El goce consumista, o miseria en la abundancia.
 
No hay que pasar por alto que el humano es un ser a un tiempo de carencia y a un tiempo de productividad; su devenir se impulsa por el deseo, esa condición paradójica que le hace ser atravesado, a la vez, por una vitalidad de producción así como también por una falta que le es constante, una suerte de carencia “trascendental”, como es bien sabido el humano sobrepasa la programación instintiva del animal, le caracteriza el estar marcado tercamente por una incompletud radical dentro de sí, como ser histórico siempre está en un proceso de llegar a ser, nunca puede mantener la identidad estable. Vive bajo el signo de una constante caída que le hace no sentirse completamente “en casa”, una insatisfacción que convive con él para siempre apuntar hacia un algo más de lo ya dado, a reencontrar su estadía en el paraíso.
 
Así, resulta que esta carencia intrínseca es una privación que en sí misma le da un espacio productivo, que a la vez abre y es generadora de algo nuevo, al mismo tiempo que lo puede hacer estancarse en la repetitividad de la nada, del vacío. Aunque, por ejemplo, no está mal pensar que está bien que el humano de las cavernas no se contentó solo con el calor de las pieles animales y deseó conservar y transportar el fuego para darse calor y cocinar o, en su defecto, que por lo menos deseó que Prometeo se lo robara a los dioses para él, o tal vez, a manera de esos giros peculiares y fantasiosos freudianos, no contentarse con regarle a sus anchas narcisistas unos amenos orines para apagarlo y así poder dar con ello el paso a su conservación y conseguir fundar la cultura.
 
Lo clave es que sucede que esta paradoja de carencia tan áureamente “trascendental” ha de perder sus alas y caer en el mundo, un mundo históricamente específico que al ver aterrorizado ese vacío que se desploma de arriba trata de rellenarlo, aunque siempre infructuosamente tal eterno retorno de algún relato trágico griego. Es una carencia que se llena solo para verle vaciarse al otro lado de la paradójica y retorcida banda de Moebius o que se comporta tal como la piedra que a Sísifo se le cae por cada tarde y que vuelve a levantar cada mañana, pero bajo el signo excepcional y excesivo de que el deseo no se contenta solo con eso, se desborda de su carencia monótona cíclica y nos impulsa a estallar puntos de fuga descentralizados y productivos.
 
El deseo es el gran motor del devenir humano que hace a ese animal capaz de “ir más allá” de lo ya dado, de ser tan “realista que arriesga lo imposible”, de apostar la incertidumbre, de garantizar el advenimiento de lo radicalmente nuevo, de la productividad, al mismo tiempo que lo tiende a estancar en la paradoja del eterno retorno de la obstinada monotonía, de la ligazón aburrida de su deseo a algún necio significante. El deseo vacía la vida, el deseo llena la vida, ese es el devenir de nuestra escindida esencia -para usar una palabra bastante incorrecta en nuestra posactualidad-; nos marca una identidad en la diferencia, respiramos el aire de mundo inmutable siempre mutable.
 
Este sentido de la carencia inherente al humano que resalta que ella solo existe como el exceso del marco histórico específico en que se encuentra, que es un vacío que gestálticamente no existe entre la nada sino que solo existe entre un mar repleto de materia singular de historia y sociedad, que es una verdad transhistórica que siempre es culturalmente específica, siempre variablemente limitada a un universo simbólico temporal, resulta relevante en relación a la condición sociohistórica del capitalismo tardío actual en su particular configuración consumista; esta configuración es un intento de relleno de aquella carencia primordial fundante e inherente que hablamos, relleno que entra en el juego de la reproducción de nuestro estado de cosas.
 
Esta afinidad particular encuentra su sentido en el consumismo caracterizado como “miseria de la abundancia”, lo cual se expresa como una marca sintomática en el que la abundancia extrema vive a expensas de la carencia extrema; en el consumismo (1) la abundancia del constante tener o comprar se determina por la constante carencia de lo innovador, tal como el modelo estándar de la moda aquí todo es nuevo al momento en que todo es caduco, al mismo tiempo que -al otro lado de la tensión socioeconómica, y esto es esencial- esa abundancia que posibilita el consumo se determina por la carencia de condiciones básicas de sobre-vivencia para millones de personas alrededor del globo.
 
Al estar marcada por el sobrevenir inercial de la constante carencia ante lo novedoso se da una preconcebida destructividad como eje de toda producción, de todo sentido y materialidad, que caen en la duración efímera de todo, un reciclaje permanente del pasado, la descentralización. Esta lógica que determina el sustento del devenir consumista traspasa la simple lógica del utilitarismo a la de gasto y la pérdida intrínsecas, el consumo del consumo, donde sucede que, como condensa Jameson (2004), más allá del contenido de los productos inmediatos y del consumo, se da el consumo del proceso mismo de consumo, la mercancía se reifica en la forma-imagen. Esto se expresa en que no son los productos comerciales del mercado los que se convierten en imágenes de la publicidad, sino que más bien sucede a la inversa; son los propios procesos narrativos y de entretenimiento de la publicidad y la televisión comercial los que son reificados y convertidos ellos en sí mismos en otras tantas mercancías.
 
