Carlos Molina Velásquez*

Matadme, entonces. Acabad con Troya.

Esa será mi fama, esos serán mis hijos,

ese será mi esposo.

Ifigenia en Áulide 

Salva tú la vida tuya.

Yo no te envidio tu salvación.

Antígona 

Si ustedes fueran de veras hijos de Abraham,

harían lo que él hizo…

El padre de ustedes es el diablo…

(Él) ha sido un asesino desde el principio.

Jn 8, 39-44 

Historias antiguas, sacrificios contemporáneos

 

En buena parte de los discursos políticos latinoamericanos se tiene a la juventud como objetivo. Se habla de programas sociales o proyectos educativos que ayuden a superar las brechas “que nos separan del mundo desarrollado” y al mismo tiempo se impulsa la criminalización absoluta de las agrupaciones juveniles —pandillas, “maras”— o de las luchas reivindicativas de las mujeres, estigmatizando a millones de muchachos y muchachas pobres que se presentan como una amenaza para la sociedad. Gobiernos de derecha y sectores conservadores hablan de “mano dura” contra los pandilleros y cárcel para las jóvenes que salvaron su vida practicándose un aborto clandestino, mientras los medios de comunicación —a la derecha también— se encargan de mostrar una amplia gama de rostros de “monstruos”, pero con el común denominador de la juventud y la pobreza.

¿Cómo es posible que el discurso político que utiliza los atributos de la juventud como sinónimo de futuro, esperanza y novedad pretenda, a la vez, construir la imagen del terror, el crimen y el desorden social mediante el uso de rostros jóvenes? ¿Qué mecanismos ideológicos presentes en nuestra visión de mundo permiten articular ambos mensajes sin que parezcan contradictorios?[1] ¿Dónde tiene su origen tal estrategia o al menos una parte de ella?

Quiero aventurar una respuesta al problema de los orígenes sin atenerme a los motivos explícitos o a las razones que pudieran expresar los agentes, concentrándome más bien en los elementos que podrían estar funcionando como justificación de dicha situación, pero sin que me preocupe demasiado si los responsables de estos discursos sobre la juventud son conscientes de ellos o no. Además, daré un rodeo que vaya más allá de los discursos enunciativos o retóricos, abocándome a ciertas narraciones subyacentes que constituyen el bagaje cultural de occidente. Llamaré a estos relatos “mitos fundantes”, siguiendo la sugerencia de Franz Hinkelammert de realizar una crítica de la razón mítica que incorpore al pensamiento crítico contemporáneo los relatos significativos de nuestra historia[2].

Estos relatos no deben ser vistos como algo del pasado solamente, siguen vivos en la formulación de conceptos y en la construcción de los discursos del poder. Pero no solo están presentes entre quienes ejercen o formulan este poder, sino en toda la sociedad, y si queremos oponer una alternativa a las interpretaciones dominantes puede ser útil analizar cómo se han ido construyendo estos relatos y cómo son usualmente interpretados.

Es cosa común referirse a los mitos griegos. La mera aparición de la palabra “mito” nos lleva a las aventuras amorosas de Zeus o a los monstruos de Hades. Pero no solo funcionan como mitos las historias contenidas en los poemas homéricos o en la Teogonía de Hesíodo, sino también las narradas en las tragedias de Esquilo, Eurípides y Sófocles. Ahora bien, en tanto mitos no son meramente algo del pasado, como podemos verificar en la misma historia de Edipo, que ha sido asumida por nuestra cultura contemporánea al ser introducida en el psicoanálisis por Freud. Sin embargo, hay muchas más historias, como las de Ifigenia y Antígona, las dos jóvenes griegas que aún ahora nos interpelan con su vida trágica y carácter heroico. Las tragedias no solo emocionaban a los antiguos helenos sino que siguieron siendo muy leídas, interpretadas y reflexionadas por poetas, dramaturgos y filósofos de primera línea, hasta nuestros días.

En América Latina, es conocido el análisis de Franz Hinkelammert de los mitos de Edipo e Ifigenia, en el que contrasta ambos con la historia del “no-sacrificio” de Isaac, por parte de Abraham[3]. La figura hebrea de un padre que se resiste al sacrificio es reivindicada contra la tradicional lectura de Abraham, el siervo dispuesto a cualquier masacre con tal de probar su fidelidad a Dios. Hinkelammert analiza los mitos griegos y judeocristianos, contrastando los sacrificios exigidos por dioses vengativos y sangrientos —Ifigenia, sacrificada por su padre, Agamenón— con las promesas de un Dios de la vida que requiere, más bien, el fin de toda sacrificialidad. Incluso, agregará que en los griegos antiguos existe un claro vínculo entre la incorporación del sacrificio humano, terrible pero necesario,y su espíritu de pueblo conquistador, mientras que los hebreos no solo no pudieron llevar adelante una conquista territorial perdurable, sino que les resultaba extremadamente difícil conservar la poca tierra que tenían, debido a que no estaban dispuestos a realizar el sacrificio humano que se necesitaba para prevalecer[4].

