Hagamos una aplicación de la teoría del fetichismo de Marx partiendo del concepto de la empresa capitalista, para analizar el desdoblamiento de la realidad a partir de la institucionalización de las relaciones humanas en su forma social mercantil.

La mayoría de los idiomas establecen la diferencia entre “la fábrica” y “la empresa”. La fábrica es, estrictamente hablando, la única experiencia sensorial que podemos tener de una empresa. Se trata de una experiencia sensual y visible. La fábrica es una suma de edificios, máquinas, materias primas y seres humanos. En ella se producen productos, que también son visibles o que tienen texturas, sabores, sonidos, etc. Pero las fábricas no son las empresas. En el balance general de una empresa (activo, pasivo y patrimonio), la fábrica está en el lado de los activos, mientras la empresa es todo el balance. Como empresa ella es invisible. Por eso podemos señalar una fábrica mostrándola con el dedo o tocar cualquier parte de la misma con nuestras manos. Sin embargo, una empresa, en el sentido empírico, no la podemos experimentar, por lo tanto no la podemos mostrar ni tocar. Como todo orden institucionalizado, se encuentra fuera del mundo empírico.

Tampoco podemos ver un mercado, a pesar de que sabemos muchas veces dónde encontrarlo. Lo que vemos son los productos y los seres humanos que compran, venden o intercambian allí productos. Tampoco podemos ver el Estado, aunque podemos ver personas uniformadas y que golpean a manifestantes en una protesta popular. Sabemos que eso es una acción del Estado, pero de este hecho no tenemos ninguna experiencia empírica. Si no fuera así, el Capitán de Köpenick no habría sido posible1. No se puede asegurar que alguien represente al Estado, aunque lleve un uniforme. Siempre puede ser un Capitán de Köpenick, es decir, un impostor. Ni siquiera se puede experimentar el dinero empíricamente, ya que de un signo de dinero no se puede concluir que se trata efectivamente de dinero legal. Podría ya haber perdido su validez, o podría ser falsificado. Lo mismo vale para escuelas, hospitales, cuarteles, prisiones, etc. No tenemos ninguna experiencia empírica del orden institucionalizado, sino solamente de los elementos empíricos materiales en los cuales descansa su existencia.

Detrás de todas las condiciones materiales empíricamente experimentables de estas instituciones existen sujetos, que son las instituciones mismas. Detrás del edificio de una escuela está el sujeto escuela como institución, detrás de las fábricas está la empresa, detrás del cuartel un ejército, detrás de la casa amarilla un Estado. Se trata de un mundo de fantasmas que nos quiere dominar. Porque si resulta cierto (como creemos), que la abolición del orden institucionalizado (la anarquía) es imposible; entonces también tiene que ser cierto que las condiciones de existencia de este mundo fantasmal son formas inevitables de la convivencia humana. Por tanto, de la inevitabilidad de la existencia del mundo institucional se pueden derivar, analíticamente, las normas de convivencia correspondientes, que son más o menos obligatorias, a menos que se esté dispuesto al suicidio colectivo.

Por eso, en las ciencias sociales necesitamos un concepto de la experiencia que vaya más allá de lo empíricamente experimentable. Los fantasmas institucionales no se puede experimentar con los sentidos, pero tienen que ser asumidos como parte del mundo experimental, si queremos que las ciencias sociales tengan sentido. Estos fantasmas tienen balances, presupuestos e incluso personalidad jurídica. Se los puede ofender, se les puede robar, se puede ablandar sus corazones con lamentos. Hasta envían correspondencia. Cuando Siemens nos envía para Navidad una tarjeta con saludos navideños, estas tarjetas llevan la firma de alguna persona “en nombre de Siemens”. De esta manera deducimos que Siemens tiene una voluntad. Pero la orden de enviar la tarjeta no viene ni de la asamblea de accionistas, sino de Siemens, porque también la asamblea de accionistas actúa “en nombre de Siemens”, que es algo invisible y fantasmal.

Pero estos fantasmas son, por supuesto, productos humanos, aunque nadie los haya producido. Son comprensibles –entendidos en la tradición marxista– como productos no intencionales o indirectos de la acción humana. Pero el ser humano no puede no producirlos. Como tales pueden llegar a ser parte del mundo experimentado, aunque no los podamos experimentar por los sentidos; los experimentamos aunque sea por la cachiporra del policía. El tal llamado racionalismo crítico ha asumido esta explicación de las instituciones, pero nunca ha derivado de ella ni el primer paso de una teoría del orden institucional, es decir del orden de la propiedad y del Estado.

De esta manera resulta que el mundo experimentado de las ciencias sociales es doble. Un mundo empírico de las condiciones materiales de la posibilidad de los proyectos humanos, y un mundo cuasi empírico que resulta de los efectos no-intencionales de la acción humana intencional y cuya existencia hay que concluirla porque se trata de un mundo invisible. Es el mundo de las formas sociales y de sus objetivaciones institucionales.

