ABSTRACT
The
value of tolerance comes out into an ethic dilemma, implicit in its obligated
confrontation against fanaticism that suggests intolerance to which it opposes,
because in the practical process of the establishing of tolerance, societies
tend towards falling into indifference towards the other or, if it tries to
avoid this outcome, they could unleash the reverse effect, this is to generate
a new way of fanaticism or intolerance. Though, this dilemma may seem
inexorable, it is not. The possibility of an alternative way emerges from the
minimum ethics of the interpellation.
Key words: ethic, diversity,
social coexistence, discrimination, fanaticism, indifference, and interpellation.
RESUMEN
El valor de la tolerancia
desemboca en una disyuntiva ética implícita en su obligado enfrentamiento con
el fanatismo que supone la intolerancia a la que adversa, pues en el proceso
práctico del establecimiento de la tolerancia, las sociedades propenden, o bien
a caer en la indiferencia hacia el otro o, si procuran evitar este desenlace se
exponen a desatar el efecto inverso, esto es a generar una nueva forma de
fanatismo o de intolerancia. Aunque este dilema parece inexorable, no lo es. La
posibilidad de una vía alternativa emerge desde la ética mínima de la
interpelación.
Palabras claves: ética,
diversidad, convivencia social, discriminación, fanatismo, indiferencia,
interpelación.
1. Introducción
La tolerancia no remite a un
problema academicista sino a una necesidad de vida; surge de la necesidad de la
convivencia humana que es ineludiblemente plural, y de la actitud que no
pretende homogeneizar un mundo diverso, sino que lo asume, si se quiere, como
un dato empírico del cual está obligado a partir; es requisito
indispensable y valor central de una civilización planetaria, condición de una
vida en común de un mundo diverso. Así lo concibió las Naciones Unidas en la
llamada Declaración del Milenio, resolución aprobada por su Asamblea General,
el 13 de setiembre del 2000, como deber de los seres humanos de “respetarse
mutuamente, en toda su diversidad” (NN UU, 2000: 2).
Una de las vías para el esclarecimiento y
realización de la tolerancia es su discusión en el terreno de la ética
axiológica que fundamenta sus valores en el plexo socio-natural de la vida,
esto es, en la vida práctica -Lebenswelt-
del sujeto.
Sin embargo, cada vez que se pretende llevar a
la práctica -realizar o hacer realidad- la tolerancia, surgen
disyuntivas que
se encuentran en íntima relación con la condición humana y la índole de
sus
producciones. Las dificultades para enfrentar la intolerancia, y
desarrollar
una sensibilidad y racionalidad que propenda a la tolerancia, no acaban
al
decretar la intolerancia como estado indeseable, como un antivalor,
pues al
interior de la misma tolerancia se encuentra un valladar decisivo: el
tratamiento y contenido de sus valores engarzados con sus producciones
institucionales. El establecimiento en el plexo valorativo de una
sociedad, del
conjunto de valores que sustenta una cultura que apela a la tolerancia,
exige
resolver las mismas dificultades que ella plantea. Ello supone
localizar en qué
lugar preciso reside el valor de la tolerancia, en donde encuentra su
virtud. El debate y la práctica se mueve en una disyuntiva en la que o
bien se rechaza todo límite que constriñe la tolerancia, o bien se
establece
uno infranqueable y absoluto. En el primer caso se anuncia la
indiferencia como
valor, y en el segundo el fanatismo. La ética axiológica encuentra aquí
un
desafío.
2. El fanatismo de la
tolerancia y el efecto inverso en la ética de la ley del Talión
Una vez que se admite la deseabilidad de una
convivencia humana que extirpe la persecución y el trato discriminatorio, esto
es, que procure el establecimiento del valor de la tolerancia, la dificultad
primera con la que se encuentra la ética de la tolerancia, es no convertir su
objetivo en otra fuente de fanatismo igual al que rechazó. Este efecto inverso
-también llamado efecto perverso (Boudon, 1980)- que provoca que la tolerancia
se convierta en intolerancia, tiene lugar por el tratamiento que reciben las
contenciones o valores fundantes que porta, sus condiciones de posibilidad;
específicamente, aquel tratamiento que absolutiza los contenidos, cualquiera
que éstos sean. La absolutización de los contenidos concretos -y por ello
relativos- de la tolerancia, conduce al fanatismo, a una “tolerancia forzada”
(Kolakwoski, 1986: 119).
En efecto, el
tratamiento absoluto de los valores que establece cada tolerancia, derivan en
una moral sustentante del fanatismo que se autojustifica en la paradoja
“intolerancia a la intolerancia”, resultado del efecto inverso. Tal inversión
está implícita en la formulación política de John Locke y Jean Jacques Rousseau.
El efecto inverso que hace de cierta intolerancia un valor, surge una y otra
vez, condicionando diversas prácticas: la lectura más inmediata la realizaron
los jacobinos en la época del terror de los revolucionarios franceses,
traducida por Louis-Antoine-Lion de Saint Just como “ninguna libertad a los
enemigos de la libertad”; durante la Guerra Fría se puede encontrar en los
siguientes términos, “hay una insensatez, la intolerancia, difícil de tolerar.
(Popper, 1994: 244). La declaración de las Naciones Unidas, “Eliminación de
Todas las Formas de Intolerancia” (cfr. Odio, 1989), enuncia el efecto inverso
desde su título, pues eliminar la intolerancia implica desarrollar una
intolerancia contra la intolerancia. Una vez más se declara como paradoja.
Igualmente lo expresa Tzvetán Todorov, quien admite que “ella implica su propia
negación” (1993:183), dado que “la intolerancia es intolerable” (Todorov, 1993:
191). En Centroamérica, el escritor Sergio Ramírez Mercado emplea la misma
herramienta contra la “presión cubana” que dice haber tenido lugar en eventos
acaecidos en Nicaragua, relativos a una conmemoración de la obra de José Martí,
según lo manifiesta en un artículo que directamente titula, “no tolerar la
intolerancia”, concluye reiterando, “mi repudio total a la intolerancia”
(Ramírez, 2002: 15 A).
El carácter persecutorio del fanatismo que se establece en la
tolerancia, brota y se advierte tarde o temprano, pues al establecer como valor
absoluto la tolerancia, la intolerancia que ella exige, será intransigentemente
establecida hasta arribar al fanatismo. El
círculo se cierra cuando se evade la cuestión sobre ¿qué es lo que no toleran
los catalogados ahora como intolerantes?, y de inmediato se convoca a la
represión. Sin responder a tal pregunta, simplemente se llama a la intolerancia
que se justifica en la tolerancia; en ese momento pierde su carácter de
tolerancia y deriva en una forma de fanatismo más. A partir de ahí reclamará el
derecho a reprimir, “si es necesario por la fuerza... y... en nombre de la tolerancia”
(Popper, 1984: 268), a los declarados intolerantes.