Aquí la “realidad” se torna indistinguible de su imagen “estetizada” por la maquinaria descentralizada del consumo. En términos de Lipovetsky (1990, 2002), estamos en una época “posdisciplinaria” donde se da el alejamiento de los principios reguladores, normativos (más allá de Foucault) y de la tradicional lógica de la producción (más allá de la lucha por la “distinción” en Bourdieu), la forma-moda suplanta la disciplina y normatividad, abriendo la dimensión hacia la elección y el espectáculo hiperpersonalizado con un mínimo de coacciones, es un mundo donde la moda empapa toda la esfera de la producción y el consumo de masas. Aquí el “gozar sin trabas” en un mundo “posideológico” es el logo esencial.
 
Se llega a conformar así una característica esencial de nuestro estado de cosas; el gozar de consumo, que es carencia eterna, cíclica, la nada inerte del continuo y abundante tener, en este universo percibimos ante nosotros que todo lo sólido rápidamente se desvanece en el aire, todo es nuevo al momento en que todo es caduco, todo se indetermina y descentraliza en una difusión de objeto-imágenes de las más variadas formas. Es un predominio del sistema de signos, en el cual la superficie se expande cubriendo todo hueco que pudiera escapar a su protección, bajo el influjo ininterrumpido de imágenes mediáticas sin historia. Un universo que se muestra separado de su huella somática, de la marca corporal, para establecerse en aparente disociación de las condiciones menos cambiantes y sólidas. Entre texturas líquidas (2) en él todo es tan variable que todo es universalmente intercambiable entre sí.
 
De esta forma la mercancía muestra orgullosa su autorrealización personal; se siente a sus anchas expresando por doquier sus característicos rasgos de polimorfismo y transgresión; es capaz de transferirse o intercambiarse a toda relación social, puede transformarse en cualquier cosa, vivencia, interrelación, ecología, personas, hambre, lo que sea, suponiendo la ruina de cualquier identidad distintiva. La mercancía muestra aquí una de las partes fundamentales de sí misma; cada monótono acto de intercambio de ella es a la vez algo diferente, su epítome es el culto a la moda, donde todo es constantemente carecido. Como manifiesta Alba Rico (2005a), se da una forma de carencia producida por la abundancia, es el hambre incesante de consumo, que reproduce sin historia el ciclo de la novedad y caducidad continua, no solo comemos alimentos, sino que digerimos y expulsamos cíclica e incesantemente objeto-imágenes de todo tipo, sin satisfacción, sin historia, nada se usa ni se mira, se come.
 
Es la miseria en la abundancia que vive la cotidianidad de los sectores más “desarrollados” del planeta y que mantiene como eje un“derroche” que no es solo una cuestión de “mala moralidad” dentro del sistema, un reprobable simple exceso ni tampoco es cuestión de un mero “lujo” tal agregado en las relaciones sociales (como la construcción milenaria de templos suntuarios o como un afianzador de estatus aristocrático), sino que, lejos de constituir un adicionado o un residuo (“irracional”), es su función esencial, en el consumismo el “gasto por nada”, la parte superflua, la caducidad de botar y tirar lo ya anticuado según los caprichos de la moda es la razón de ser de toda producción y todo sentido. De la mano a esta lógica los sistemas de representación se han convertido también en objetos de consumo y todos son tan intercambiados tal como sucede con un celular o una computadora, esta es la base de toda la celebración posmoderna de la diferencia, la descentralización, las multiplicidades.
 
Sin embargo esta posición es un poco apresurada cuando se extrema, este particular universo hegemónico de la descentralización y del consumo se desenvuelve al tiempo de otro universo paralelo que le atraviesa intrincada y recíprocamente, es el universo de su periferia, que ha sido bastante desairado por un occidente que se despista, como ha insistido Dussel (véase por ejemplo 1993), de que la aberración del capitalismo la sufre la misma periferia capitalista (desaire que hasta incluye al tradicional pensamiento crítico que se ha caracterizado por la omisión ideológica de esta periferia, pasando desde Marcuse, Adorno, Debord a más tenues y recientes como Baudrillard, Habermas o Lipovetsky), una periferia que permanece duradera, que hasta este momento no ha desaparecido así no más entre las texturas líquidas del triunfalismo posmoderno, sino que es un lugar donde persiste sólida y en seco la producción de la forma-mercancía y todas las contradicciones que tradicionalmente le han sido intrínsecas.
 
Es lugar común el considerar que a partir de los años cincuenta la producción y el  consumo de masas pasó de ser parte de una única clase privilegiada (la burguesía) a ser posteriormente absorbida por todo el resto de sectores sociales (“un televisor en cada casa de trabajador”) pasando a atrancarse la totalidad de la sociedad en su misma unidimensionalidad, sin periferia alguna, cerrándose el-todo sobre sí mismo. En esta mirada se pasa ideológicamente a totalizar esta forma de descentralización que caracteriza a la nueva producción tal si fuera una “universalidad” pero sin su síntoma, sin la periferia que ha estado desfasada de este proceso “progresivo” de expansión de la nueva lógica de producción e interacción social. Lo que sucede es estamos ante un “logocentrismo” de la hegemonía en occidente -que actualmente nos muestra la cara obscena de “multiculturalista”- el cual se ha encargado históricamente de eludir el trauma esencial que aún vivenciamos millones en la periferia “tercermundista”, periferia que es precisamente el sustento productivo contradictorio de toda la ontología que se ha construido en occidente desde la modernidad hasta la actual “posmodernidad”.
 
