lengua se pone de fiesta” ( Denn die philosophischen Probleme entstehen, wenn die Sprache feiert) y permite entrar en la noche donde todos los gatos son pardos.
Distingamos, para comenzar, entre lo que es pensable y lo que subsume: tal lo posible y lo imposible, lo probable y lo improbable, lo factible y lo no factible, etc. para que entendamos que hasta lo imposible es pensable, de donde no hay que pasar sin más de lo pensable a lo posible y mucho menos directamente a lo probable o a lo factible. Precisamente por eso de poder pensar hasta lo imposible es que se puede generar el pensamiento utópico; lo utópico que, por cierto, sólo en el pensamiento puede tener su “lugar”, pues no hay isla real que le pueda dar morada.
De ahí que, también por definición, cualquier proyecto, cualquier meta, cualquier diseño de futuro, cualquier derivación que sea posible, cuánto más si es probable y, más aún si es factible, podrá ser cualquier cosa menos utopía. Podrá ser razonable o no, podrá ser pertinente o no, podrá ser acertada o errónea, podrá ser conveniente o no, podrá ser legítima o no, etc. y, claro está, podrá tener o no tener éxito, pero en modo alguno será una utopía. Para el espectador miope y timorato, cualquier cosa atrevida le resultará utópica.
La utopía se genera como espacio pensable en el límite (aunque imposible desde el punto de vista de su realización) desde la negación de algún espacio real o pensado como real. Y, para ser más explícito: se genera lo utópico como situación pensable en el límite por negación rotunda de otra situación real o entendida como real.
Tanto en su génesis y origen como en su resultado la utopía transita por medio de la negación, por ejemplo, desde un espacio socio-histórico-político a otro espacio político de muy diferente factura, pues nos lleva de lo real-posible a lo imaginario-imposible. Va, pues, de lo que no se quiere, de lo no deseado, de lo que no nos gusta que, siendo real, se vive como tal, a lo que nos gustaría que fuera, a lo que quizás podría ser o, al menos, acercarse a ser o, puestos a pensar lo contrario de lo rechazado como imposible, a cualquier cosa que nos aleje de lo que no deseamos.
Pero, en cualquier caso, tanto el origen, como el tránsito (el camino) o la llegada (el resultado) del proceso hacia lo utópico acaecen dentro de un universo desde el que, por negación del mismo, se está imaginando o deseando otro cuyas relaciones sean totalmente diferentes.
Y hablamos de negación rotunda y de total negación sin quedarnos en las medias tintas. Pensar por negación de la situación de extrema pobreza una pobreza simpliciter y llevadera eso no tiene nada de utópico, porque, para comenzar, es realmente posible y, para concluir, no niega de hecho la relación de pobreza.
Pensar en una isla donde disminuyen las enfermedades y los actos delictivos no tiene nada de utópico. Para serlo habría que pensar esa isla sin enfermedades y sin acto delictivo alguno. Lo utópico se sitúa más allá del mismo límite, más allá de la frontera de lo posible y, claro está, mucho más allá de lo probable y de lo factible. Lo que queda más acá del límite y de la frontera pertenece, por muy raro que parezca y por muy difícil de realizar que se crea, al reino de las reales posibilidades (aunque éstas se malogren) y no pertenece al reino de lo utópico. Eso podrá ser meta, podrá ser fin, podrá ser acicate para la acción concreta y para la consecución de los medios necesarios, pero no podrá ser faro, no podrá ser modelo propiamente dicho que, para serlo, ha de rebasar cualquier situación concreta posible y se ha de situar en “ningún lugar”.
Hablar de “utopía concreta”, de “utopía real”, de “utopissimum” como meta alcanzable por muy alejada que nos quede –y aunque así hable nada menos que Ernst Bloch, que sobre la Utopía sabía más que nadie- es una contradictio in terminis.
Pero no son sólo las utopías sociopolíticas, esas que se han traducido en novelas y otros ensayos, las manifestaciones de la razón utópica. La razón utópica se manifiesta en muchas otras formas del quehacer humano. Encontramos manifestaciones de esta razón en las artes, en los procesos laborales más diversos, en los relatos populares y en las ciencias. Y siempre aparece tal razón en el límite de lo pensable, como el no-va-más.