Es posible reconocer que los fanatismos han
tomado dos formas plenamente diferenciables: una estrecha y otra amplia. François-Marie
Arouet, más conocido como Voltaire, ilustra perfectamente la primera forma de
fanatismo implícito en la tolerancia. Sin ningún empacho defendió la libre
expresión del pensamiento en estos términos: “proclamo en voz alta la libertad
de pensamiento y muera el que no piense como yo”. Esta supuesta tolerancia a la
expresión de las ideas, supone un fanatismo afectado por el efecto inverso que
llega hasta la persecución a muerte de quien discrepe de su persona. Otra
versión del fanatismo estrecho se encuentra en la obra de John Locke.
... se puede destruir a un hombre que nos
hace la guerra o que ha manifestado odio contra nosotros, por la misma razón
que podemos matar a un lobo o a
un león. Esa clase de hombres no se someten a los
lazos de la ley común de la razón no tienen otra regla que la de la fuerza y la
violencia; por ello pueden ser tratados
como fieras, es decir, como criaturas peligrosas y dañinas. (Locke, 1973:
14, énfasis agregados)
Este
trato discriminatorio al extremo, está sustentado en una valoración absoluta de
los valores específicos en los que se sustenta la tolerancia; se trata de una
intolerancia absoluta y enteramente excluyente. La condición humana constituye
una condición que bien puede suspenderse. Hay quienes deben -y con frecuencia-
ser declarados fuera del género humano: fieras salvajes, criaturas peligrosas,
bestias salvajes. Así procede también el principio de la tolerancia absoluta
que le suspende la tolerancia a través de su exclusión del género humano. (La
apertura de los centros de reclusión en la Base Militar que el Estado
norteamericano mantiene en Guantánamo, territorio cubano, para interrogar y
torturar a quienes son declarados sospechosos de terrorismo, es una práctica
apegada a este fanatismo estrecho.) Aquí ya es manifiesto el efecto inverso.
Si alguno pretende violar las leyes de la
equidad y la justicia públicas que han sido establecidas para la preservación
de estas cosas, su pretensión se verá obstaculizada por el miedo al castigo,
que consiste en la privación o
disminución de esos intereses civiles u objetos que, normalmente, tendría la
posibilidad y el derecho de disfrutar. (Locke, 1988: 9, énfasis agregado)
Aunque
los derechos han sido universalizados, este universalismo por decreto se
reserva el derecho a suspenderlos y a suprimirlos, el derecho a decidir quién
disfruta y quién no de tales derechos universales. Igual acontece con el
derecho de matar que el Estado se reserva; la pena capital, así como es
abolida, igual es restituida. La abolición de la pena capital confirma el
derecho de muerte que se le atribuye al Estado, pues al ser legitimada tal
abolición, en esa misma medida, se le reconoce al Estado la autoridad para
restituirla: la instancia de la abolición es la misma instancia de la
restitución.
La
tesis de Locke establece el derecho de violación de todos los derechos que -cual
graciosa dádiva- se le decretaron a todos, previa exclusión del género humano,
para que sean tratados como “fieras salvajes” (Locke, 1973: 139), esto es, dada
la universalidad del castigo, para que cualquiera o todos, apliquen la
violencia contra aquél que ha sido excluido (Locke, 1973: 95). Por ello,
incluso a los propietarios que no respeten la propiedad, no se les respetará la
propiedad.
El
debate acaecido en el año 1550 -la conocida “controversia de Valladolid”- en
donde Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas procuraban dirimir la
peculiar cuestión de si los habitantes del llamado Nuevo Mundo eran seres
humanos o no, se inscribe en el fanatismo estrecho. Esta forma monolítica y estrecha del fanatismo,
vive en persecución constante del otro, en busca de su exterminio total.
Hay además otro fanatismo que bien podría
llamarse amplio en tanto ensancha los límites en los que acoge cierta
variabilidad más que pluralidad -mayor laxitud en los valores-; al final,
ineludiblemente, por relativamente amplias que aparezca, este fanatismo siempre
se cierra en las fronteras establecidas, sobre sus propios valores fundantes.
La propuesta de John Rawls constituye uno de estos fanatismos indulgentes y
amplios que tiene su intolerancia en la ley y la justicia. Los límites de esta
tolerancia, para salvaguardar el interés institucional, toma distancia, se
abstrae y apela a la imparcialidad; al modo de Max Weber, se racionaliza, esto
es, se despersonaliza en favor de un ser abstracto al que todos le rinden
tributo, al dios terrenal como llamó Hobbes al Leviatán.
Las libertades de unos no se restringen
simplemente para hacer posible una mayor libertad para otros. La justicia
prohíbe esta clase de razonamiento en conexión con las libertades, del mismo
modo que lo hace a la vista de la suma de ventajas. Es sólo la libertad del intolerante la que hay que limitar, y esto
se hace a favor de una libertad justa con una justa constitución. (Rawls, 1997:
209, Énfasis agregado)
Montesquieu había insistido en que el magistrado
debía ser la encarnación de la ley, no de su misma persona concreta e
individualizada. Esta ley amplía y abstrae los valores límites de la
tolerancia; en tal forma vacía de contenido, queda establecida otra
intolerancia, ahora de carácter impersonal: la intolerancia de la ley, del
orden establecido. (El vaciamiento de todo
contenido constituye una inviabilidad humana; por su condición desprovista, al
ser humano le resulta inasible el modo puro; nunca puede tomar distancia de
modo absoluto, ya que siempre precisará de algún posicionamiento, sea éste
concreto o abstracto. Su toma de distancia o su vaciamiento siempre será
relativo a algún otro.) La propuesta de la sociedad abierta (Popper, 1984),
evidencia ya desde el título mismo de la obra en la que se formula, el límite
amplio pero cerrado que tiene hacia sus declarados “enemigos”, ante los cuales
la sociedad abierta se cierra.
Así, al tomar conciencia de la paradoja de la
tolerancia que exige en un momento a los tolerantes ser intolerantes, ya sea
para una en su versión amplia o estrecha, se advierte el fanatismo implícito en
la tolerancia que se desata en su absolutización hasta provocar el efecto
inverso.