En este otro universo aquella carencia constitutiva del humano muestra otra cara sintomática, en ella todo es tan sólido y todo-es-lo-mismo como su constante e invariante estómago vacío, sus opresiones políticas o militares, su falta de oportunidades y su explotación, sus angustias, esperanzas, fantasías de reivindicación, su memoria y tradición de opresión. Aquí, a diferencia del otro universo mencionado, la superficie muestra sus huecos sintomáticos; la universalidad de los signos, la diferencia y el continuo devenir muestra su contradicción inherente y particular, siendo la Exclusión la mayor expresión de todo esto, es la expresión de la fractura por donde se puede vislumbrar el no-todo inherente a esa pretensión de universo cerrado-en-la-descentralización que triunfalmente el occidente hegemónico ha logrado consensuar como lugar común (ya sea celebrándolo o criticándolo). En este punto la mercancía deja ver el otro lado de su identidad, es su eterno retorno, es la recreación perpetua de su propia estructura obstinadamente eterna y excluyente; de la misma manera como el acto de intercambio supone algo diferente supone también una monótona repetición de la misma vieja historia.
 
El velo ideológico se encarga de presentar a esos dos universos mencionados, el universo líquido del consumismo y el sólido de la exclusión social, como autónomamente distanciados uno del otro, aunque son contradicción sistémica se distancian y difuminan ideológicamente ya sea de forma oculta naturalizada o de la manera ironizada cínica que le es tan característica a nuestra ideología; ciertamente no hay nada oculto entre nosotros, nada que sacar a la luz, nada que llevar a la superficie, las contradicciones sociales se ocultan precisamente porque se muestran siempre a la vista, podemos saberlo todo, verlo todo, olerlo todo, criticarlo todo, pero cínicamente; podemos quererlo todo sin sublimaciones ni rodeos: no nos ocurre nada, gozamos.
 
De esta manera esta paradoja de “miseria de la abundancia” inherente al consumismo se muestra como sintomática. Si se persigue un poco el sentido freudiano de este último término sería aquello que muestra el desequilibrio, la contradicción, aquello que está a la vez adentro y a la vez afuera, aquello que encubre el desequilibrio pero que a la vez nos atisba algo de su realidad. Siguiendo a Zizek (2005a) este síntoma como “social” hace asomar ese devenir de aquello que a pesar de ser inherente al orden universal existente, no tiene un lugar adecuado dentro de él (los excluidos del desenfreno global consumista, los pobres de los círculos de miseria, los inmigrantes ilegales, los “sin techo”). Es de esta manera como -pese al triunfalismo de la multiplicidad, microprácticas y posideología- el síntoma “totaliza” el sistema, pero en el sentido de que muestra sus contradicciones como un todo, es universal en el sentido de que hace negar cualquier tipo de totalización que se presente armoniosa, equilibrada, que pretenda una “universalidad sin su síntoma”. Las totalidades no se han muerto, persisten entre nosotros, y ejemplos claros de ellas son en sí mismos el síntoma, el desequilibrio, la contradicción.
 
El goce, ese placer más allá del placer.
 
Este goce ligado al consumo que se ha venido frecuentado hace alusión a una concepción de raíces lacanianas, la cual, persiguiendo a la vez la noción que hace de ella Zizek (2005a), se refiere no al placer sino a su exceso, es un más allá de él que lo sobrepasa y mantiene en una repetitividad obstinada inerte, en un sinsentido, en una mera nada. Fuera del sentido más común que le damos al goce como un sinónimo de placer éste se separa de él un tanto, en cuanto expresa su exceso, pero intolerable, no como un mero aumento, sino que lo sobrepasa hacia una nada algo irritante. Como cuando exclamamos que nos “morimos de risa” o nos “orinamos de risa”; hay placer pero a veces notamos una especie de demasía, de ofuscación repetitiva, una parte de sinsentido, algo un tanto atormentado que lo sobrepasa, como los franceses que mencionan al orgasmo como una “pequeña muerte”; en el éxtasis recae el vacío de un cansancio obstinado, en una suerte de ofuscación momentánea.
 
En todo acto de nuestra existencia estamos atravesados por una “negatividad radical”, un exceso que es inherente a la mera estabilidad inercial de las cosas, toda afirmación lleva dentro de sí una suerte de particular negación, una demasía, un exceso que le hace no ser nunca “sí misma” y estar plenamente equilibrada. Somos seres marcados por una vida que nos es tan íntima como ajena; la afirmamos productivamente pero hacia el movimiento histórico de nuestra inevitable muerte, como somos “identidad en la diferencia” nos marca paradójicamente la negación de lo que somos en este instante, pero a la vez también su afirmación. No podemos sino estar a la mira de la estrella de haber nacido en el seno del turbulento matrimonio entre Eros y Tánatos, una peculiar pareja que nunca se va a dejar llevar por la ola actual del divorcio compulsivo, a pesar de su relación escandalosa y desequilibrada.
 
Aquí se nos revela la condición de goce en el consumismo como una carencia eterna, una nada como demasía del continuo tener o poseer; el objeto-mercancía que consumimos no da un mero uso, sino que se sobrepasa hacia un goce. Como en la fábula El Avaro que recoge Esopo, ahí el avaro posee una barra de oro que esconde enterrada en un bosque que visita cada día, el oro contiene potencialmente muchas formas de deleite, pero su goce consiste simplemente en la posesión de esas posibilidades o virtualidades ya que nunca realiza efectivamente alguna de ellas. El punto está en la dimensión imaginaria que da las grandes capacidades potenciales de la posesión del oro, pero que no se les da uso, se gozan (no hay que confundir el goce con una paralización de la práctica y el placer, más bien como vimos, implica que estas necesariamente se dan, pero se estructuran imaginariamente en torno a su exceso, ese no-uso, esa nada repetitiva de sus virtualidades).
 