La Ley de Inercia, por ejemplo, describe una forma de movimiento en un lugar preciso: en la Geometría, es decir en un espacio que es la negación de cualquier espacio material real. Es el espacio que se consigue por la negación de todas y cada una de las circunstancias materiales que concurren en todo movimiento material-real. Así pues, si, puesto en movimiento un cuerpo, imaginamos lo que pasaría si elimináramos todas las relaciones materiales que concurren en ese fenómeno, llegaríamos a describir un tipo de movimiento inercial como el que aparece en el enunciado de la Primera Ley de la Física Newtoniana: “Todos los cuerpos perseveran en su estado de reposo o de movimiento uniforme en línea recta, salvo que se vean forzados a cambiar ese estado por fuerzas impresas”.
Pero al enunciado de esta Ley la humanidad ha llegado a partir de experiencias muy concretas y, en este caso, muy artesanales:
“En un listón, o lo que es lo mismo, en un tablón de una longitud aproximada de doce codos, de medio codo de anchura más o menos y un espesor de tres dedos, hicimos una cavidad o pequeño canal a lo largo de la cara menor de una anchura de poco más de un dedo. Este canal, tallado lo más recto posible se había hecho enormemente suave y liso, colocando dentro de un papel de pergamino ilustrado al máximo. Después, hacíamos descender por él una bola de bronce muy dura, bien redonda y pulida” (Koyré A.: Estudios de historia del pensamiento científico. S. XXI, México 1978; pág. 279).
 
Aquella Ley, como se puede colegir por esta experiencia de Galileo, sólo se le puede ocurrir a quien tiene la experiencia de todo lo contrario: a quien sabe por experiencia que no hay planos perfectos, que por mucho que se redondee una bola de cañón nunca se conseguirá la esfera perfecta, que no hay modo de construir tecnológicamente el contexto físico determinante libre absolutamente de rozamientos, de gravitación, etc. y, sabiéndolo, se piensa qué sucedería si se eliminaran todas y cada una de estas determinaciones. Está a mano que, si tal cosa sucediera, el móvil, al no haber ya razón alguna que lo detuviera, seguiría indefinidamente con ese movimiento uniforme. Koyré resalta este proceder:
“Es entonces cuando la imaginación entra en escena... No se preocupa por las limitaciones que nos impone lo real. 'Realiza' lo ideal e incluso lo imposible. Opera con objetos teóricamente perfectos…; hace rodar esferas perfectas en planos perfectamente rígidos que no pesan nada; al hacer esto (el científico)...obtiene resultados de una precisión perfecta...Y por esto, sin duda, son a menudo experimentos imaginarios los que sustentan las leyes fundamentales de los grandes sistemas de la filosofía natural, como los de Descartes, Newton, Einstein.. y también el de Galileo”( Koyré, Ibid. pág. 207-208)
 
“Sorprendente esfuerzo –sigue Koyré- por explicar lo real por lo imposible o, lo que es lo mismo, por explicar el ser real por el ser matemático, porque estos cuerpos que se mueven en líneas rectas en un espacio vacío, infinito, no son cuerpos reales que se desplazan en un espacio real, sino cuerpos matemáticos que se desplazan en un espacio matemático”( Koyré, Ibid, pág.169).
 
El movimiento del pensamiento hacia la utopía, hacia lo utópico, puede inspirarse en los más diferentes sentidos e intereses: políticos, tecnológicos, estéticos, económicos, éticos, prácticos, teóricos, etc. sin que ninguno de ellos pueda reclamar para sí exclusividad alguna, pues tan utópico es el zapato ideal que tiene en mente el zapatero como el perpetuum mobile en que puede pensar el ingeniero; tan imposible es la fuente de la eterna juventud que buscaba Ponce de León como el mundo sin trabajo que sueña el obrero del País de Cucaña.
Tengo a mano un ejemplo muy conocido y trillado por mil discusiones que permite ver con bastante claridad la diferencia entre las metas (los posibles) y las utopías (los imposibles). De sobra se conocen las interpretaciones que se han dado del Comunismo y del Socialismo y, ante todo, las interpretaciones que de estas configuraciones socio-históricas se han hecho después de la caída de la Unión Soviética y de la caída del Muro de Berlín, y de lo fácil que se ha creído poder explicar dichas situaciones de desmoronamiento, tachando al socialismo- y yo diría a todo socialismo- de proyecto utópico.