Montesquieu advirtió esta irregularidad en su
análisis del marco jurídico que en la antigüedad griega establecieron los
anfictiones helenos, para regular sus relaciones internas. En ellas los
anfictiones adquirían el compromiso de no destruir ninguna ciudad a la que
pertenecieran los miembros de la Anfictionía, excepto de aquella ciudad de
quienes destruyeran una ciudad. A partir de la excepción, Montesquieu encuentra
una irregularidad.
La
segunda parte de esta ley, que parece la
confirmación de la primera, en
realidad la contradice. Anfictión no quiere que se destruyan jamás las
ciudades griegas, y su ley amenaza con la destrucción de las mismas.
(Montesquieu, 1975: 372, énfasis agregado)
El efecto inverso es notorio y explícito: es un
tipo de ley que amenaza la destrucción de lo que pretende proteger, en la
medida en que no trasciende aquello que ataca sino que lo reproduce
indefinidamente. En la segunda parte de la ley, aquella en la que precisamente
se establece el castigo o la pena, se aplican los mismos medios que pretende
suprimir. Este tipo de castigo es el que provoca el efecto inverso. La
respuesta igual suprime el valor original e instala su inverso, su negación:
“ojo por ojo, diente por diente”. Aquello que es tenido como lo peor, recibe
como respuesta lo peor. Los fines han cambiado, pero los medios permanecen,
ahora racionalizados y justificados hasta la eternidad. La igualdad entre el
delito y la pena engendra el efecto inverso. Ahí el antivalor no es derrotado
sino que prevalece en el fanatismo que eterniza la intolerancia inicialmente
condenada. Aquí es cuando Herberth Marcuse reconoce
que “la realización del objetivo de la tolerancia exige intolerancia” (Marcuse,
1977: 77).
El fanatismo implícito es
concluyente: al llegar a ella ya no hay necesidad de suministrar más
explicaciones para implantar la intolerancia, su inevitabilidad exige
persecución. A partir de esta precisión no hay más que proceder conforme al
efecto inverso y continuar por el sendero de esta supuesta tolerancia que
significa intolerancia. La supuesta imposibilidad de
evitar la paradoja es la justificación de la intolerancia que se hace en nombre
de la tolerancia. Ser tolerante exige -en esta tesitura- ser fanático de la
tolerancia, esto es, inquisidor y perseguidor -ya en su versión amplia, ya en
su versión estrecha- de aquellos que cataloga como intolerantes, sólo que ahora
en nombre de la tolerancia. La intolerancia con la intolerancia es, al fin y al
cabo, una intolerancia más: la intolerancia de la tolerancia. (En Mesoamérica
se ha empleado una sabia expresión que le viene bien a esta tolerancia: “no me
defiendas compadre”.)
Al final del proceso que inició con
la anulación de la diversidad y continuó luego con el exterminio del otro,
aparece el cielo o el infierno, la absolutización del bien o del mal
(divinización sacralizada o satanizada); ya no hay historia. Tal absolutización
hace aparecer la propia prescripción como ley sagrada, y a la otredad como
designio del mal. Al primero se le impone el acatamiento ciego que conduce a la
destrucción y exterminio del segundo. Aquí los valores han sido despojados de
todo contenido humano, y se ingresa al terreno donde el fin justifica los
medios: el fanatismo no reconoce límites a la manía persecutoria que
dogmáticamente se desarrollará hasta la homogeneización o hasta una cierta
variabilidad, más o menos estrecha, más o menos amplia.
3. La indiferencia en
el relativismo de la tolerancia y la ética de piratas y ladrones
El riesgo de rechazar la
absolutización, en la práctica -ámbito que interesa a la ética- conduce a otro
extremo igualmente mutilante de la tolerancia: la indiferencia propia del
relativismo destructor que detiene la persecución, pero emprende otro tipo de
exterminio del otro: la indiferencia. Una vez que se advierte la intolerancia implícita en la práctica de una
ética de la tolerancia absoluta, se abre el sendero del relativismo que suprime
la ética de raíz.
Culturalmente, es viable notar que
el clímax del reciente relativismo proviene del
éxtasis que provocó en algunos la llamada posmodernidad, sensibilidad que surge
y acompaña al proyecto globalitario; empezó con una supuesta imparcialidad ante
cualquier compromiso, y siguió con un desprecio hacia toda pretensión
emancipatoria; luego pasó a celebrar el triunfo de la fragmentariedad
interpretándola como diversidad para, finalmente, levantar una precipitada acta
de defunción del sujeto. Banaliza la existencia humana interpretando la lucha
por la vida -muchas veces sangrienta- como un juego de signos, interacción de
espejos. En esta atmósfera de decepción que pasó de la angustia existencial a
la ansiedad consumista, la muerte aparece como una opción más. Frustrados en
sus proyectos mesiánicos de salvación de una humanidad abstracta desde la
élite, pasaron a aborrecer directamente a la humanidad. Ni antes ni ahora
supieron alimentarse de la gente misma.
Los vulnerados quedan en las manos del poder de las instituciones como
simples objetos. Al fortalecerse esta tendencia a destruir los debilitados,
esta dinámica tenderá, finalmente, a destruir la vida misma al convocar el
efecto de autodestrucción.
Si hay hombres que desean hacer sufrir a
otros o incluso destruir a la civilización misma, nada hay fuera del hombre
mismo a que se pueda recurrir para afirmar que tales acciones deben condenarse.
De aquí que el problema de la valoración como del conocimiento objetivo, se
convierta en el de intentar descubrir si hay algunos aspectos de lo que
vagamente es llamado la situación humana que pueden proporcionar un adecuado
punto de vista desde el cual sea posible argumentar. (Moore, 1977: 62)
En realidad es mucho más que
“proporcionar un adecuado punto de vista”; se trata de precisar el conjunto de
las condiciones de posibilidad de la vida, su fundamento material, desde el
cual, además de ser posible argumentar y pensar la acción, se pueda desarrollar
la acción misma. Este debe ser el “conocimiento objetivo” al
que hace referencia Moore. Cuando el debate y la investigación no alcanzan las condiciones
materiales de la vida real, siempre irreducible y plagada de necesidades, toda
pretensión acaba en la arbitrariedad, sin más fundamentación que el simple
deseo, antojo, capricho o la pura voluntad de poder.