Es clave en la fábula el pasaje cuando alguien sigue al avaro y le puede robar el oro, el avaro se lamenta, y un vecino le hace ver la posibilidad de sustituirlo por una piedra ya que, como se tendería a pensar, la posesión del oro “en sí mismo”, en su concreción “material”, no introducía ninguna diferencia en la realidad del avaro, pero, al contrario, en la efectividad al no estar el lingote se desborona toda la estructuración imaginaria de la vida del avaro, ya que a sus ojos una simple piedra no tiene virtualidad alguna para ser gozada. No se goza el objeto “en sí” sino un “más allá” de él, un “algo” intangible, el cual es todo un abanico de posibilidades que siempre son virtuales, un no-uso que lo hace especial a los ojos. El goce, en este sentido de una de sus posibles definiciones, vendría a ser el paradójico disfrute de ese refreno obstinado que evita el deleite del objeto “en sí mismo”. El goce es lo que no sirve para nada, es lo que subvierte el devenir inercial.
 
Así, en su condición de mercancía, una cosa no es sólo la cosa misma, sino que apunta fantasiosamente “más allá de sí misma”, hacia otra dimensión virtual inscrita en ella (Zizek, 2005b), una gran potencialidad de deleite, al estilo ejemplar de “beba X, no solo obtendrá una bebida, sino también…”, “compre este dentífrico y obtendrá un tercio más”, “use esta crema facial y tendrá todos estos hombres admirándola”, “póngase este desodorante y le seguirán todas estas chicas oliéndolo”, “fume de estos cigarros y obtendrá un buen aliento”, “pague por la frescura y pureza de esta agua embotellada y será muy bien visto por ello” (aunque sea exactamente igual al agua que sale gratis del grifo). Es el vacío o la nada central de hoy, que se asoma, al otro lado de la moneda, en la abundancia de mercancías que ofrecen “X sin X”, café sin cafeína, endulzante sin azúcar, cerveza sin alcohol, amistad sin amistad (internauta), carne sin carne, grasa sin grasa, recibimos la forma de la superficie despojada de su núcleo central, se sobrepasa su uso hacia el goce de la nada, del refreno obstinado del uso en sí. La mercancía nunca cumple en sí misma la promesa, siempre hay un más de ella o un menos de ella, un “X que viene con más…” o un “X sin X”, un desequilibrio inherente.
 
José Capmany nos relata una paródica versión de ese empleo mediático de la fantasía en el “usa este producto y te lloverán chicos” en su canción “La modelo”; hace un recuento romántico de todas las cosas que le gustan y las situaciones pasadas con la chica que es su pareja, describiéndole toda una serie de características positivas. Lo que pasa es que durante la canción siempre persiste un “pero”, un “más allá” que le deja esa espina que le hace creer que realmente a final de cuentas “ella en sí misma” no le gusta. Hasta llegar al final a afirmar que ese “más allá”, eso que ciertamente era lo que le gustaba y atraía tanto, no era ella con todos los rasgos positivos que describió sino que era simplemente el olor de su champú. Lo que nos causa risa y muestra el lado transgresivo de la canción es que saca a la luz paródica la inconsistencia de la fantasía común del romance con el otro “en si mismo”; como si la relación sexual realmente existiera, más bien el romance lo mantenía con el olor del champú, no con ella en sí, el romance lo mantenía con la construcción imaginaria que sostenía su mirada hacia la chica.
 
Es un “algo” dentro del objeto de consumo que lo hace especial a nuestros ojos, ese objeto de deseo es una suerte de tesoro oculto que está en el centro de la cosa-mercancía que deseamos, lo que pasa es que ese “más allá de ella” es un vacío, una nada, pero paradójicamente un vacío material (“real”), ya que sus consecuencias y constituciones son bastante sólidas y efectivas. Ninguna mercancía es “realmente eso”, las virtualidades y expectativas la sobrepasan a “sí misma”, la clave es que ese mismo exceso de “sí misma” no es su transgresión o excepción, sino su soporte fundamental que le constituye, que la crea y mantiene. Aquí es donde es relevante resaltar que la estructuración de la sociedad consumista mediática se conforma entorno a llenar de manera fantasiosa ese vacío constituyente en el que se desenvuelve nuestro actuar (la fantasía mediática relacionada con el champú; la chica con su pelo radiante a la luz solar, seductor de olor a flores silvestres, rejuvenecedor y rompecorazones…).
 
Se debe acotar en este punto que ese vacío central de toda mercancía (que es el que trata de negar, o rellenar, compulsivamente el universo consumista mediante la fantasía) es paradójicamente su parte de lo Real (el cual, persiguiendo a Zizek, no debe ser equiparado con la realidad; lo Real, por el contrario, es un núcleo duro, algo traumático que no puede ser simbolizado por el lenguaje, que lo trasciende inherentemente. De esta forma no tiene existencia positiva, no es ninguna especie de realidad detrás de la realidad,no es algo que podamos formular o expresar a través del lenguaje; sino es precisamente el vacío indecible que siempre deja incompleto e inconsistente a lo que consideramos como realidad, la espina que la obstruye y deja atisbar el no-todo, y que por ello dimite libre un espacio para que la conformación fantasiosa o fantasmática sea la que estructure la “realidad”).
 