¿Qué más nos dicen estos mitos, sobre todo para una interpretación de aspectos importantes de la situación actual de la juventud latinoamericana? Pienso que los criterios de interpretación propuestos por Hinkelammert no solo son aplicables a los mitos que analiza (Edipo, Ifigenia, Abraham) y bien vale la pena utilizarlos para leer otro mito célebre: el de Antígona, la joven rebelde, conocida fundamentalmente por la tragedia homónima de Sófocles. Pero no reduciré mi análisis a este texto, sino que haré referencia a diversas “Antígonas” que han ido apareciendo a lo largo de la historia occidental. Tampoco daré la espalda a las diversas “Ifigenias” de Esquilo y Eurípides —e incluso Goethe—, ya que comparten con la heroína de la tragedia de Sófocles su condición de mujer joven, así como variadas (y paradójicas) formas de “resistencia”. Otros personajes que forman parte de estas historias volverán más complejos mis análisis: Clitemnestra, la “terrible” madre de Ifigenia, Ismene, pusilánime hermana de Antígona, o Hemón, quien muere de “amor por ella”. En realidad, haremos un recorrido por varios textos trágicos, odas pindáricas y algún texto homérico que refiera a los mitos. También dedicaré algunas líneas a las reflexiones sobre el mito del “sacrificio” abrahámico. Todas son historias antiguas, pero que nos permiten comprender mejor el mecanismo de los sacrificios aún presentes en nuestras modernas sociedades.

En los mitos vemos la historia viviente

Si queremos abordar los mitos de manera productiva, nuestras nociones sobre la historia deben ser transformadas. Encontraremos dificultades insuperables si pensamos la historia como una línea de hechos que se suceden uno tras otro, sin que haya un relato que los transforme. Esto es equivalente a decir que estaríamos contemplando una historia que da la espalda a la subjetividad, al ser humano que se planta frente a los hechos, los vive y los interpreta. Somos los seres humanos quienes damos un orden a los acontecimientos, en la medida en que nos importan, en que enlazan con otros que sucedieron y en tanto en cuanto nuestra manera de ver el mundo dice lo que son tales acontecimientos. Franz Hinkelammert señala que:

“La historia es doble. Hay una historia que vivimos. Entendemos el pasado no como simple crónica, sino como historia. Esta historia no es un simple antes y después, sino contiene un desarrollo en el cual resulta que lo que ocurre después, únicamente es explicable desde lo que ha ocurrido antes. Empero, por eso no es apenas un producto determinado por lo acontecido antes. Sin embargo, las decisiones se toman en el contexto originado por lo que ocurrió antes y no son explicables sin tomar en cuenta los resultados de lo que se había hecho.

Esa es la historia en la cual vivimos. No obstante, hay una historia que es la historia de esta historia. El historiador Ranke decía que cada generación humana escribe su propia historia. Eso es cierto. Pero, ¿qué es lo que cambia, la opinión acerca de la historia o la historia? En el primer caso, hay una historia fija que como historia es una esencia que no cambia y sobre la cual podemos tener diferentes opiniones. En el segundo caso, para cada generación la historia es otra, sin que exista una historia fijada alguna vez, esencial, respecto a la cual se mide lo que pensamos de la historia. En el segundo caso no tenemos historia, somos historia. Al cambiar nosotros, cambiamos la historia. Entonces, la historia de una generación no es más verdadera que la de otra generación. Esto no es un relativismo de opiniones sobre la historia, en cuanto es la historia la que cambia. Cada generación tiene una historia diferente que la otra, y todas estas historias son objetivamente válidas.

¿Cómo es posible esto? […] El conjunto histórico en el curso de la historia se desarrolla alrededor de hechos desnudos. Sin embargo eso no implica arbitrariedad. Objetivamente el conjunto histórico cambia en el curso de la historia. Cada nueva generación tiene otra historia y por eso escribe de nuevo la historia. No la escribe a su antojo. Objetivamente escribe una historia que ha cambiado y que ahora es otra”[5].

Tomemos como ejemplo a los jóvenes soldados estadounidenses enviados a las recientes invasiones de Afganistán o Irak. No solo es que esto ha pasado antes —la historia de occidente sería totalmente incomprensible si ignoramos los millones de jóvenes sacrificados en los altares de las guerras—, sino que lo sucedido “ahora” tiene antecedentes. Un antecedente no es simplemente algo que pasó antes, es también aquello que, habiendo pasado antes, explica por qué ahora vuelve a suceder. Los jóvenes enviados a morir no son la excepción sino la regla, son parte constitutiva de nuestra “condición occidental”, como lo han señalado desde hace algunos años Gianni Vattimo —“Nuestra civilización está fundada en las masacres”[6]— y también Franz Hinkelammert —“La modernidad ha sido criminalidad”[7]—.

Es importante señalar que esos asesinatos del pasado no son “la causa” de lo que sucede ahora. No se trata de una relación causa-efecto. Más bien, pienso que la política que envía a los jóvenes “al frente de guerra” es una pieza más dentro de un esquema de justificación que está en la base de nuestra civilización. Sin embargo, no hay que limitarse a señalar que para entender lo que nos sucede ahora debemos recurrir a sus antecedentes; hay que agregar que dichos antecedentes no serían tales si no fuera porque los interpretamos desde nuestro ahora[8]. Esto último es esencial para entender por qué debemos analizar críticamente nuestros mitos. Hinkelammert lo expresa de la siguiente forma:

“Lo que pasa con el conjunto de la historia, pasa, por supuesto, con los textos míticos en la historia. Hay mitos fundantes de las culturas, quizás mitos que fundan todas las culturas y que aparecen en las diversas culturas como variaciones. Una vez escritos, estos mitos son hechos desnudos que no cambian en la historia. Con todo, como hechos desnudos no tienen significado, son simples hechos físicos. Sobre estos mitos en cada momento de la historia hay varias interpretaciones, que por la ambivalencia de los textos siempre son posibles. Estas interpretaciones hacen la historia de las interpretaciones de los mitos.