Y, sin embargo, creo que no hay que rebuscar demasiado en los textos fundamentales del marxismo para poder discernir entre lo que se concibió como modelo (y, por tanto y aunque no se reconociera, como utopía) y lo que se pensó como posible meta histórica (¡aunque se haya malogrado hasta el momento!). Lo que no quiere decir que los autores clásicos del marxismo hayan hilado demasiado fino en torno a la diferencia entre lo que es y lo que no es utopía.
En uno de los pasajes más rotundos y peor entendidos de lo que supondría un momento aparentemente utópico, ¡pero que no lo es!, (lo que Engels llamó el “salto del reino de la necesidad al reino de la libertad”), basta leer y glosar con cuidado lo allí dicho, para darse cuenta de que lo que Marx ahí señala es de lo más realista y en ninguna medida utópico: “El reino de la libertad sólo comienza allí donde termina el trabajo impuesto por la necesidad y por la coacción de los fines externos [se trata de una tesis que en modo alguno describe algún imposible, sólo trata de indicar lo que podría entenderse por inicio del reino de libertad]; queda, pues, conforme a la naturaleza de la cosa, más allá de la órbita de la verdadera producción material [es decir, que no sólo de pan vive el hombre]. Así como el salvaje tiene que luchar con la naturaleza para satisfacer sus necesidades para encontrar el sustento de su vida y reproducirla, el hombre civilizado tiene que hacer lo mismo bajo todas las formas sociales y bajo todos los posibles modos de producción [nada más alejado de lo utópico, pues pone los pies en la tierra y nos dice que dejemos de soñar imposibles]. A medida que se desarrolla, desarrollándose con él sus necesidades, se extiende este reino de la necesidad natural, pero al mismo tiempo se extienden también las fuerzas productivas que satisfacen aquellas necesidades [lo que quiere decir que junto a la generación de nuevas necesidades, se va generando también  el saber para poder satisfacerlas, algo que hemos vivido ya históricamente]. La libertad, en este terreno, sólo puede consistir en que el hombre socializado, los productores asociados, regulen racionalmente este su intercambio de materias con la naturaleza, lo pongan bajo su control común en vez de dejarse dominar por él como por un poder ciego, y lo lleven a cabo con el menor gasto posible de fuerzas y en las condiciones más adecuadas y más dignas de su naturaleza humana [se llama a atención sobre la ley del mínimo esfuerzo y de la posibilidad de conseguir que disminuya- ¡no que desaparezca!- la subordinación a lo que nos es externo]. Pero, con todo ello, siempre seguirá siendo éste un reino de la necesidad [nada más alejado de lo utópico]. Al otro lado de sus fronteras comienza el despliegue de las fuerzas humanas que se considera como fin en sí, el verdadero reino de la libertad, que sin embargo sólo puede florecer tomando como base aquel reino de la necesidad. La condición fundamental para ello es la reducción de la jornada de trabajo [se entiende que se habla del inicio de un reino nuevo o modo de vida y no de la culminación del mismo]” (K. Marx: El Capital. Volumen III. FCE. México1973; pág. 759).
Quien tache esto de utópico es que no ha entendido lo que es la utopía. Esa fase ahí descrita no sería la llegada al comunismo, como algunos han querido pensar, sino a un socialismo que nuestro mundo aún no ha conocido, pero que sigue siendo posible. Y es posible, aunque esa posibilidad se haya malogrado en los ensayos anteriores y se siga malogrando.
No sería el comunismo, porque el comunismo no es una etapa de la historia que nos espere en un futuro más o menos lejano ni algo que se desprenda por evolución del sistema capitalista, sino la utopía socialista misma (aunque no se le haya querido llamar así) y, a fuer de tal, un imposible, aunque no por ello inútil, asunto que ya el joven Marx parecía tener bastante claro: “El comunismo es la posición de negación de la negación y, por tanto, el momento necesario de la emancipación y la recuperación humanas. El comunismo es la forma necesaria y el principio energético del inmediato futuro, pero el comunismo no es, en cuanto tal, la meta del desarrollo humano, la forma de la sociedad humana” (Tercer Manuscrito: Manuscritos Económico-filosóficos de 1844. Ed. Grijalbo. México 1968; pág. 127).