Contrario a la creencia común, la fantasía no solo realiza el deseo en forma alucinatoria sino que ella misma constituye nuestro deseo, nos provee sus coordenadas, ella es lo que nos enseña cómo desear. “La fantasía no significa que cuando quiero pastel y no puedo conseguirlo, en realidad fantaseo acerca de comerlo; el problema más bien es: ¿cómo sé en primer lugar que quiero pastel de fresa? Esto es lo que me indica la fantasía” (Zizek, 2005c, p.17). La fantasía al indicar así el deseo estructura la realidad dando el mínimo de idealización requerida para poder sobrellevar el horror de lo Real. De esta forma la realidad únicamente “en sí misma” no existe, le persiste un no-todo que convierte a la fantasía en su soporte, eso que-desde-ya le ha conformado y le permite no desvanecerse.
 
El goce del superyó.
 
En nuestra actualidad llena de hibridaciones y diferencias de todo tipo, nunca falta ver el papá autoritario que se regodea libidinalmente con sus regaños coercitivos, pero también, por otro lado de las tierras dialécticas posmodernas, esto tiende a anularse, la ley deja su posición “autoritaria” y se nos muestra más una sociedad liberal y permisiva, incapaz de levantarle la mano a su hijo o a su hija. Parecería que aquél severo superyó que nos relataba el Freud de la Europa victoriana simplemente hubiera sido superado, las frustraciones de sus analizados parecen como cosa de un pasado lejano a la actualidad en que no existen limites para el disfrute y las “transgresiones” son cosa de cada día, donde cedemos ante cada nueva posibilidad de deleite sin que culpa alguna nos invada.
 
Pero sucede que esta es una posición bastante apresurada y perversamente triunfalista, este superyó en nuestra actualidad se muestra más severo y afianzado en la misma medida en que se aprovecha de esta cara “permisiva”. Ocurre simplemente que el mandato efectivo y severo del superyó es ¡goza! (Zizek, 2005a y 2005b), y si no gozamos al instante nos llena de culpa; si en algún momento se nos ocurre la mala idea de abstenernos del goce el superyó nos persigue correteándonos obstinadamente a través de los pasillos de culpa, aunque, claro, en una sociedad mediática de consumo, sistemáticamente conformada a través de las infinitas posibilidades de deleite y seducción, esto de tener que gozar instantáneamente puede no ser tan difícil. Como divisó Baudrillard hace mucho tiempo: “El hombre-consumidor se considera como un ser que debe gozar, como una empresa de goce y satisfacción. Como un ser que debe ser feliz, amante, adulador/adulado, seductor/seducido, participante, eufórico y dinámico. Se trata del principio de potenciación máxima de la existencia mediante el uso intensivo de signos, de objetos, mediante la explotación sistemática de todas las posibilidades de goce” (1974, p. 118).
 
Aquí los limites, las coerciones tradicionales que nos vienen a la idea de ley o de superyó revierten la situación paradójicamente; el mandato es un no a los limites, deviene un mandato de goce instantáneo, sin historia, sin limites ni coerciones. El férreo mandamiento es ser permisivo, el entregarse al goce sin tapujos, pero la clave de esto está en que debemos gozar pero tal como una mercancía que se desplaza en el universo de la mera descentralización; sin su núcleo real, sin el vacío que le constituye, o sea debemos gozar sin angustia, sin el riesgo, exceso, que arrastraría. De esta forma efectivamente no “todo está permitido”, buscamos productos sin sus propiedades dañinas; café sin cafeína, crema sin grasa, cerveza sin alcohol, carne sin carne, buscamos que el exceso de grasa sea quitado por una pastilla o cualquier medicalización o una faja que baila con nuestra panza y con el sillón frente al televisor.
 
Buscamos la fantasía de la realidad misma despojada de su sustancia, sustancia que no es algo “positivo”, algo dado, sino que es precisamente la inestabilidad que siempre acompaña a la vida misma; es el núcleo duro resistente de lo Real (lo imprevisible de su resto entre nosotros), que es lo que la hace peligrosa, que es lo que despoja a la vida de la monotonía, tal como la del ideal obstinado del consumismo: vivir sin dolor, seguro, sin angustia, sin mayores problemas, como existir y relacionarse a través de la salud medicalizada o del confort de la pantalla de la computadora y sus infinitas virtualidades de goce (3). Para ejemplificar un poco podemos decir que este idealismo que le vuelve la cara a la angustia se asoma en ese espejo de la moda actual del culto al “Otro” multicultural; éste se presenta como un otro idealizado que baila danzas fascinantes en su filosofía interesante ecologista y holista, sin los otros rasgos que forman también parte de él, silenciados,angustiosos, como el linchamiento colectivo o el maltrato a las mujeres.
 
Nada de conservadora es la frase de una abuela cuando dice “ya nada está hecho como antes”, sin duda las cosas y el sentido están hechos cada vez más para durar menos. Sucede que paradójicamente lo “transgresor”, “vanguardista” o “novedoso” es el prototipo del conservadurismo actual del consumista, y más bien lo emancipador y políticamente incorrecto es la abstinencia ante el afán de goce inmediato que nos caracteriza. Nos queda seguir a una desconcertada y emancipadora Mafalda cuando expresa: “paren el mundo, que me quiero bajar”.
 