No obstante, en el desarrollo de la historia cambian los significados de los mitos hacia los cuales se dirigen las interpretaciones. Estas no se dirigen, y no se pueden dirigir, a textos desnudos, sino únicamente a textos con significado. Ya al conocerlos, uno los lee como textos con significado, para interpretarlos.

Aun así, este significado cambia con la historia. Este cambio no puede ser del texto, pues como texto escrito no puede ser cambiado. Pero tampoco es reducible a cambios del significado de las palabras, que desde luego tienen un gran papel. Al desarrollarse la historia, se desarrollan las mismas situaciones históricas en el contexto de las cuales los textos de los mitos son planteados.

No se trata de cambios intencionales, sino de cambios que ocurren sin que haya intención. Ir al contexto histórico dentro del cual los mitos han sido desarrollados, no nos da una verdad del texto fijada de una vez, porque este contexto histórico también cambia con el curso de la historia”[9].

No leemos los textos “del pasado” porque lo antiguo “ilumine” nuestro presente o algo así. Más bien, aunque hayan sido escritos hace más de dos mil años, los textos que leemos ya no son textos del pasado. Al cambiar la historia convirtiéndose en nuestra historia, los relatos antiguos solo cobran sentido si consideramos la manera como se ha desarrollado y transformado su significado a lo largo del tiempo y de sus diversas interpretaciones. Podemos remitir a datos arqueológicos o históricos, pero no podemos hacerlo sin asumir antes la condición histórica que nos ancla en nuestra época. En este sentido, los textos míticos fundantes no remiten a un origen sino a dos: uno que es sincrónico a la redacción del texto y otro constituido por nuestra propia historia. Solo la combinación de ambos orígenes producirá un significado que pueda estar a nuestro alcance.

Si propongo profundizar en la sacrificialidad contemporánea analizando la historia de Antígona, no es porque nuestro contexto sea el mismo que el de la Atenas de Sófocles, ni porque lo que nos sucede ahora sea el resultado de lo que hiciera Creonte. Como señalé antes, no es un asunto de causas y efectos, sino que es imposible comprender a profundidad los hechos que nos importan si no caemos en la cuenta de que, más que vivir en la historia, nuestra vida transcurre históricamente[10]. Siempre analizamos lo que nos sucede desde una perspectiva histórica, viendo tanto al pasado como hacia el futuro, para encontrar claves, pautas, fuentes. Pero estas fuentes no hacen sino reflejar lo que somos. Más que ser “telescopios” para observar de lejos acontecimientos perdidos en el pasado o esperanzas futuras, los mitos fundantes son espejos que nos devuelven nuestra mirada[11].

Los mitos del sacrificio necesario, el sacrificio no necesario y el no-sacrificio

Las “tragedias” de Ifigenia y Antígona son bastante conocidas y han sido estudiadas a lo largo de la historia occidental. Han sucumbido a sus encantos poetas como Goethe y Hölderling, y filósofos como Hegel y Kierkegaard. A la fecha, tenemos acceso a innumerables versiones teatrales y variaciones de los relatos originales griegos. En el caso de Ifigenia, me referiré, fundamentalmente, a una de las versiones de Eurípides —Ifigenia en Áulide—, recurriendo eventualmente a otras, como la de Esquilo —Agamenón—. Para Antígona, aludiré esencialmente al texto de Sófocles, aunque también recurriré a otras fuentes (Las fenicias, Los siete contra Tebas, etc.).

Como sabemos, Ifigenia es la hija del rey griego Agamenón, ofrecida por este en sacrificio a la diosa Ártemis, para compensar una afrenta a la misma y que así le permita zarpar a conquistar Troya. Franz Hinkelammert ha mostrado detalladamente cómo esta historia ayuda a comprender el mecanismo occidental de sometimiento de la subjetividad humana al imperio de una ley absoluta. La original rebeldía de Ifigenia es transformada inicialmente en locura, para luego convertirse en aceptación “racional” de la ley sacrificial —mientras la irracionalidad es desplazada hacia su madre, Clitemnestra—. El sacrificio se presenta como un acto necesario para los fines legítimos de la guerra y la conquista, y en torno a esta idea se construye el personaje de la joven que —en la versión de Esquilo— lucha y se resiste, cayendo en la locura, o —según Eurípides— se expresa “racionalmente” y admite su condición de víctima necesaria.

Por su parte, la tragedia de Antígona resulta de su oposición a la ley de Creonte, quien no permite que dé sepultura a su hermano, Polinices. Siendo ya bastante trágico que este muriera luchando contra su otro hermano, Eteocles, la joven es condenada a morir encerrada en una tumba, por desobedecer al tirano. La narración de Sófocles reconoce la lógica retributiva de esa ley y sus consecuencias para los jóvenes —Polinices era uno de los que habían atacado la ciudad de Tebas, mientras que Eteocles luchó contra él para defenderla—, pero también nos muestra la indignación ante el sacrilegio que se comete en aras del cumplimiento de lo ordenado por el tirano: Antígona defiende su intención de sepultar a su hermano porque obedece a una ley superior.