El plexo valorativo expresa y reproduce la
indiferencia que han establecido diversas prácticas a través de la historia, y
que se pueden advertir en una conducta de índole económica que pregona el laissez-faire, laissez passer, lema original del liberalismo
clásico que reivindica el actual neoliberalismo; y en la política de “reservaciones”
creadas para encarcelar ahí a los nativos, empleada en los EE. UU. durante el
siglo XIX, y que tomaron la denominación de apharteid
-vivir aparte- en Sudáfrica y de guethos
en la Alemania nazi.
La sentencia mercantil del “dejar hacer, dejar
pasar”, porta el mismo talante y procede de la misma sensibilidad, del mismo
plexo valorativo, de la norma “vive y deja vivir”. Ambas sentencias presentadas
como apelación a la tolerancia, son portadoras sin embargo de la indiferencia; en
la práctica, revela su contenido, su desenlace, lo que implícitamente anunciaban: la primera,
“dejar matar, dejar morir”, y la segunda, “muere y deja morir”. Para los
vulnerados esto signfica, “muere y deja vivir”; para el poder, “vive y deja
morir”. La indiferencia suprime la indignación que eventualmente conduzca la
acción que evite la muerte del otro. El respeto hacia el otro que clama y reclama,
se traduce en apatía e indolencia por su suerte, por su reclamo al cual se le
ponen oídos sordos. La indiferencia se despliega sin límites a través de todo
el plexo valorativo prevalente, evitando toda reacción y acción constituyente
de humanidad.
La tolerancia como indiferencia tiene un
acercamiento con el concepto que Isaiah Berlin denomina libertad negativa, insertado éste en la matriz liberal. Este
concepto de libertad se diferencia del concepto de la libertad positiva. Esta última consistiría “en ser dueño de sí
mismo (… y la anterior…) en que otros hombres no me impidan decidir como
quiera” (Berlin, 1988: 202). La libertad
negativa ha sido uno de los ejemplos de la indiferencia social a la que
acompaña, en la medida que deriva del lema liberal, “dejar hacer”, cuya
indiferencia -como ya se anotó- se advierte al permitir -o al menos no impedir-
que se traduzca en “dejar morir”. Este resultado práctico está contenido en la
premisa individualista que porta esta ética. También tiene un acercamiento con la
noción de justicia como imparcialidad, propuesta por John Rawls. La sociedad
bien ordenada apela siempre a este único criterio que no se involucra con nada
que atente contra él.
La indiferencia es una suerte
de relativismo extremo que propicia la arbitrariedad en la que cunde el
individualismo, y se manifiesta -al final- el profundo y contenido desprecio
hacia el otro. Tarde o temprano, la indiferencia conducirá al sometimiento
-esclavitud o servidumbre- y al totalitarismo dictatorial.
Actualmente, este camino de la pretendida “tolerancia total” parte del capricho y la
arbitrariedad, terreno propicio para los desmanes sin límites que
el poder, ya como “fuerzas ciegas” (poder mercantil invisible), esto es, como
dinámica autorregulada, o como “fuerzas conscientes” (poder visible del
Estado), levanta contra los vulnerados socialmente. Esta ruta, contrariamente a
lo que el espíritu posmoderno pregona, más que posibilitar la tolerancia plena,
eterniza la intolerancia fundamental. En este contexto, la tolerancia se
convierte en permisividad y aceptación del dolor y muerte provocada por
cualquier institución.
El
relativismo conducente a la indiferencia, suprime toda posibilidad del juicio
valorativo, y con ello, anula la ética como saber sobre los valores. No es posible
juzgar ninguna aberración. Cundiría la impunidad ante todo acto, que sería
indiferente para la conciencia ética. En tales condiciones, se condena a la
impotencia política a los vulnerados, al abandonarlos en las manos de la
intolerancia de las instituciones. Además, se alienta la producción de una
conciencia que, como el nihilismo, ve
con indiferencia (“tolerancia”) tales actos, al negar las herramientas de
discernimiento -conceptual y moral- para ser juzgados. En definitiva, este es
el estado cultural del relativismo posmoderno tan semejante al estado natural
hobbsiano en el cual priva el homo homini
lupus est al que Hegel llamó, no el estado natural sino estado del entuerto
y la prepotencia, un estado del cual “es preciso salir” (Hegel, 1974: 344).
Este es un
estado que responde a las aberraciones y a los crímenes institucionales con
juegos lingüísticos, lúdicamente, en la superficie: en la vida light. Aquí el discernimiento y la
construcción de la tolerancia se enrarece y finalmente se pierde al destruir
toda universalidad. Todo resulta un espectáculo de entertaiment; diversión por un mejor perfomance en el que, a diferencia del supuesto estado natural que
imaginó la modernidad, no sería un estado de individualidad absoluta que
redundaría en una guerra de todos, sino una prevalencia de grupos, sectas y
tribus en la que se establecería una guerra de bandas y pandillas, de piratas y
ladrones.
El pandillaje
es ahora el resultado de esta tolerancia relativista que alienta la
indiferencia, que llegaría a un acuerdo pandillero, oligopolio o cartel, que a
partir del establecimiento del contrato,
dirigiría su acción pandillera de manera organizada hacia la población: el
Estado moderno. El estado natural hobbsiano
evoca la imagen de la banda de ladrones que pactan, inter pares, las
regulaciones necesarias para asegurarse sus bienes adquiridos violentamente.
Estas reglas presentadas como leyes universales desde las cuales racionalizan
la humanidad, constituyen el pacto-origen del Estado moderno actualmente universalizado.
Universalización que, tal como Voltaire la percibió, surgió de la necesidad de
una civilización imperial (Roma), no del imperativo humano de encontrarse con
los otros, mucho menos de la necesidad de esos seres humanos de constituirse
como tales. Se puede advertir que esta tribu -Rousseau distingue una tribu
urbana- desplazó a la tribu orgánica o rural que se ocupaba del cuidado de
todos los suyos. Esta tribu tiene otro carácter: es universalista porque
universaliza el cuidado de sus intereses en todo lado, pero, en esa medida,
universaliza la exclusión desde sus motivaciones tribales -acaso mafiosas- en
tanto no son universales.
Desde
Platón (1992: 55-104), pasando por Kant (1983: 84), ha quedado en evidencia que
los valores deben ser universales y no estar atado a las conveniencias o
intereses individuales; por el contrario, deben estar mucho más allá de ellos,
tanto como que lo universal y lo particular constituyen realidades
cualitativamente inconmensurables, motivo por el cual, por ejemplo, Rousseau
debió diferenciar entre voluntad general y
voluntad de todos (Rousseau, 1980).