Superyó, o el lado oscuro de la ley.
 
Aquí deberíamos tratar de entender mejor a ese superyó que se viene concurriendo tanto; él se halla entronizado íntimamente dentro de todos nosotros, si seguimos la segunda tópica freudiana de las relaciones fundamentales entre ello-yo-superyó (véase Freud 1990a) como las partes en las que todos estamos (muy) figurativamente divididos en nuestro interior. Para primero comentarlas, simplificada y sesgadamente, son algo así como; las fuerzas internas más inconscientes en las que reina el deseo (ello), las fuerzas de la moral, el ideal y la ley sociales intrínsecamente ligadas a su perversa transgresión (superyó) y la parte de conexión más directa que este sistema alegórico tiene con la realidad externa, parte que se encarga de tratar de equilibrar a las dos fuerzas anteriores antagónicas (yo).
 
El superyó devino de una lucha traumática primordial entre el principio de placer con el principio de realidad; al venir al mundo primeramente nos tutela el primer principio, el del placer, representado por el ello, que nos recuerda ese goce que vemos en el niño en estado “preedípico”, en su lado inocente e ignorante de la culpa y la muerte que no escatima en consecuencias, llegando hasta ser caótico y cruel, sin bien y sin mal, sin moral alguna, como en las situaciones de la comedia muda, pre-verbal, de Chaplin (a diferencia de un niño más crecido, que ya aprendió más de la “realidad” y las limitaciones que implica, más “edípico”, como “El Chavo” donde el universo verbal está más constituido y el principio de realidad le es más cercano, por lo que categorías como malicia, culpa, vergüenza o responsabilidad y solidaridad, encuentran más sus sentidos).
 
Este ello deviene por aquella lucha -que afianza al principio de realidad sobre el de placer- a transformar parte de él en el yo y en el superyó mismo, este último ante las condiciones del principio de realidad (en su sociedad históricamente específica) cumple la función social de calmar con sus mandatos esas mismas energías escandalosas de las que proviene (del inculto ello), siendo, como apuntamos, la fuente de la moral, el idealismo y la ley indispensables para que opere la sociedad. Pero lo esencial aquí, y que ha pasado un tanto desapercibido, es que el superyó no se acaba aquí, el problema paradójico es que estas energías del ello contra las que el superyó lucha son las mismas energías que al propio superyó le dan efectividad y existencia (véase Eagleton, 2008, 2006 y Freud, 1990b), ya que él es una suerte de derivación del ello; nace de una escisión que este provoca en el yo.
 
El superyóse alimenta de la pulsión íntimamente vinculada al goce, se caracteriza por ser el reverso obsceno, oscuro y nocturno de la ley, su sombra. Para Zizek (2003, véase también Jusmet 2007) no será entonces únicamente la herencia del Edipo en el sentido que se entiende normalmente, como el Ideal que heredamos del padre, más bien es la herencia de la Autoridad perversa, obscena, cuyo imperativo es simplemente, como ya vimos, goza. El superyó no es directamente la ley moral sino es más su parte desfasada defectuosa que le es inherente, él aparece allí donde la ley necesariamente falla, fracasa, es un código secreto que complementa la ley porque es su transgresión. Es la transgresión inherente a la Ley que la mantiene y sin la cual ésta no tiene un núcleo de goce desde el que mantenerse.
 
Así, de su filiación inicua con el ello deviene la misma condición escandalosa, obscena, de sus mandatos, es una figura muy ambivalente, una expresión del ello a la vez que una formación reactiva contra él. El superyó también es una aporía o imposibilidad cuyos mandatos son imposibles de obedecer, burlonamente presenta, por un lado, el modelo impulsivo hacia el Yo ideal al tiempo que, por otro lado, prohíbe las actividades más envidiables de ese ideal. Sencillamente delibera sin consideración alguna del yo, de ahí parte de su “locura”, en un plano es el producto introyectado de la autoridad externa y en otro está marcado por la agresividad sadista del ello de su goce que nos absorbe.
 
De esta situación deviene un malestar cultural constante, nuestra condición humana está marcada inevitablemente por el desequilibrio, el conflicto. Sucede que en este cuento el ello y el superyó jalan antagónica y desfasadamente ante un yo que trata equilibrar la situación. Un poco figurativamente como el típico cliché de las caricaturas que presenta por un lado el angelito y por el otro el diablillo pugnando ante los oídos del desdichado personaje que trata de armonizar con esas dos fuerzas, pero que como es típico también el angelillo se puede transformar en el diablillo o viceversa, formando alianzas o peleando entre ellos sin consideración alguna del personaje. Lo particular aquí es que estas fuerzas paradójicamente son tan íntimas en él que le son ajenas controladoras, le son tan profundas que le controlan como entes foráneos.
 
De esta forma la ley se divide en dos partes principales, una es el superyó que vendría a ser la íntima parte “oscura” que sostiene nuestra comodidad manifiesta y “clara” con su otra parte; la ley en su orden público. Es la diferencia desequilibrada en la que se escinde la ley; la ley íntima, personal y la ley externa, pública. El superyó vendría a ser su parte “loca” que le subyace sustentando -con sus placenteras dosis que desembocan en goce- su orden “normal” y formal. Es la otra cara implícita, las reglas no escritas, no reconocidas que garantizan la cohesión de la comunidad.
 
