Ciertamente, vivimos en una sociedad que muestra un franco deterioro en la capacidad de convivencia entre los seres humanos (y de éstos con la naturaleza), y bien podríamos achacar este deterioro a la pérdida de ciertos valores “tradicionales”, en especial, aquellos que supuestamente han forjado nuestra nacionalidad y nuestra cultura: el trabajo, la vida en familia, la honradez, la educación, la libertad, el patriotismo, el respeto a los demás, la solidaridad y la paz. Pero quizás el problema central no reside en los valores que no se cumplen, sino en los valores que efectivamente se cumplen.
Por eso, tenemos que hablar de los valores centrales de nuestra sociedad, aquellos que en estas lamentaciones casi nunca se mencionan. Estos son: la competitividad, la eficiencia, la racionalidad instrumental, el egoísmo, la masculinidad patriarcal y, en general, los valores de la ética del mercado y del patriarcado. Los podemos sintetizar en un valor central, el valor del cálculo de la utilidad propia, sea por parte de los individuos o de las colectividades que se comportan y que calculan como individuos; como son los Estados, las instituciones, las empresas y las organizaciones corporativas y gremiales en general. Estos son los valores que se han impuesto en nuestra sociedad actual con su estrategia de globalización, y su expresión más extrema se encuentra en las teorías sobre el “capital humano”.
Su vigencia no se cuestiona e incluso es protegida por todo un aparato de leyes, en lo civil y en lo penal. Desde esta perspectiva, no hay ninguna crisis de estos valores. La crisis mas bien debemos verla como crisis de la convivencia humana que estos valores incuestionados está provocando.
El deterioro está en otra parte. Al imponerse este cálculo de utilidad propia en toda la sociedad y en todos los comportamientos, se imponen a la vez las maximizaciones de las tasas de ganancias, las tasas de crecimiento y de la perfección de todos los mecanismos de funcionamiento en pos de su eficiencia formal.
La necesidad de la convivencia aparece incluso como un obstáculo frente a estos valores. Vistos desde el cálculo de utilidad propia, todas las exigencias de la convivencia aparecen como obstáculos, como distorsiones del mercado. Para los valores vigentes de nuestra sociedad la convivencia y sus exigencias son irracionalidades, son distorsiones. Desde esta perspectiva del cálculo de utilidad propia, lo indispensable es inútil. Lo indispensable es la convivencia, la paz, el cuidado de la naturaleza, pero este indispensable para la vida no entra y no puede entrar en el cálculo de utilidad, por lo tanto, es inútil.
Desde el punto de vista de la utilidad propia, destruir la Amazonía es lo más “útil” que puede haber. Pero ¿para qué cálculo de utilidad es útil no talarlo y no destruirlo? Para ninguno. Sin embargo, ¿no será útil no destruirlo? Sería sumamente útil, pero ningún cálculo de utilidad propia revela este útil e indispensable. La naturaleza es “inútil” a menos que pueda ser transformada en “capital natural” para explotarla; el ser humano es “inútil” y hasta “desechable” a no ser que sea transformado en capital humano por explotar en función de su utilidad propia, sea la utilidad propia de mismo ser humano que se considera a sí mismo como capital humano o por otros, siempre en función de sus respectivas utilidades propias.
Los economistas de la corriente dominante creen que son los dueños absolutos de la racionalidad. Contribuyen con sus teorías del capital humano y del capital natural a destruir la naturaleza y las relaciones humanas, y jamás dudan de que todo eso sea sumamente racional. La comida de los hambrientos la devoran los autos (transformada en “biocombustibles”), y estos economistas celebran esto como signo de racionalidad y eficiencia. Lo hacen simplemente por el hecho de que eso es resultado de cálculos de utilidad propia de los actores pretendidamente racionales. Es por lo demás una derivación tautológica.
Por eso, para que los discursos sobre la recuperación de los valores tradicionales no sea simple moralina, es necesario, urgente; reconocer los verdaderos valores dominantes de la sociedad actual y el impacto que estos generan en las relaciones humanas. Antes que “volver a los valores” necesitamos una nueva racionalidad, tanto económica como de la convivencia. Necesitamos también una nueva economía “para la vida” que sea suelo fértil para nuevos valores, como aquellos de la igualdad real, la solidaridad, la justicia y la democracia real, los valores de una economía social y solidaria.
[1] Entre los valores y prácticas de la cultura patriarcal podemos mencionar: el manejo explosivo de las emociones, el autoritarismo, el poder como dominio, la coerción y la violencia; en suma, la «masculinidad hegemónica».
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