En este sentido nos encontramos con una crítica de la ley que podría ser el “germen” de otra más radical, pero que solo podemos atisbar en la lejanía, ya que para Antígona una ley (del tirano) es cuestionada en función de nuestra obligación con otra (la ley sagrada): la rebeldía de la joven se sostiene en la lógica de la dominación que remite a leyes divinas y en la referencia a su sangre, a su familia, un tema recurrente entre los poetas trágicos griegos:

“MACARIA. — […] Del modo más hermoso será lo justo. Pues no vacilé en entregarme por vosotros, sino que morí en bien de mi estirpe. Esos honores serán mis bienes, a cambio de hijos y virginidad, si es que existe algo bajo tierra” (Eurípides, Los Heraclidas 590-594, p. 734)[12].

Así como Macaria — la no muy afortunada hija de Heracles[13]—, Antígona se sacrifica por su sangre. Es cierto que al hacerlo se opone también a la lógica sacrificial del tirano, pero su rebeldía no alcanza a romper el círculo de sacrificios que estamos llamados a cumplir. La sangre siempre es derramada en función de algo superior:

“SERVIDOR. — […] Y los adivinos, tras haber comprendido que no se efectuaba la reconciliación mediante combate singular, inmolaban la víctima [Macaria], no se retrasaban, sino que, al momento, hicieron salir sangre propicia de garganta humana” (Eurípides, Los Heraclidas 819-823, p. 739)[14].

Hay gestos de Antígona que se aproximan a los de Macaria, pero también los hay que la alejan de ella, significativamente. La joven hija de Edipo no camina resignada como oveja al matadero, sino que se rebela, discute, argumenta y demuestra una fuerza como ninguna. Antígona asume la sacrificialidad, pero no de una manera pasiva y resignada, sino como el objeto a vencer, el enemigo en una lucha que debe emprenderse hasta las últimas consecuencias, aun si están marcadas por el signo del fracaso. Antígona descubre la clave para romper con el círculo sacrificial, aunque no posea los medios teóricos y prácticos necesarios para llevarlo a cabo hasta sus últimas consecuencias. Esa clave es la crítica de la necesidad del sacrificio, una necesidad equivalente a la negación de la subjetividad.

¿Qué quiere decir que el sacrificio sea necesario? Básicamente, que se realiza en función de un “fin mayor” y a través de un mecanismo —un ritual, una fórmula, una hazaña— que impone su lógica, garantizando supuestamente el “éxito” de la empresa y aplastando a los sujetos en aras del cumplimiento de la exigencia absoluta. La necesidad del sacrificio se justifica apelando a un compromiso ineludible con lo posible, que coincide sin excepción con el orden social establecido. Antígona se opone a esta lógica, volcando su cerebro y corazón en favor de los caminos alternos, imposibles, y negando el carácter necesario del sacrificio. En ese sentido, Antígona afirma su libertad, no como su hermana Ismene, quien la conmina a ser prudente, razonable y aceptar la ley de Creonte. El constante ruego de Ismene es que se convierta en cómplice del automatismo sacrificial, esto es, que los hombres (y las mujeres) no pueden tomar en sus manos las decisiones sobre la vida y la muerte, sino que deben rendirse ante la orden que garantiza el orden social. A este automatismo apelan constantemente los héroes griegos y es el que habla en las palabras del Rey-Padre-Sacrificador:

“AGAMENÓN. — […] Un arrebato de pasión ha hecho enloquecer al ejército de los helenos por ir por mar cuanto antes a territorio bárbaro y poner fin a los raptos de esposas helenas. Matarán a las hijas que tengo en Argos, y a vosotros, y a mí, si no observo los oráculos de la diosa. Menelao no me tiene convertido en su esclavo, hija [Ifigenia], ni me he plegado a los designios de su voluntad, sino la Hélade, en cuyo provecho debo, tanto si quiero como si no, sacrificarte. Nosotros somos inferiores a esta circunstancia. Lo cierto es que, en la medida en que de ti o de mí dependa, hija, ella [Helena] tiene que ser libre y los lechos helenos no deben ser despojados por los bárbaros a la fuerza” (Eurípides, Ifigenia en Áulide 1264-1275, p. 782).

Nada más lejos de Antígona que la lógica perversa detrás del sacrificio de Ifigenia. Puede sacrificarse por su hermano, o puede sacrificar algo legítimo —su vida, sus hijos— por otro objetivo preferible —la fidelidad a su hermano, la observancia de la ley sagrada—, pero en ambos casos se trata de una decisión subjetiva. Estrictamente hablando, no es de estos sacrificios de los que se trata la sacrificialidad. La misma Antígona es expresión de un tipo de sacrificio no necesario, en el sentido en que se opone al automatismo de una ley injusta, aunque reconoce siempre que habría otra ley superior —suprema— a la que hay que sacrificarse, pero que es asumida desde su subjetividad, desde la esperanza de que pueda existir una ventana a lo imposible, a lo alternativo. En ese sentido, el sacrificio de Antígona es transgresor, porque se manifiesta ante nuestros ojos como decisión suya.

No obstante, este sendero abierto por el sacrificio no necesario sería radicalizado en la historia paradigmática de otra tradición cultural: el no-sacrificio de Isaac. Narrada en el capítulo 22 del libro del Génesis, la historia es bastante conocida: Dios le pide a Abraham que le sacrifique a su hijo, pero es Dios mismo el que interviene después para impedir el asesinato del muchacho. Como he señalado antes, Franz Hinkelammert interpreta este gesto como la verdadera naturaleza de la historia: la lección no es que debemos estar dispuestos a matar a nuestros hijos para satisfacer a Dios y probarle nuestra fidelidad, sino que solo reconocemos al verdadero Dios en aquel que ha renunciado a los sacrificios.