Podemos acercarnos a esto un poco más directamente al echarle un ojo a cuando salen a la luz en estados militares sus abusos “fuera de la ley”; nuestra historia militar latinoamericana tiene sus venas abiertamente marcadas por este tipo de casos dondenos damos cuenta que la ley externa y oficial fue sostenida subterráneamente por un afán sadista y obsceno, los abusos de la ley “interna”. Toda una serie de abusos, asesinatos, torturas extremadamente obscenas en esos momentos donde otro tipo de ley es la que gobierna, donde la ley en su parte formal y “normal” falla, tal como las fotos de abusos en Abu Garib no son una rara excepción de un estado militar, sino que son su parte “oscura” intrínseca, la que sustenta el goce que le da efectividad. De manera parecida a como en nuestras burocracias la corrupción política y económica lejos de ser una “excepción irracional” es el sustento “oscuro” intrínseco que sostiene la burocracia oficial, clara, “normal”.
 
El superyó aparece allí donde la ley necesariamente tiene un defecto, es un código secreto que complementa la ley porque es su transgresión, esto es esencial; en su estatus de transgresión no es su “excepción irracional” sino que es su sustento subterráneo intrínseco que le brinda el goce necesario para subsistir y afianzarse. De esta forma el superyó es la parte desfasada de la ley que precisamente por su sinsentido no puede reducirse al universo simbólico, lo atraviesa y lleva a obedecer sutilmente sin fundamento alguno, con mandatos sin significado, sin discurso ni retórica racionalizadora. La transgresión ya está de una vez en la lógica del estado de cosas.
 
Tal como en un denso mundo de Kafka donde “la Ley es la Ley”, pero de una forma un tanto estética; tal una legalidad sin ley, no necesariamente de una manera coercitiva tradicional; en un proceso permanente, en una densa arquitectura de sutiles, omnipresentes, desvanecientes y cuasi divinas fuerzas burocráticas, de las que entre sus pasillos suburbiales proliferan metamorfosis corporales de retorno de lo reprimido. Es una ley íntima que conoce nuestros deseos recónditos y nos sanciona por ellos, a diferencia de la ley externa que se preocupa más por nuestras acciones oficiales exteriores.
 
Estas fuerzas de la ley íntima y sutilmente avasalladoras del superyó toman explícitamente la palabra en El Proceso de Kafka, aquí se da una vuelta de tuerca particular, estas fuerzas toman la voz como si fueran la ley externa, pública, le explican al personaje principal -K.- en qué consiste el juego: “Los que nos mandan... no tratan de localizar la culpabilidad entre la población, sino que, como dice la ley, se sienten llamados por la culpabilidad” (1999, p. 15), mostrando cómo se trastoca el sentido de la ley oficial en su reverso de culpabilidad interior, en el funcionamiento superyóico. Expliquémonos; se supone que la ley busca la culpabilidad para juzgarla, pero al contrario -tanto en Kafka como en el superyó de Freud- más bien la culpa lleva al sujeto hacia la ley, su culpa llama a la ley bajo reclamo de que le juzgue, la culpa nos lleva a delatar nuestro propio delito -que incomprendemos radicalmente, es un sinsentido, un absurdo-, de esta forma deseamos la ley. Como dice Eagleton (2006), lo que hace al superyó tan implacable, su cercanía al ello, es precisamente lo que nos liga libidinosamente a la ley y así deseamos su tiranía.
 
Esto se completa con lo que le explica el inspector –quien personifica esa fuerza de la ley interna- que detiene a un K. que no acaba de entender este sentido de la culpa: “Usted no me ha entendido. Está arrestado claro, pero esto no debe impedir que ejerza su profesión. Tampoco debe alterar su vida normal” (p. 22). Este sinsentido del superyó como ley interna es precisamente lo que soporta nuestra cotidianidad, no lo que la transgrede radicalmente, es más normal que la normalidad misma. Aquí se delata la falsedad de quién al seguir su máscara o ley oficial sin mayor problema se contenta con la “transgresión” que hace de ella de forma íntima, por ejemplo cuando llega a la casa e ironiza de ella, se cambia a su ropa mediática jipi, electrónica, fiestera, sadomasoquista o de drogas. El goce consumista presenta al placer y sus derivaciones, principalmente en los momentos de “ocio” o “íntimos”, como transgresiones al estado de cosas “oficial”, actividades “extracotidianas” que nos separan yendo más allá de él, pero sucede que no hay nada subversivo intrínsecamente en el placer, ya sea celebrándolo continuamente o huyéndole continuamente. Sencillamente sucede lo contrario, aquella “transgresión” como exceso de la normalidad, es más normal que la normalidad, es lo que soporta nuestra cotidianidad, nuestra conformidad con la ley oficial.
 
Es esta ingenua posición cercana a quiénes ven románticamente a la categoría bajtiniana de época carnavalesca (vulgarizadamente algo así como las fiestas, rituales, celebraciones, actividades artísticas, entretenimientos, más o menos cíclicos en una sociedad) como transgresora en sí misma del estado de cosas, de la cotidianidad, claramente pueden funcionar también como dadoras de una peligrosa falsa sensación de transgresión, afianzando con ello aún más al resto actividades profanas cotidianas, o máscara más oficial. Esto principalmente en las calles del individualismo en masa del consumismo y del cinismo que le va de la mano en nuestra ideología hegemónica, donde la festividad y el entretenimiento se atomizan y estetizan acorde con el goce consumista establecido, el cual se conjuga con lo que Sloterdijk (2004) ha dado en llamar la “razón cínica”; aún teniendo la capacidad de criticar todo bajo la hegemonía de la razón antitradicionalista, aún cuando no nos tomemos las cosas en serio, seguimos haciéndolas, aún cuando ironicemos íntimamente las normas y la ley oficiales, a nuestra máscara cotidiana, estamos en la práctica reproduciendo el estado de cosas tal cual.
 