En su disputa con Trasímaco, Platón advierte que de no existir esta
trascendencia, la justicia y su concepción estarían atrapadas en las
conveniencias de los poderosos negando, de entrada, toda posibilidad de
construir alguna sociedad civilizada y plenamente humana (cfr. Platón, 1992:
libro I, pags. 55-104). En sus reflexiones Kant es consciente del requerimiento
de universalidad, al advertir que el imperativo no puede limitarse a ser
hipotético sino que exige ser categórico (Kant, 1983: 78).
Yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima deba
convertirse en ley universal. (Kant, 1983: 41)
Sin universalidad no hay tolerancia, pero sin
tolerancia tampoco hay universalidad. De lo contrario, la universalidad se
traduce en universalismo, esto es, en una particularidad generalizada,
universalizada; en términos de Kant, no construida desde los a priori sino
forzada, esto es,
establecida con mediación de la violencia. No hay otra salida: “la
tolerancia es un fin en sí misma sólo cuando es verdaderamente
universal” (Marcuse, 1977: 79).
En una
atmósfera cultural de indiferencia, cunde sin dificultad el capricho y la
arbitrariedad, anomia que, evidentemente, la resuelve el poder desde sí mismo:
un terrorífico estado natural de guerra que se ha supuesto en el pasado de la
humanidad (Hobbes, 1996) y que sin embargo, más bien se presenta en su futuro,
un estado en donde privaría la pura “voluntad de poder” nietzscheana, cuyas
primeras víctimas serían siempre los vulnerados -precisamente, la atmósfera
cultural que el globalitarismo requiere y propicia-. La ética de la tolerancia
queda ante una disyuntiva que parece insalvable e ineludible: o el fanatismo o
la indiferencia; asumir un relativismo destructor que acabará en el capricho y la
indiferencia que desata la ética de piratas y ladrones, o un absolutismo
represor que convoca al fanatismo persecutorio.
Ninguna de las
dos propuestas de esta tolerancia considera la condición finita y desprovista
del ser humano, condición que le impone como rasgo central a su producción, la
insuficiencia y la precariedad; por el contrario, ambas propuestas atribuyen a
las obras humanas el rasgo de la perfección. Ambas pertenecen a la misma
actitud absolutista que suprime la tolerancia, aunque ésta última se presenta
como su contraria (relativista). Ninguna de ellas es alternativa de la otra,
puesto que son la misma, ambas son absolutistas. La indiferencia y el fanatismo
se encuentran en el desprecio real hacia el otro vivo y concreto pues, al
final, sacralizar o satanizar es en definitiva deshumanizar.
Así, el reconocimiento de la tolerancia no basta;
es preciso considerar el tratamiento práctico que se le dé a sus valores
límites para disolver la disyuntiva. Ahí la
interpelación se presenta como una alternativa.
4. La interpelación de la tolerancia
como disolución de la disyuntiva
La disyuntiva
de la tolerancia empieza a ser disuelta desde la vida práctica del sujeto, a
partir del mundo de la vida -lebenswelt-,
pero de la vida que se inscribe en “el proceso de la vida real” (Marx, 1976:
22), esto es, desde el sujeto vivo y actuante, en el sujeto fundante que
legitima y garantiza los límites y, a su vez, se materializa en ellos; en
particular, al considerar la condición desprovista y finita del ser humano,
asume los valores en su insuficiencia y precariedad esencial. Sólo así será
ineludiblemente universal, pues ante la vida fenece toda arbitrariedad y brotan
los límites que sustentan la humanidad. Pero tal universalidad, para que no se
convierta en un universalismo, esto es, en una falsa universalidad (Schäfer, 1996), establece valores -guías
de conducta- que no relativiza ni absolutiza sino que los interpela.
La tolerancia como interpelación se aleja por igual del fanatismo
y la indiferencia, e impone el requerimiento de la revisión constante de sus
límites fundantes, no por el tontuelo criterio de adorar el cambio per se sino para atender el clamor de
las necesidades. En la interpelación a los valores límites se desvanece
la falsa dicotomía que plantea el fanatismo y la indiferencia que simulan ser
contrarios. La tolerancia sólo puede residir en la capacidad para asumir la interpelación contenida en la otredad,
siempre en gestación, hacia su valores fundantes.
Y dado que la
superación de los valores límites constituye un proceso que posibilita la
capacidad para asumir la interpelación que la otredad hace de ellos,
esto es, la tolerancia, entonces la tolerancia es la que le proporciona al
sujeto la posibilidad de ser efectivamente humano.
De este modo,
el sujeto de la tolerancia sólo adquiere su condición de tal cuando logra
controlar y enfrentar -interpelar- sus valores fundantes, sus
materializaciones, sus institucionalidades establecidas o realizadas,
trascendiéndolas. Es por ello auto-exo-referenciado (Morin, 1993: 75).
Esta
trascendencia de sus propias producciones, acontece en la interpelación. No las
destruye ni las perpetúa, pero las configura de modo tal que se abre al clamor
de las necesidades, del plexo socio-natural de la vida, al cual lucha por
acoger una y otra vez.
La acción de la
tolerancia -acción interpeladora- no está exenta de errores y pecados, no
obstante, la tolerancia posee la capacidad para asumirlos responsablemente. En
particular, asume las consecuencias no intencionales de su acción -el efecto
inverso incluido- que pervierte la finalidad de las instituciones,
inevitablemente precarias e insuficientes. No se trata de un sendero libre de
todo error o inmoralidad, pues no es un sujeto perfecto y divino quien acepta
la tolerancia, sino un sujeto plenamente humano, en lucha eso sí, contra toda
materialización que, cual destino incontrolable, tienda a tornarlo objeto.
A diferencia del
fanatismo amplio, con el que coincide en su despersonalización
individualista, este sujeto de la
tolerancia pleno de determinaciones, admite su auto-revisión constante desde
las necesidades humanas insatisfechas, y del plexo socio-natural de la vida.
Obligadamente, en consecuencia, el sujeto no implica ensimismamiento completo e
independiente, como tampoco absoluto y autárquico egocentrismo, o tribalismo
cerrado, temeroso a toda relación o apertura al exterior, cuya dinámica tiende
a eternizar un aislamiento total de esa identidad acabada, o más bien
anquilosada, que encuentra su final autodevorándose en un goce perpetuo,
esencialmente narcisista. No se trata de construir un mundo que se anticipe a
los nichos de los cementerios en donde reposan los restos de cada ser humano en
la más profunda soledad: cada cual aislado en su tumba sin que la monotonía de
su estar inocente sea perturbada por la expiación de algún pecado. Tal sería la
consumación de la indiferencia.