En tanto Abraham no mata a su hijo, no solo es que no hay sacrificio humano alguno, sino que este ha sido sustituido por una lógica totalmente opuesta a la lógica sacrificial. Abraham realiza una decisión suya —como hace también Antígona—, pero la asume sin apelar estrictamente a alguna otra ley —sagrada, “superior”—; en lugar de eso, apela al amor, al gesto compasivo de Dios. Es el no-sacrificio que encuentra su razón de ser en la promesa, rompiendo de raíz con la lógica sacrificial y poniendo la base de una manera renovada de entender aquello a lo que nos debemos: el imperativo (moral) de la compasión que nos “ordena” no matar.

Naturalmente, hay algo de “legal” en este imperativo, pero no surge de la exigencia de sacrificios, sino de su completa proscripción. Por eso es preciso señalar que el no-sacrificiode Abraham solo puede encontrar su explicación plena en la crítica paulina de la ley. Al mismo tiempo, el núcleo del mensaje cristiano-paulino no puede entenderse a cabalidad si no remite a la ley-amor-promesa abrahámica que se rebela frente a toda dominación, incluso la que proviene de los preceptos sagrados. Algo de la locura de Ifigenia —la de Esquilo, como veremos adelante— y Antígona podemos encontrar en la sabiduría de Dios reivindicada por Pablo[15]; Abraham mismo era un “loco”, por arriesgarse a ir en contra de la ley de su tierra, poniendo en riesgo su vida por resistirse a convertirse en asesino[16].

Antígona podría formar parte de esta pandilla de orates, pero su fidelidad a la ley sagrada y a su sangre la mantienen un paso atrás del universalismo paulino[17]: para el cristianismo de Pablo, el gesto subjetivo ya no exige la pertenencia a ninguna familia, raza o condición social. A mi modo de ver, y siguiendo a Hinkelammert, el auténtico sentido del no-sacrificio es inseparable de este universalismo. Anclado en la promesa, el gesto abrahámico encuentra su cumplimiento y culminación en la vida y obra de Jesús, en su resurrección[18]. En efecto, la resurrección de Jesús equivale a la ruptura de toda barrera dentro de la misma humanidad, porque:

Ya no importa el ser judío o griego, esclavo o libre, hombre o mujer; porque unidos a Cristo Jesús, todos ustedes son uno solo. Y si son de Cristo, entonces son descendientes de Abraham y herederos de las promesas que Dios le hizo”[19].

Con respecto a la Ifigenia de Eurípides o a su propia hermana Ismene, Antígona representa un paso adelante en la lucha contra los sacrificios necesarios; su historia es notable, además, porque es una mujer joven que se rebela ante las órdenes de un cruel tirano. Sin embargo, mi propuesta es que observemos también las razones por las que su gesto transgresor es insuficiente, es decir, que analicemos a qué se debe que no pueda romper completamente con el ciclo sacrificial. En cierto modo, podemos encontrar un paralelismo entre Ifigenia, Antígona y Abraham, por un lado, y lo que Franz Hinkelammert llama “factor subjetivo”, “pura interioridad del individuo” y “sujeto”, por el otro, y en el mismo orden:

“El sujeto no es el factor subjetivo de un mundo objetivo, que se desarrolla según sus propias leyes objetivas. Con eso el ser humano es entregado a las fuerzas compulsivas de los hechos: no actúa, sino que es actuado por el sistema […]

Este factor subjetivo surge de la negación del ser humano como sujeto. Un sujeto reducido al factor subjetivo no se rebela y no puede rebelarse. Puede desesperar, pero no rebelarse […]

El sujeto no puede ser este factor subjetivo, pero tampoco la pura interioridad del individuo. El sujeto consiste en trascender el individuo como un actor que calcula sus utilidades hacia el otro. El ser humano como sujeto irrumpe en los cálculos de utilidad que subyacen a todas las fuerzas compulsivas de los hechos: yo soy, si tú eres: yo vivo, si tú vives[20].

Ifigenia es la joven sometida a la lógica sacrificial en su pura expresión, lo suyo es la desesperación y la locura. Dentro de la lógica objetiva y mecánica del sacrificio, Ifigenia es un factor subjetivo más, una pieza de carne en el engranaje mortal. Por su parte, Antígona representa un gran avance, ya que su peculiar rebeldía es un esfuerzo legítimo de oponerse a la ley sacrificial, aunque su fidelidad a la ley suprema y sus lazos familiares le impidan escapar al sacrificio —no necesario, esta vez—. Antígona no consigue alcanzar una auténtica condición de sujeto en tanto su rebeldía surge de su fuero interno, sus convicciones, el amor por su sangre, pero sin que haya cabida para el movimiento subjetivo que afirma la vida de todos. Esto último lo consigue Abraham, sujeto libre que puede crear mundos nuevos, a través de su crítica radical —su negación a matar— de lo que se manifiesta como el único mundo posible —construido sobre los sacrificios necesarios—.

Ifigenia: desesperación, razón sacrificial, resistencia

Hay muchas “Ifigenias”, pero en lo que respecta a su posición frente a la sacrificialidad, hay solo dos. La historia narrada por Esquilo presenta a una joven que es la viva imagen de la impotencia, no tenemos ni una palabra suya en todo el texto, únicamente alusiones a sus ruegos, súplicas y gritos de maldición a duras penas contenidos[21]. Muy diferente será la narración de Eurípides, como ha señalado atinadamente Franz Hinkelammert[22]. El rol jugado por Agamenón mantiene cierta semejanza en ambos relatos, no así el papel que adopta Ifigenia ni “la forma” que adopta la resistencia  de Clitemnestra, ante la terrible “lógica” del sacrificio que le arrebatará a su hija.