Podemos verlo todo, saberlo todo, criticar ironizadamente todo, la razón ilustrada nos da ese legado, pero bajo el requisito de continuar con todo igual, sin alternativas efectivas, con el plus de poder estar recibiendo unas buenas dosis de goce. Como expresa Eagleton (1997), ninguna persona, ni siquiera Jean Baudrillard, puede vivir totalmente despojada de significado, el capitalismo tardío sigue necesitando un sujeto autodisciplinado que se enmarque en la oficialidad más formal (trabajador, madre, padre, patriota), a la vez que vive en relación a formas menos “clásicas” de subjetividad, más descentralizadas, como el consumismo y la cultura de masas.
 
Como bien nos recuerda Zizek, el exceso es la clave para entender el sostenimiento de lo mismo, al estilo del plus-de-goce, que funciona tal como los excesos de capital (el plus-valor) son la clave que sostiene nuestro contradictorio sistema socioeconómico. Es ilusorio pretender despojar del sistema su exceso característico para dejar su mejor parte, concibiendo algo así como una “irracionalidad extrínseca” susceptible de ser corregida, y así dejar su parte buena “limpia de excesos”. Lo que pasa es que es precisamente este exceso quién orienta todo el sistema, sencillamente sucedería que si lo eliminamos el sistema mismo se disolvería, tirando al desagüe el agua sucia de la tina pero con todo y bebé.
 
 
Notas.
 
1. Para un desarrollo más prolongado de la temática del consumismo véase el estudio clásico de Baudrillard, 1974, también, en su ligazón con la forma-moda, véase Lipovetsky, 1990 y 2002.
 
2. Acerca de la tensión entre modernidad líquida y sólida, que aquí parafraseo, véase el desarrollo de Bauman, 2004.
 
3. Lipovetsky (2006) resalta este rasgo característico del “miedo a la enfermedad” para situar el paso a lo que define como “hipermodernidad”, un más allá de la posmodernidad donde la personalización ya no se manifiesta en el “goza sin restricciones”, sino por la medicalización de la vida, el miedo a la enfermedad y la vejez. Al contrario para Zizek esta situación lejos de ser una nueva condición, es la expresión de la contradicción intrínseca que siempre ha tenido el consumismo, nunca hay un “sin restricciones”. Fundamentalmente la restricción se expresa en relación a la compulsión consumista de negar lo Real; “debemos gozar” pero sin lo Real, la negatividad radical que le es intrínseca a la vida. El culto por lo dietético, ecológico, verde y natural (“anti-químico”), o, su otro lado, el cuidado de sí farmacéutico, no necesariamente está desligado de la maquinaria consumista posmoderna, basta con salir y ver una de las vallas publicitarias más próxima.
 
Referencias.
 
            Alba Rico, Santiago (2005). Para una psicología del consumidor. La miseria de la abundancia. Extraído de http://liber-accion.org  
             
            Baudrillard, Jean (1974). La sociedad de consumo. Plaza y Janes, Barcelona.
 
            Bauman, Zygmunt (2004). Modernidad líquida. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires.
 
            Dussel, Enrique (1993). Apel, Ricoeur, Rorty y la Filosofía de la Liberación. Universidad de Guadalajara, México D. F.
 
            Freud, Sigmund (1990b). Inhibición, síntoma y angustia. En Obras Completas. Tomo XX. Amorrortu Editores, Buenos Aires.
            _____________   (1990a). Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis. Lección XXXI. Disección de la personalidad psíquica. En Obras Completas. Tomo III. Biblioteca Nueva, Madrid.
             
            Eagleton, Terry  (2008). El terror santo y lo sublime. Claves de Razón Práctica, 181, 74-79.
            ____________    (2006). La estética como ideología. Editorial Trotta, Madrid
____________    (1997). Ideología. Paidós Ibérica, Barcelona.
 
 
            Jameson, Fredric (2004). La posmodernidad y el mercado. En Zizek, S. (comp.) Ideología. Un mapa de la cuestión. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires.
 
            Jusmet, Luis Roca (2007). ¿Quién es ese maldito Zizek?. Extraído de http://www.rebelion.org
 
            Kafka, Franz (1999). El Proceso. Unidad Editorial, Madrid.
 
            Lipovetsky, Gilles (1990). El imperio de lo efímero. Editorial Anagrama, Barcelona.
            ______________ (2002). La era del vacío. Editorial Anagrama, Barcelona.
            ______________ (2006). Los tiempos hipermodernos. Editorial Anagrama, Barcelona.
 
            Sloterdijk, Peter (2004). Crítica a la razón cínica. Editorial Siruela, Madrid
 
            Zizek, Slavoj (2005c). El acoso de las fantasías. Siglo XXI, México D.F.
__________ (2003). Las metástasis del goce: seis ensayos sobre la mujer y la causalidad. Paidós, Buenos Aires.
            __________ (2005a). El sublime objeto de la ideología. Siglo XXI Editores, Madrid.
__________ (2005b). Apéndice. La ideología hoy. En El títere y el enano. Paidós, Buenos Aires.

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