En el campo económico tenemos como claro ejemplo de esta existencia doble del mundo empírico la diferencia entre fábrica y empresa. El mundo empírico de la experiencia de las ciencias sociales está sometido a leyes de la necesidad y el mundo cuasi empírico está sometido a leyes de la inevitabilidad. En un sentido estricto, este mundo cuasi empírico es un mundo sobrenatural, metafísico; aunque eso no signifique que no se lo pueda experimentar. Por supuesto aparecen también pensamientos de abolición de este mundo sobrenatural, aunque estas aboliciones resultan imposibles.

Esta derivación de la existencia de este mundo sobrenatural –que podemos llamar con Hegel el “espíritu objetivo”– tiene muchos caminos. Una empresa, por ejemplo, no puede sonreír. Siemens no se puede reír porque es un fantasma. Sin embargo, un empresario puede reír, y eso es visible empíricamente. Muchas veces se puede concluir que a través de la risa del empresario se ríe la propia empresa. Ella tiene una muy buena salud y las ganancias desbordan. Por lo tanto sonríe, pero lo puede hacer solamente a través de la risa del empresario quien la representa en este mundo. Es lo que llama Marx la “máscara característica del capital”.

Pero otros llorarán. Si un obrero es despedido “con causa”, la empresa no asume la responsabilidad, porque «el empresario es a la empresa, lo que la empresa es al mercado». El mercado ha decidido que la empresa debe despedir al obrero. Aunque el mercado sea también un fantasma, realiza sin embargo tales decisiones. ¿Qué puede hacer, si eso no se puede cambiar? Por eso, quizás ahora no sonríe la empresa, sin embargo, los seres humanos lloran, sin presentar ninguna máscara característica de nada2.

Existe por tanto un mundo de experiencia que es metafísico, que da las normas de nuestro mundo empírico y lo domina. Es la ley como la cárcel del cuerpo, son los “dioses terrestres”3. Pero como la no- institucionalización es imposible, no la podemos abolir. Hagamos lo que hagamos, siempre vuelve. Por eso la pregunta puede ser solamente, ¿cómo y hasta qué punto se puede encadenar este dragón?

La respuesta de Marx es su “criterio de verdad” sobre el orden institucional: ¿hasta qué grado se trata al ser humano como el ser supremo para el ser humano? Y hasta qué grado se haga depende de hasta qué grado se trata al ser humano como “un ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable”. Este es el criterio para determinar hasta qué grado las instituciones son “dioses falsos”, fetiches. Cuanto más siguen su propia lógica y a las fuerzas compulsivas de los hechos, tanto más falsos son.

 


1 El Capitán de Köpenick es la historia de un hombre que estaba cansado de vivir en la pobreza mientras veía como los políticos de su ciudad vivían de manera despreocupada gracias a las arcas municipales. Wilhelm Voigt había sido despedido de su trabajo como zapatero y las leyes de entonces no permitían que una persona sin permiso de trabajo pudiese residir en Berlín. A pesar de ello, se quedó y quiso dar un escarmiento a los miembros de la clase política. La mañana del 16 de octubre de 1906, Wilhelm Voigt, de 57 años, se vistió con un uniforme de capitán del ejército prusiano que había comprado de segunda mano y salió a la calle. Se dirigió hasta Köpenick, un pequeño suburbio de Berlín, y allí se puso al mando de un pelotón de soldados que efectuaban prácticas de tiro en una caserna. Hoy en día, la vida e historia de este hombre se explica en todas las escuelas alemanascomo ejemplo de valerosa resistencia a un gobierno injusto.

2 En Costa Rica, un reciente movimiento de madres jóvenes aboga por extender el período de lactancia de 3 a 6 meses. Las cámaras empresariales dicen no objetar del todo el posible cambio en la ley vigente, pero advierten que menos mujeres serán contratadas en el sector privado, pues las empresas tendrán que apechugar con parte del financiamiento de los tres meses adicionales de lactancia. Las empresas quizás sonrían, pero el mercado manda y los bebés lactantes llorarán.

3Marx cita el Apocalipsis sobre el dinero como dios terrestre: “Estos tienen un consejo, y darán su potencia y autoridad a la bestia. Y que ninguno pudiese comprar o vender, sino el que tuviera la señal o el nombre de la bestia, o el número de su nombre.” (Karl Marx, F.C.E., México, 1966, T. I., p. 50). Se podría añadir la siguiente cita: “…la tierra entera siguió maravillada a la Bestia. Y se postraron ante el Dragón, porque había dado el poderío a la bestia, y se postraron ante la bestia diciendo: ‘¿Quién como la Bestia?, ¿Y quién puede luchar contra ella?’” (Ap. 13:3-4).

 

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