Obviamente, por tanto, en este sendero el sujeto es
responsable de su propio tejido, de su Arca de Noé, de sus materializaciones o
realizaciones sin las cuales no existe, pero a las que sin embargo está
obligado a trascender dado el carácter precario de éstas. En su sentido pleno el sujeto tiene como
característica el ser trascendente -no escatológico- al orden establecido
históricamente. No se reduce a ser solamente en sus valores límites sino que
los trasciende siempre. Así, el sujeto resume la doble consideración dada en la
historia del pensamiento filosófico separadamente como objeto y sujeto. No sólo
es el límite, como lo formulan Wittgenstein y Trías, sino que también es su
afuera, su trascendencia utópica interpeladora.
Puede advertirse, por lo
tanto, que el sujeto en el sentido aquí entendido, primeramente, no admite
constituirse escindido de su objeto, sino que intenta tomarlo en aquella unidad
en donde el ser-para-sí subsume al ser-en-sí, sin anularlo, ello es, se tiene a
sí mismo, sujeto, como objeto; y en segundo lugar y como consecuencia de lo
anterior, el sujeto supone un sentido de totalidad (mundo-conciencia): no hay
afuera. Sin embargo, no hay un afuera en el sentido exterior, escatológico,
pues su trascendencia es un afuera interior a la vida que siempre escapará de
la red de instituciones establecidas; aunque acotada exteriormente, en su
interior se encuentra infinitamente abierta. Las interrelaciones o
articulaciones del mundo y la conciencia (objeto y sujeto para la filosofía
pre-kantiana) articulan y constituyen el sujeto: sustancia viva -efectiva y
finita- que se autoconstruye infinitamente: “posición y atribución” (Collado,
1987: 93) de sí mismo. El sujeto, por tanto, es quien posee capacidad de
interpelación de sí: posicionado en la realidad que le ha sido dada, la asume e
intenta desde ella atribuirse sus propios predicados; ser producto y productor
de sí: autoconstruirse interpelándose.
El sujeto es el paso del Ello al Yo, el
control ejercido sobre lo vivido para que tenga sentido personal, para que el
individuo se transforme en actor que se inserta en unas relaciones sociales
transformándolas, pero sin identificarse nunca completamente con ningún grupo,
con ninguna colectividad. (Touraine, 1993: 268)
Aunque no se identifica
plenamente con ninguna de sus materializaciones (Ello), no se divorcia
absolutamente de ellas. El Yo se separa de su materialización para
posicionársele e interpelarla. El divorcio sólo es un momento, aquel en donde
es “formalmente libertad” (Hegel, 1974: 269), de un proceso en donde sólo
adquirirá su plenitud y determinación universal, es decir, su contenido, “en la
unidad del espíritu teórico y práctico” (Hegel, 1974: 335) que se realiza como desgarramiento. En
esta dirección, se puede advertir que “el sujeto no
pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo” (Wittgenstein, 2000: 145).
El sujeto es quien marca los límites
y sus valores conexos. “El fronterizo es de
hecho el límite mismo” (Trías, 1985: 44). Así, el sujeto no está
ni dentro ni fuera ni en el límite. El sujeto es el límite mismo, por eso es
fundante. Sin embargo, este sujeto que reconocen estos autores ya se encuentra
materializado en los límites establecidos, los cuales finalmente se osificarán,
provocando que el sujeto vivo se escape de ahí, como un afuera constante: las
necesidades de la otredad.
El yo filosófico no es el hombre, ni el
cuerpo humano, ni el alma humana, de la que trata la psicología, sino el límite
–no una parte del mundo. (Wittgenstein, 2000: 147)
A diferencia de las llamadas “sociedades
abiertas” (Popper) que se definen en relación con sus enemigos, esto es, con aquellos
seres humanos -Popper los define, principalmente, a partir de su lectura de
Platón y Hegel- que excluye, las sociedades inclusivas no pueden caer en la
ilusión de la permisividad destructiva, sino que, mientras admiten las
fronteras de lo tolerable, también admiten a todos los seres humanos, pero
desde una ética negativa que, a semejanza de la libertad negativa (Berlin,1988)
no tiene pretensiones saturantes y acabadas (totalitarias) sino fundantes y
mínimas de fronteras que limitan o excluyen ciertas prácticas a todos ellos por
igual.
La
interpelación, para que sea tal, no es arbitraria y caprichosa; surge de una
demanda del sujeto (producción viva) cuando se pone frente a los límites que lo
institucionalizan (producción muerta), en los valores que se asumen como
deberes ya reconocidos. El sujeto vivo -la parte activa y con iniciativa- es
quien hace posible la tolerancia y no los valores por sí mismos. La tolerancia
se muestra, precisamente, la acogida que recibe esa interpelación que sólo
puede hacer el sujeto vivo, no los valores establecidos como deberes
(institucionalidad inercial), imposibilitados por su índole para desarrollar
esta capacidad, pues por sí mismos, los valores límites -deberes
institucionales- defienden primero sus intereses antes que las necesidades. En
otros términos, la tolerancia acoge preferentemente la interpelación que hacen
las necesidades, no los intereses. Y cuando acoge los intereses, lo hace
exclusivamente para responder a las necesidades. Tal es el criterio de la
interpelación que marca la tolerancia y su licitud.
La interpelación prevee -desde la condición
desprovista del ser humano en el que tiene su sentido- la posibilidad práctica
del fracaso de la norma. Sin embargo, el fracaso práctico de la tolerancia como
norma, no justifica la intolerancia, ni torna obsoleta la norma ética:
“tolerancia hasta con la intolerancia”, se impone como norma guía hacia un
mundo inasible, en la misma medida en que la calamidad del asesinato que no fue
posible detener, no elimina la norma “no matarás”. Kant es mucho más radical a
este respecto.
… no se trata
para nosotros de admitir fundamentos de lo que sucede, sino leyes de lo que debe
suceder, aun cuando ello no suceda nunca, esto es, leyes objetivas
prácticas. (Kant, 1983: 81)
El fracaso práctico y circunstancial que negó
la norma no suprime su necesidad; tampoco torna obsoleto el valor que la
sustenta, y menos aún convierte en norma aquella que invierte y desplaza el
valor original y lo sustituye por su contrario, la intolerancia. El fallo tan
sólo se convierte en una calamidad debida a la incapacidad práctica y
circunstancial por evitarla, sin dejar de constituir por eso, una calamidad,
esto es, un fallo circunsatancial de la norma, que de nigún modo invalida ni
suprime el valor que la sustenta. La tolerancia se levanta sobre sus
calamidades; de cada caída, de cada fallo, vuelve como valor que acompaña
-mueve e impulsa- a la acción y a la práctica que evita la exterminación de la
alteridad.