A la concepción anticipada del socialismo que, sin superar del todo el reino de la necesidad, consigue, al menos, subordinar las tendencias históricas a fines sociales llega Marx viendo las fuerzas incoadas en el capitalismo y el potencial inscrito en el mismo cuyo desarrollo, si se diera, podría culminar en otra forma social diferente , aquí llamada socialismo. Por supuesto que, por mucho que esta visión anticipada sea fruto de estudios científicos, puede llevar a error. Pero, para idear el comunismo (ese que aparece en el Tercer Manuscrito de 1844) es necesario negar totalmente esas fuerzas y esas tendencias e imaginar lo contrario a ellas mismas. Ahí, en este comunismo, ha desaparecido el reino de la necesidad, pero en el socialismo no: en éste siempre habrá reino de la necesidad, aunque pueda pensarse bajo el control humano. En este comunismo ha desaparecido totalmente la vigencia de la ley del valor, pero en el socialismo no: aunque queda subordinada a los fines sociales. En este comunismo (que es la utopía) la igualdad entre los seres humanos es total, pero en el socialismo (que es lo posible-real) no: aquí hay necesidades diferentes como diferentes son los seres humanos, etc.
Hay que diferenciar, siguiendo a Koyré, entre lo posible y lo imposible, a sabiendas de que lo imposible, por ser pensable, tiene su función y no menuda en muchos campos, sobre todo en aquellos en los que la teoría ha de ser muy potente precisamente para influir sobre la práctica: " Las afirmaciones de lo imposible son el fundamento mismo de la ciencia. Es imposible: viajar a más velocidad que la de la luz; crear o destruir materia-energía; construir una máquina de movimiento perpetuo, etc. Respetando los teoremas de lo imposible evitamos perder recursos en proyectos destinados al fracaso. Por eso los economistas deberían sentir un gran interés hacia los teoremas de lo imposible, especialmente el que ha demostrarse aquí: que es imposible que la economía del mundo crezca liberándose de la pobreza y de la degradación ambiental. Dicho de otro modo: el crecimiento sostenible es imposible. En sus dimensiones físicas, la economía es un subsistema abierto del ecosistema terrestre que es finito, no creciente y materialmente cerrado. Cuando el subsistema económico crece, incorpora una proporción cada vez mayor del ecosistema total, teniendo su límite en el cien por cien, si no antes. Por tanto, su crecimiento no es sostenible. El término 'crecimiento sostenible', aplicado a la economía, es un mal oxymoron: autocontradictorio como prosa, y nada evocador como poesía" (Herman E. Daly: Crecimiento sostenible: un teorema de la imposibilidad. En: Desarrollo. Revista de la SID. nº 20 (1991); pág. 46).
Lo utópico no necesariamente ha de traducirse en obras literarias para seguir operando. La razón utópica actúa día a día de mil formas y en circunstancias de lo más variado. Su vigencia no está en peligro. De donde no se entiende que haya que romper lanza alguna a favor de la utopía, porque la utopía, lo utópico no desaparecerá (no habrá nunca un “fin de las utopías”) o, si se quiere y para ser más certeros, la razón utópica no ha cesado de producir lo utópico ni lo podrá hacer, a no ser que el ser humano cambie rotundamente su naturaleza y se convierta en un ser plenamente satisfecho con su circunstancia. Por ello, salir a favor de la utopía es como salir a favor de la vigencia de la Ley de la Gravitación Universal o a favor de la vigencia del lenguaje de doble articulación. Quien anuncie el fin de las utopías o el fin de las ideologías ni ha entendido lo que es la utopía ni lo que es la ideología.
Pero reconocer la naturaleza de lo utópico (cómo se gesta y cuál es su “lugar”, su valor y su función) es importante, pues, con ello, sabremos discernir entre proyectos y modelos y sabremos discernir entre el faro que ilumina caminos posibles y el puerto al que podremos arribar algún día.