Eurípides realiza una transformación —tanto en Ifigenia en Áulide como en Ifigenia entre los tauros—, que convierte a Ifigenia en la defensora ideológica de su propio sacrificio, mientras la locura y la hybris son remitidas a una Clitemnestra ciega, engañada por su misma torpeza o simplemente maliciosa. A la original desesperación e impotencia de la joven hija de Agamenón le suceden largos discursos de justificación de su propia muerte, convirtiéndose en figura paradigmática de la razón sacrificial. La ahora “razonable” Ifigenia no duda tampoco en conminar a su propia madre y exigirle que también ella “entre en razón”, aceptando lo inevitable:

“IFIGENIA [a Clitemnestra]. —Madre, tienes que escuchar mis palabras, pues veo que te estás enfureciendo en vano con tu esposo, y para nosotras no es fácil soportar con paciencia lo imposible. A este extranjero [Aquiles], ciertamente, es justo darle las gracias por su buena voluntad, pero también tienes que darte cuenta de este hecho: que no incurra en las iras del ejército y nosotros no logremos ningún beneficio y él se tope con una desgracia. Las ideas que me han venido a la mente mientras reflexionaba conmigo misma escúchalas, madre.

Como ya está decretado que yo muera, quiero hacerlo con nobleza, apartando a un lado de mi camino cualquier señal de bajeza. Considera conmigo ahora en este punto, madre, cuánta razón tengo. Toda la poderosa Hélade tiene su mirada en estos momentos puesta en mí. En mis manos está la oportunidad de que las naves se hagan a la mar y la completa aniquilación de los frigios, y que ya no se permita raptar en el futuro a nuestras esposas[23]fuera de la dichosa Hélade, si los bárbaros intentan hacerlo, porque van a pagar la seducción de Helena, a la que Paris raptó. Si muero, evitaré todas estas atrocidades y mi fama por haber liberado a Grecia será dichosa. Y además —¡fíjate bien!— tampoco tengo que tenerle demasiado apego a la vida, porque me pariste para el interés común de todos los helenos, y no solo para el tuyo. Si miles de guerreros armados con sus escudos y otros miles empuñando los remos, en el momento en el que la Hélade se ha visto agraviada, van a asumir el riesgo de enfrentarse a nuestros enemigos y de morir en pro de la Hélade, ¿va mi vida, que es una sola, a ser un impedimento para todos estos hechos? ¿Qué justo argumento podríamos ofrecer en contra de estas razones?

Y volvamos al punto aquel: este individuo no debe enfrentarse a todos los argivos ni morir por culpa de una mujer. Es mejor que siga contemplando la luz del día un solo hombre, solo uno, que miles de mujeres. Y si ha sido voluntad de Ártemis hacerse con mi persona, ¿he de ser yo, que soy mortal, un obstáculo a los designios de la diosa? ¡Pero si eso es imposible! Entrego mi cuerpo para bien de la Hélade. Sacrificadme, saquead Troya. Estos hechos habrán de ser los signos que mantengan mi recuerdo por largo tiempo, en calidad de hijos, boda y gloria mía. Lo natural es que los helenos impongan su poder sobre los bárbaros, y no los bárbaros, madre, sobre los helenos, pues unos son cosa servil y los otros son hombres libres” (Eurípides, Ifigenia en Áulide 1369-1400, pp. 785-786)[24].

Dos cuestiones me interesa destacar. Por una parte, la referencia a lo imposible busca trazar el límite permitido a la acción humana, que no debe contravenir ni negar la superioridad de los designios de los dioses. El pecado de Clitemnestra es su hybris, mientras su hija se cuida mucho de caer en ella, resignándose a actuar según la naturaleza de las cosas, que no es más que una justificación de la racionalidad conquistadora griega.

Por otro lado, Ifigenia es figura paradigmática del lugar que las mujeres deben ocupar en el mundo, remitiendo siempre al problema de las imposibilidades. El razonamiento de Ifigenia es, como señala Hinkelammert, un cálculo instrumental: no cuestiona la legitimidad de los fines de los dioses ni los de los conquistadores griegos, solo se enfoca en lo que a ella y su madre les está permitido hacer, dada su condición de mujeres, pero también considerando los objetivos de los guerreros. No solo se considera a las mujeres diferentes o inferiores a los hombres, sino que dicha inequidad es necesaria, viene dada por las condiciones de posibilidad de la acción social, condiciones ideologizadas, por supuesto.

Sin embargo, es preciso señalar que, en la historia de Eurípides, Ifigenia es y no es sacrificada. En el último momento, los dioses sustituyen a la muchacha por una cierva, mientras la primera es llevada a un lugar lejano y misterioso:

“MENSAJERO [a Clitemnestra]. — […] Pero de repente sucedió algo asombroso de ver. En efecto, todo el mundo había sentido con claridad el sonido del golpe, pero nadie vio qué lugar de la tierra se tragó a la muchacha. Entonces grita el sacerdote y todo el ejército respondió como un eco, al contemplar aquel inesperado portento procedente de algunos de los dioses, que ni siquiera habiéndolo presenciado sería digno de crédito. Una cierva, efectivamente, yacía entre convulsiones en el suelo, enorme y magnífica de ver, con cuya sangre había quedado rociado de arriba abajo el altar de la diosa […]

¿Veis esta víctima sacrificial, que la diosa, nos ha puesto delante de su altar, una cierva montaraz? A esta la recibe con más satisfacción que a la muchacha, a fin de no manchar el altar con su noble sangre […]

Tu hija sin duda se marchó volando en dirección a los dioses. Aparta tu pena y deja a un lado tu enfado con tu esposo. Las actuaciones de los dioses resultan imprevisibles a ojos de los mortales, pero salvan a quienes aman. Lo cierto es que este día de hoy ha visto morir y vivir a tu hija (El MENSAJERO se va).