Aunque la tolerancia suponga una plenitud cuyo
valor sería humanamente inasible -utopía-, su reconocimiento como tal, en su
idealidad, revela una práctica posible, un modo de caminar en medio de la
diversidad, y con la otredad. La esperanza es que la relación humana con
el otro, predominantemente, ya no se establezca como una relación entre lobos
salvajes sino entre seres humanos, otros y distintos, pero seres humanos
capaces de interpelar sus producciones.
La norma paradójica, “intolerancia
con la intolerancia” debe suprimirse en nombre de la tolerancia, pues anuncia
el efecto inverso. En su lugar debe instalarse la legítima y consistente norma,
“tolerancia hasta con la intolerancia”, como valor, esto es, como horizonte
inasible pero deseable. Cuando Montesquieu advirtió
la negación -efecto inverso- de la “racionalización” dicotómica en la
legislación que se dieron los anfictiones griegos, relativa a la no destrucción
de las ciudades propias, propuso suprimir aquella parte de la norma que llamaba
a destruir a quien destruye, pues advirtió que “no se debía destruir ni aun a
los destructores” (1985: 372). Esta norma evita la paradoja que convoca la ley
del Talión, y diluye la disyuntiva que impone el fanatismo y la indiferencia.
La norma “tolerancia hasta con
la intolerancia” constituye el verdadero desafío de la tolerancia, que puede
ser derrotada -y sin duda lo será- pero aún así, será la norma. Pese a sus
derrotas será anhelada, recurrente y sostenida, cada vez que la convivencia
humana sea deseable. La tolerancia se revela como la modesta y mínima
capacidad humana para transitar consigo mismo, un medio posible a un fin
imposible.
8. La ética mínima de
la tolerancia y su utopía
Otro de los elementos que debe considerar una ética que se aleje
de la falsa dicotomía entre la indiferencia y el fanatismo, es el alcance
práctico de la ética, su modesto alcance. Sin embargo, esta ética no desecha la
utopía de la tolerancia sino que la tiene, tal como Kant tenía los conceptos,
como guía de la práctica de la tolerancia.
La ética de la tolerancia como interpelación, emana del
desgarramiento entre dos conceptos interrelacionados, de los dos momentos que
puede tomar la tolerancia: su práctica y su utopía. De estos dos momentos
desgarrados deriva un concepto estricto y otro utópico de la tolerancia
La sociedad inclusiva constituye una realidad conflictiva y en
proceso constante, que tiene su plena realización en la utopía -fuente de la
ética de la tolerancia- que interpela y es interpelada. Utópicamente, la
sociedad inclusiva cimienta, sostiene y, en
definitiva, admite todas las formas de realizarse los seres humanos al hacer de
la inclusión del otro diverso, su valor límite y fundamento; guarda en su seno
las condiciones de posibilidad de un mundo cuyos valores son el
fundamento de la inclusión de todos en su diversidad; sociedades en donde los seres humanos se producen a sí mismos como
seres abiertos a la pluralidad de formas de existencia, sociedades inclusivas
que acogen en su seno todas las diversas prácticas particulares productoras de
humanidad universalmente fundadas.
No obstante, la utopía de la
tolerancia, en tanto intenta hacerse práctica y realidad -por el efecto
inverso- se niega a sí misma, en la medida en que, o bien pretende establecer
su límite de modo absoluto, y llevar al fanatismo, o lo elimina y se abre así a
todas las prácticas, al relativismo destructor que propende al establecimiento
de la ética tribal y sectaria del bandido y el pirata que alienta la
indiferencia. Esta concepción debe tenerse apenas como la acepción amplia de la
tolerancia que constituye una referencia axiológica que, a manera de guía de la
práctica, señala los límites y valores de la acción humana, esto es, su
concepto utópico.
Pero al tener las sociedades
inclusivas en el horizonte de universalidad, se advierte otro sentido de la
tolerancia: el concepto estricto y práctico. Las sociedades inclusivas tienen
en el horizonte de sus aspiraciones, la utopía de la tolerancia, pero guarda
con ella la distancia que le dicta el sujeto. Se acerca tanto como el plexo
socio-natural de la vida lo permite. La ética de la tolerancia hace aquí su
aparición, y formula su modesta pretensión, pues la tolerancia también abre el
espacio para dirimir los inevitables conflictos humanos, apuntando siempre al
ser humano; pequeña pretensión, más modesta que el inalcanzable ideal de
libertad surgido en los inicios de la modernidad: apenas plataforma inicial y no horizonte último, ética mínima que no
aspira a la saturación -totalitarismo- de todos los ámbitos de la vida humana,
hacia un fin único de felicidad. Esta sociedad
posible que se abre a la interpelación de sus producciones, apuntaría
materialmente al ideal de las sociedades inclusivas de la diversidad.
La tolerancia es tan sólo una forma
posible de caminar hacia algún imposible (utopía), al que no llega pero al que
no abandona. Puesto que las grandes metas mesiánicas están cargadas de
intolerancia, hacer de la utopía de la tolerancia una gran meta por realizar,
sería caer en la intolerancia, provocando así el efecto inverso. Este proceso
de interpelación constante de sus propios valores, permite resolver la tensión
contenida en cada concepto de tolerancia, a la vez que evita el efecto inverso.
Aquél detiene el fanatismo y la persecución, éste suprime la indiferencia.
La ética mínima se presenta en dos
momentos relacionados con el fanatismo y la indiferencia; se sustenta en el
concepto estricto de tolerancia, al desarrollar una cultura posible cuya
dinámica reproductora central, primero, no implica el exterminio del otro y,
segundo, antes bien, despliega una capacidad
para asumir la interpelación del otro.
9. Lo excluido de las
sociedades inclusivas
Ya desde la
misma noción de humanidad se advierte los ineludibles límites fundantes, a
partir de la condición de universalidad del mundo de la vida del sujeto. Y como
todo límite, ahí se anuncia y establece lo excluido. No se trata de hacer de la diversidad un valor en sí mismo, pues
“la herejía en sí misma no es señal de verdad” (Marcuse, 1977: 84), sino de
asumir una condición humana. La pluralidad
no es un valor especulativo. Inicia de la constatación histórica de una
realidad que repugna la homogenización: el ser humano y su condición
desprovista, generadora de producciones siempre precarias.