No es utópico postular y luchar por otro modo de hacer democracia (porque es posible) o de hacer justicia (porque es posible) o de conseguir la paz (porque es posible) o, en general luchar por otra globalización (porque es posible). Otra cosa es que, para ello, piense yo en modelos de justicia total, de democracia absoluta, de paz perpetua y de relaciones globales que rebasen toda frontera posible y, en lugar de entenderlos como modelos y como guías orientadoras, pretendiera darles alcance en toda su concepción cual si de metas posibles se tratara. Eso sí sería un despropósito y un desacierto. ¡Cuántas cosas humanas habría que sacrificar para intentar realizar una utopía! ¡Cuánto dolor y terror habría que desatar para tratar de convertir la utopía en meta! ¡Cuánto desvarío mental habría de imponerse para que la utopía llegara a aparecer como lugar, por lejano que fuera, de llegada! Como quien desconociendo la función del faro lo confundiera con un puerto, así se estrellarán contra la humanidad todos los que confundan la función de la utopía.
Pero bien entendida la naturaleza de lo utópico, la de la utopía y, ante todo, la de la razón utópica como modo diferenciado de pensar hasta el límite por la vía de la negación, entenderemos también que el ser humano dispone desde siempre de un recurso de notable alcance, sobre todo, cuando se da a la tarea de idear lo por venir, de imaginar otras formas de vida, en fin, de conformar su existencia de acuerdo a sus propios fines, tratando se superar la situación dada. Tarea inmensa que requiere guía y orientación y ahí nos presta su ayuda esa posibilidad de anticipación que, conociendo donde estamos y reconociendo sus deficiencias, niega lo existente y se sitúa en la frontera misma de lo posible, yendo más allá de ella, pues sólo así puede reconocerse bien cuál es el tope y cuáles los hitos de la realidad. Lo imposible, por su crítica, ya lo veíamos, viene a revelarnos la extensión del reino de los posibles.
Pero, si la utopía es del linaje de los imposibles, ¿cómo deslizarnos sin problemas por ese linaje que, por lo dicho, debe de ser limítrofe, fronterizo y, a fuer de tal, borroso y casi indefinible?
Pienso lo imposible, al menos eso creo. Porque, tan pronto lo vuelvo a pensar, comienzo a dudar de haber pensado de verdad lo imposible.
No sé si Wittgenstein llevaba o no razón al afirmar que “los límites de mi lengua son los límites de mi mundo”, pero, acertara o no, de hecho estoy hablando cuando afirmo pensar lo imposible y, si se me pidiera que me dejara de generalidades y concretara un imposible de los que digo pensar, traería a colación y hablaría de uno que creo bastante asegurado y no sólo por mí: la imposibilidad de construir un perpetuum mobile.
Éste parece ser un imposible de los que avala una experiencia milenaria y tan “asegurado” que Einstein llegara a decir que toda la Física Moderna gira alrededor del mismo:”las leyes de la naturaleza son tales que es imposible construir un perpetuum mobile (de primera y de segunda especie)”( Notas autobiográficas en: La Teoría de la Relatividad: A. Einstein y otros. Alianza U. México 1986; pág.102).
¿Y qué decir de otros imposibles?
Herman Daly, ya lo vimos, habla de varios imposibles como motores de las ciencias: la imposibilidad de viajar a más velocidad que la de la luz, la imposibilidad de aniquilar o de crear energía y la imposibilidad del crecimiento económico sostenido. Claro que éste último imposible económico es de la misma matriz que la del perpetuum mobile y, en fin, todos los hasta ahora aquí referidos son de naturaleza física, esto es, de imposibilidad física. ¿Los habrá también de otra naturaleza, por ejemplo de naturaleza social o histórica o biológica?