CORIFEO. —Qué contenta estoy —déjame que te diga— al oír las palabras del mensajero. Dice que tu hija vive y que se encuentra entre los dioses.

CLITEMNESTRA. — ¡Oh hija! ¿De cuál de los dioses te has convertido en el objeto de su rapto? ¿Cómo voy a dirigirme a ti? ¿Y cómo no afirmar que me dicen estas palabras en tono consolador, para que ponga fin a mi triste luto por ti?” (Eurípides, Ifigenia en Áulide 1582-1618, pp. 790-791)[25].

Este giro es mucho más que una simple “paradoja” o un recurso “piadoso” exigido por lo brutal del relato. Podríamos comparar el rapto de Ifigenia con otra célebre “sustitución” de una víctima sacrificial: Isaac es sustituido por una oveja, a la cual sacrifica Abraham en lugar de a su hijo. Pero hay algunas diferencias esenciales. En primer lugar, Isaac no “desaparece” ni es raptado por ningún dios, mientras que Ifigenia es apartada violentamente de los suyos. No debemos perder de vista cuál es el lugar correcto desde el que debemos analizar lo sucedido: el terrible dolor de Clitemnestra. Es su madre quien comprende el auténtico significado del sacrificio desde una perspectiva humana: su hija ya no estará con ella, ya no podrá verla jamás.

Pero es el segundo contraste el que más me interesa destacar. A diferencia de lo narrado en el libro del Génesis, Eurípides necesita crear un “mecanismo” que le permita justificar la perpetuación del sacrificio necesario, tal como lo expresará en Ifigenia entre los tauros, dondela hija de Agamenón será la encargada de sacrificar a las víctimas que los dioses dispongan, manteniéndose incólume el esquema sacrificial. Como señala Hinkelammert[26], se trata del sacrificio de quienes son vistos por ella como “sacrificadores”:

“BOYERO [a Ifigenia]. — […] Entonces, los condujimos [a Orestes y Pílades] a la presencia del soberano de esta tierra. Él, en cuanto los vio, te los ha enviado lo más rápidamente posible para su purificación y sacrificio. Tú solías formular súplicas como esta, señora, a saber, que se te enviasen víctimas extranjeras. Además, si matas a extranjeros de semejante condición, la Hélade pagará su deuda por tu muerte y expiará su culpa por aquel sacrificio en Áulide” (Eurípides, Ifigenia entre los tauros 334-339, p. 1367)[27].

Ifigenia solo puede seguir viva si se convierte en asesina, esa es la condición necesaria. Ella fue culpablemente sacrificada, pero la ley sacrificial ordena que la reparación solo pueda conseguirse mediante la realización de más —y más refinados— sacrificios. Esta es la naturaleza o razón del sacrificio, que condiciona la clase de sustitución a que será sometida la víctima: Ifigenia es sustituida para que los griegos puedan destruir Troya. Es la razón de la conquista y el exterminio. Por el contrario, el no-sacrificio y la vida de Isaac son garantía del pacto entre el Dios de la vida y el hombre que se niega a asesinar: es una promesa para todos los pueblos, más que un pacto con uno solo[28].

Ahora bien, pienso que el sacrificio de los sacrificadores cumple una función adicional, condicionando y limitando cualquier clase de resistencia que pueda surgir en el futuro. Esto queda en evidencia al analizar las palabras de la reina troyana Hécuba, quien también quiere ofrecer resistencia a la razón sacrificial, en esta ocasión por la vida de su hija, Políxena:

“HÉCUBA [a Odiseo]. — […] Y, en verdad, ¿qué artimaña tramaban al aplicar la sentencia de muerte contra esta niña [Políxena]? ¿Acaso forzoles la necesidad a matar una persona junto a la tumba, donde más bien conviene sacrificar bueyes?” (Eurípides, Hécuba 259-262, p. 962).

Siendo justos, en los relatos trágicos no solo hay desesperación o apologías del sacrificio, también encontramos expresiones de resistencia a la sacrificialidad, como en Hécuba o Clitemnestra —aunque, como veremos de inmediato, la de esta será “transformada” rápidamente en lujuria y sed de sangre—. No obstante, en las palabras de la primera podemos encontrar también los límites de esta resistencia, que no puede escapar a la razón sacrificial. La esposa de Príamo se opone al sacrificio humano, pero no a los sacrificios sin más.