La
universalidad que desea la uniformidad y la igualdad a sus propios intereses y
conveniencias, tropieza con la diversidad de las necesidades humanas; tropieza
por tanto, con límites diversos que parecen repugnar la universalidad, o la
hacen posible sólo como universalismo, esto es, mediante la aplicación de la
violencia. Ante esta constatación práctica, el primer valor límite que se le
impone a la tolerancia como un a priori emana
de la otredad. El establecimiento de
fronteras, de límites abiertos a la diversidad, a la humanidad ya de por sí
diversa, es decir, a la humanidad abierta a sí misma, debe estar en correspondencia con las necesidades del
sujeto -red orgánica de interrelaciones humanas-. La tolerancia constituye una respuesta básica y primaria a los
inevitables enfrentamientos y conflictos humanos que la diversidad implica, y
que suponen su conversión en valores.
Pero la condición de universalidad obliga a la pluralidad humana.
De este modo, la otredad constituye ya, en sí misma, el establecimiento de
fronteras, de límites al plexo valorativo que -supuestamente- niegan la
tolerancia. La tolerancia está en
correspondencia con las necesidades del sujeto -red orgánica de
interrelaciones humanas- que se presenta en dos direcciones: cuando se
reconocen éstos como negaciones materiales de humanidad y, a su vez, cuando se
advierte que estos límites constituyen también condiciones materiales de
posibilidad. Los límites en tanto medios -condiciones de posibilidad- regulan y
aportan dirección al desarrollo y satisfacción de las necesidades
ineludiblemente humanas, y por tanto, que atienden a una condición como
humanidad: sin universalidad no hay sujeto, sin límites no hay universalidad y
sin universalidad no hay tolerancia porque
sencillamente no hay humanidad que comporte ningún valor.
Toda negación de universalidad, ya
sea por el universalismo propio del fanatismo, como por el relativismo propio
de la indiferencia, esto es, la ética absolutista y represiva típica de las
Cruzadas, y la ética tribal y sectaria típica de la banda de piratas y
ladrones, queda así excluida. Esta exclusión no convoca al exterminio del otro,
como se advierte en la propuesta de Popper cuando pide recurrir a la violencia
para exterminar a los intolerantes (Popper, 1984: 268), aún y cuando tal
represión se haga en nombre de la tolerancia. En este caso, la exclusión de los
antivalores y las prácticas del exterminio y la persecución, es condición de la
inclusión del otro.
En esa medida, el
límite del exterminio del otro con sus valores inherentes que recoge la ética
mínima, se impone y deriva del primer y fundamental límite dado por la
diversidad. Este límite y su valor, sigue y responde a la concepción estricta
de la tolerancia como interpelación; insuficiente pero necesario. El valor que
detiene y suprime el exterminio del otro, no niega el advenimiento de otra
forma de exterminio: la indiferencia, ciertamente menos sangrienta, pero
también excluyente. El arribo al segundo modo, se inscribe en la acepción más
amplia de la tolerancia; aunque precariamente, procura realizarla, esto es, la
tiene como fuente y horizonte ético de la acción desde el cual se juzga a ella
misma. La sociedad que abriga en su seno la utopía de la tolerancia, brega por
incorporar al otro, y no se limita a abstenerse de su liquidación, sino que lo
escucha y lo acoge, aunque sea de manera precaria y todavía insuficiente. Se
mantiene en el esfuerzo.
Este sujeto
que marca el límite y sus valores, es la humanidad que trasciende al mundo
institucional, al mundo de producciones socio-naturales. Así, queda excluido de
la sociedad inclusiva, todo aquello que agrede este cimiento, el plexo
socio-natural de la vida. Este valor límite se impone como valor fundante de
humanidad. Debe cumplir por lo tanto
… el imperativo categórico de echar por
tierra todas las relaciones en que el hombre sea un ser humillado, sojuzgado,
abandonado y despreciable. (Marx, citado por Fromm, 1992: 230)
De esta manera, toda humillación, sojuzgamiento,
abandono y desprecio de lo humano, queda excluido de las sociedades inclusivas
que albergan a los seres humanos como humanidad sustentada, ya no en un
humanismo abstracto de igualdad total, sino en una humanidad que valora la
diversidad y otorga unidad a la diversidad, unitas multiplex, en el
igual derecho a ser diferente. Lo cual no supone ni remotamente aceptar la
exclusión: “lo contrario a la igualdad es la desigualdad, no la diferencia”
(Bobbio, 2001: 145). Del hecho histórico de la diversidad, emana el valor del
respeto a la alteridad, y la negación de la violencia hacia el otro, no su
exclusión del plexo socio-natural de la vida, esto es, del bien común
originario que enlaza a todos los seres humanos.
En la propuesta de “tratar igualitariamente a los desiguales y de modo
diverso a los diversos” (Bobbio, 2001: 148) como vía para evitar la
discriminación y la persecusión, además de mostrar el lazo que une a los seres
humanos, se advierte lo que es excluido en las sociedades inclusivas: tratar
igual lo diverso, o diverso lo igual.
Expresado en
términos de la norma zapatista, esto significa que, una sociedad en la que
quepan todos los seres humanos es, precisa e ineludiblemente, la misma sociedad
en la que no todo quepa: una sociedad limitada. Para empezar, no puede
caber, precisamente, aquello que impida que todos quepan (relaciones de
discriminación, exclusión y dominio, por ejemplo). Este límite constituyente
del plexo valorativo, será por lo tanto, el conjunto de condiciones que tornan
posible la sociedad en la que todos quepan, es decir, en la que inicialmente
ninguno sea exterminado, luego acogido y finalmente incorporado: el fundamento
de las sociedades inclusivas que establece el límite de lo excluido.
Obsérvese que el criterio reside en que todos y
todas quepan, no en que quepa de todo. No se establece, evidentemente,
que todas las instituciones tienen cabida sino todo lo contrario. Si el
criterio es que “quepan todos”, consecuentemente, ahí mismo está establecido
que no todas las instituciones tendrán cabida como legítimas. A partir de este
mismo criterio, la licitud de cada institución será juzgada a partir de su
capacidad para producir humanidad. Sólo tendrán cabida las instituciones que
incluyen a los otros como seres humanos de manera tal que todos sean sujetos.
La pretensión zapatista es por dar cabida, por incluir a “todos” los seres
humanos. Esto significa una sociedad cuyas relaciones sociales -cualesquiera
que sean- sólo tiene establecido como requisito que debe cimentarse sobre
relaciones que den cabida a todos los seres humanos, esto es, universalmente.
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