Si dejamos de lado aquellos imposibles socio-históricos o biológicos que tienen que ver con la irreversibilidad del tiempo, porque, a la postre, siguen siendo en última instancia dependientes de la irreversibilidad física encarnada en la Ley de la Entropía como corolario de la Segunda Ley de la Termodinámica, los dados por imposibles y a falta de mayores avales lo serían hasta cierto punto y dependiendo de algunas circunstancias. Diríamos que más que ser imposibles, son configuraciones que “aparecen” como imposibles desde la altura de los tiempos en que se piensan y se comunican. Pero, ¿es este horizonte suficiente vara de medir para discernir acerca de los imposibles? Horizonte histórico-cultural que, como ya sabemos, se va alargando a medida que nos acercamos a él, y no es metáfora. Porque, si hasta la misma fantasía tiene límites y se eleva sobre la experiencia ordinaria pero sin dejar de depender de ella, esto es, que toda fantasía, por más bizarra que aparezca no deja de ser hija de su tiempo; si así es la fantasía, esa “loca de la casa” que parece levantar el vuelo hasta “darle a la caza alcance”, entonces habremos de convenir que dar por definitivos, absolutos y supratemporales algunos de estos límites de lo posible no deja de ser un atrevimiento que habla más de nuestra miopía histórico-cultural que del propio mundo de las posibilidades.
Así, pensamos como imposible lo que desde la perspectiva de nuestro tiempo, esto es, lo que desde los márgenes de nuestra actual cultura- desde eso que llamamos “nuestro mundo”- resulta transgresor porque va más allá de lo que en ese momento parece posible: por ejemplo, una sociedad de seis mil millones de seres humanos que haya erradicado la pobreza de todos, que dé cobertura total social a todos, que universalice el código de los Derechos Humanos hasta hacer que desaparezcan las guerras, las fronteras, el racismo, la discriminación de la mujer y la del extranjero y el desempleo deje de ser una maldición social.
¿Pero son, acaso, imposibles todos y cada uno de estos aspectos o lo imposible es considerarlos en su conjunto?
A pesar de la advertencia que nos hiciera H. Poincaré hace un siglo de que todas las proposiciones (aquí también las leyes) de las ciencias tienen carácter hipotético, dejemos por “asegurados” hasta cierto punto los imposibles arriba destacados que la Física tiene como plataforma aunque sólo sea porque no tenemos razones suficientes para imaginar un cambio de leyes fundamentales en el orden de este universo. Incluso aquellos imposibles económicos o biológicos que dependen directamente de las leyes físicas, como el de la imposibilidad de un crecimiento sostenido, podríamos darlos por aceptables, aunque siempre quedaran ahí bajo sospecha.
De los otros ya no estaríamos tan seguros. Visto uno a uno, por separado, ya no aparece su imposibilidad tan segura. ¿Es posible, realmente posible, que los seis mil millones de seres humanos tengan acceso al alimento necesario y conveniente? Obviamente, eso depende, ante todo y primariamente, de si en este planeta se producen suficientes medios de alimentación para cubrir esas necesidades, porque, de no haber suficiente, la respuesta sería negativa. Pero resulta que sabemos con saber de ciencia que en este planeta hay ya suficiente para satisfacer tales necesidades alimenticias. Ergo, en principio y desde esta perspectiva no sería un imposible. Claro que ahora habría que ver si este planeta tiene suficientes medios materiales para hacer llegar a todos y cada uno de los seis mil millones de seres humanos su correspondiente ración. Y sabemos también que sí los hay y que sobran. Aún así, deberíamos ver ahora si esto bastaría y sabemos que no basta, pues para que el alimento le llegara a cada uno efectivamente se necesitaría una serie de mediaciones que ya no son de naturaleza física, sino política, ética, administrativa, etc.
Cuando se cierra la frase, como la anterior, con un etc. es que ya hemos claudicado. Comenzamos a dar por cierto que hasta la misma enumeración de lo que se necesita es casi imposible, si no imposible de enumerar. ¡Pero no lo es! ¿Por qué rendirse tan pronto? Para que llegue a todos el alimento, antes hay que producirlo (lo que es posible) y se ha de producir en condiciones ecológicas no depredadoras (que es posible) y se ha de administrar globalmente y regionalmente y localmente (algo, en principio, posible) y se ha de establecer la debida comunicación entre todos (lo que ahora dados los nuevos medios de comunicación es muy posible) y, claro está, habrá que llegar a convenios y acuerdos entre países y gobiernos para establecer debidamente la distribución (lo que, aunque difícil, es posible) y tendremos que diferenciar entre las necesidades de las gentes de las diferentes culturas (lo que es posible) para que les llegue lo que de verdad necesitan y no lo que les caiga del cielo sin ton ni son (esto también es posible) y les debe llegar en buenas condiciones (es posible) y a tiempo (es posible). Sólo que tendremos que obligar a las grandes transnacionales a cambiar los modos de producción (¿será posible?) y producir sin esquilmar las tierras y no producir sólo para la ganancia, sino para alimentar a toda la población de la Tierra (¿será posible?) y habrá que animar a cada país que produzca los medios de vida que necesita (lo que es posible) y, llegados aquí, volveremos a preguntar si son posibles no cada una de estas medidas, sino si lo son todas a una; conjuntamente, porque cada una de ellas por separado parece posible.
Si hiciéramos esto con cada una de las dimensiones que dejamos allá arriba y las desglosáramos en sus necesarios tramos, desplegaríamos un mapa de muy alta complejidad, pues cada una de estas dimensiones tiene relaciones de dependencia con las demás, de donde tendríamos una red multidimensional de instancias y de mediaciones que quizás sólo un gobierno mundial sería capaz de atender, dada la unidad de acción que ello exigiría.
Ahora sí; ahora vemos desde el techo de nuestro tiempo y de nuestra actual cultura planetaria que esto parece, como totalidad, improbable y, con seguridad no factible, ¿pero sería por eso imposible? ¿Desde qué hito podríamos afirmar su imposibilidad que, en caso de serlo, lo debería ser para siempre? Porque lo que hoy no es posible, puede serlo mañana y, entonces, negarle toda posibilidad sería ir más allá de lo razonable. ¿Habrá, entonces, cosas que se puedan dar como imposibles hoy y siempre? Esos sí que serían los verdaderos imposibles, casi tan imposibles como los que, en el universo de la Lógica Formal y de la Matemática atentan contra el Principio de No-Contradicción. Y digo casi, porque en cualquier imposible de este universo material real todo queda abierto por su carácter hipotético, pero en el universo lógico-matemático no: ahí reina la más absoluta seguridad y lo contrario de lo posible es morrocotudamente imposible (el Principio del Tercio Excluido lo avala).
No tenemos que llegar tan lejos para que algo aparezca legítimamente como imposible. Basta que aparezca como tal y que fácticamente lo sea en un tiempo y lugar para que podamos darlo por imposible y que, si cumple con las demás determinaciones que definen la utopía, podamos hablar con propiedad de utopía. El hecho de que años o siglos más tarde pase a ser posible porque las condiciones y las circunstancias cambiaron no invalida que durante cierto tiempo haya sido realmente imposible. Julio Verne imaginó la llegada a la Luna, aunque tecnológicamente era un imposible para su tiempo. ¿Era lo suyo, por tanto, una utopía? ¿Fué una utopía el socialismo descrito en el Programa de Gotha como superación de las contradicciones del capitalismo por el hecho de no haber llegado a realizarse en los países que dicen haberlo intentado?
Se sabe lo que de verdad se puede, cuando se sabe lo que ya no se puede. Para saber lo que se puede, hay que conocer el límite. Por eso mismo los imposibles son a modo de modelos, de faros, que iluminan y orientan hacia lo que es posible.
La razón utópica (por las huellas que nos ha dejado a través de la historia creemos que desde siempre) discurre así, llevando lo real al límite por la vía de la negación y creando universos de perfección y acabamiento imposibles, ¡no imposibles de pensar, sino de realizar! Imposibles al menos desde la perspectiva más adelantada del propio tiempo histórico. Y, al hacerlo, va generando esos modelos que tanto valor y atractivo tienen para las ciencias y para las artes. Lo utópico, eso que sin mayores reflexiones se da en llamar utopía, en fin los resultados de la razón utópica han tenido y tienen sentido y función en las teorías científicas, en las especulaciones artísticas, en las imaginaciones sociopolíticas y en las más diversas prácticas humanas y sólo cabe dar estos resultados por nocivos o por disparatados o por inútiles, cuando caen en manos de quienes, no entendiendo su naturaleza, confunden lo que es modelo con el proyecto y ven el faro cual si de un puerto se tratara. Por eso mismo, cuando sin diferenciar arrecian contra el pensamiento utópico o cuando creen poder eliminarlo desde no se sabe qué procedimientos científicos, no hacen otra cosa que manifestar su roma concepción de los muchos y variados caminos de que se vale el entendimiento humano para dar cuenta y razón de nuestro mundo.

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