Ciertamente, a diferencia del contexto hebreo y cristiano —en el que la tendencia será la gradual eliminación de toda sacrificialidad—, Hécuba parece encontrar razonables algunos sacrificios por encima de otros. Es probable que, así como Antígona, clame realmente por su sangre —la vida de su hija— y no por “las personas”; pero incluso concediendo que esto último fuera posible, lo llamativo es que piense que para situaciones diferentes se necesitan sacrificios distintos. “Donde más bien conviene sacrificar bueyes” parece apuntar, más que a una oposición radical al sacrificio humano, a lo inútil e irracional de este sacrificio que se pretende realizar —la vida de la inocente Políxena reclamada por la sombra de Aquiles—. En este sentido, vale la pena señalar que sobre esta intervención de Hécuba se han pronunciado diversos analistas, entre los que me gustaría destacar el siguiente comentario:

“Hécuba critica por su crueldad la costumbre de inmolar a los dioses seres humanos. Salvo en la Ilíada, en la que Aquiles refiere orgulloso la inmolación de doce jóvenes troyanos en honor de Patroclo sin que nadie le replique, esta antigua práctica es siempre rechazada —o al menos puesta en tela de juicio[29] en la literatura griega”[30].

No estoy de acuerdo. Sin duda podemos hallar muchos rechazos, pero bastaría con volver a las palabras de Ifigenia que cité arriba para que tomemos distancia de un juicio tan categórico. En realidad, no siempre encontramos una repulsa clara a la sacrificialidad en los textos griegos; al contrario, echamos en falta una condena tajante y radical. Sin embargo, lo que resulta más llamativo es que los comentaristas no repararan en lo que afirma la misma Hécuba casi de inmediato:

“HÉCUBA [a Odiseo]. — […] A Helena debiera reclamar [Aquiles] como sacrificio para su tumba, porque ella lo aniquiló al llevarlo a Troya” (Eurípides, Hécuba 265-266, p. 962).

A Hécuba no se le dificulta proponer otra víctima para sustituir a su hija. Vemos claramente que su oposición a los sacrificios humanos se basa en un desacuerdo con la razón que se esgrime —la venganza de Aquiles— y con quién deberá ser la víctima —una niña inocente de lo que le sucediera al héroe—, pero no porque aborrezca el sacrificio en sí. Los eventos posteriores demostrarán que, si bien no se dedicará a realizar sacrificios —como Ifigenia en la tierra de los tauros—, sí se volcará hacia la venganza y el asesinato de sus enemigos. Encontramos entonces un patrón que se repite en muchas otras figuras griegas de la resistencia a la sacrificialidad: solo se puede resistir al sacrificio reclamando más sacrificios, perpetuándose la lógica del homicidio necesario.

Motivos de mujer: Clitemnestra

Los personajes trágicos que encabezan la resistencia a los sacrificios son, casi sin excepción, mujeres. No creo que sea casualidad o algo sin importancia. Puede verse una conexión entre la hybris que socava el carácter necesario del sacrificio y muchos atributos considerados tradicionalmente como “femeninos”. De ahí el particular trabajo en que se embarcaron diversos defensores de la sacrificialidad, convirtiendo a las mujeres rebeldes en locas, lujuriosas y sanguinarias.

Franz Hinkelammert llama la atención sobre cómo Eurípides coloca a Clitemnestra en el lugar que ocupaba Ifigenia en la tragedia de Esquilo, adjudicándole un “carácter” marcado por la irracionalidad y la soberbia, que contrastan fuertemente con la razonabilidad y mesura de la “nueva Ifigenia”[31]. Sin embargo, la construcción del motivo de Clitemnestra supone más y mayores transformaciones. La comprensible indignación de la esposa de Agamenón por el sacrificio de su hija no parece ser un motivo legítimo para que lo asesine o incluso para que emita alguna queja. Por eso es convertida en una loca, no solo porque pierde la razón, sino también su “dignidad”. Clitemnestra no habría asesinado al rey para vengar a su hija, sino porque es adúltera. No en otra dirección apunta el reproche de Orestes:

“CLITEMNESTRA. — […] Cuenta, al mismo tiempo, la conducta insensata de tu padre.

ORESTES. —No reproches, en el hogar sentada, a aquel que lucha.

CLITEMNESTRA. —Es muy duro, hijo mío, para una esposa estar sin el marido.

ORESTES. —El afán del esposo las mantiene en casa vagarosas” (Esquilo, Las coéforos 918-922, p. 1110).

En absoluto estaríamos forzando el texto si leemos la última palabra como “vagabundas”, considerando al mismo tiempo el significado que suele asociársele: una vagabunda es aquella que busca satisfacer sus deseos sexuales con quien sea, no necesaria ni principalmente con su esposo. Si bien Orestes insinúa mucho más que simple holgazanería, tampoco podemos ignorar que la conexión entre esta y la conducta lasciva es una creencia bastante antigua.

¿Qué vuelve tan difícil considerar el sacrificio de Ifigenia como la verdadera razón del asesinato de Agamenón? Es significativo que los editores del Agamenón, de Esquilo, se refieran a las razones de Clitemnestra como “insoportablemente nimias”:

“No vamos a negar aquí lo que apuntan todas las ediciones,a saber, que si el título de una pieza está en relación con el personaje directamente implicado en la acción, entonces esta obra no debería llamarse Agamenón, sino Clitemnestra;es cierto que Agamenón es mucho más que el rey de Micenas y el marido de Clitemnestra: representa al soberano y al guerrero griego vencedor tras largos años de lucha contra el bárbaro. Desde ese punto de vista, su muerte es mucho más significativa que su vida, pues cobra rango de atentado contra el nacionalismo griego, ese nacionalismo que Esquilo esboza en cada una de sus obras, desde Los persas hasta la trilogía que marca el nacimiento de la justicia en la Orestía. Por todo ello, las razones que esgrime Clitemnestra para justificarse se nos antojan insoportablemente nimias, de orden local o sentimental: los ya antiguos crímenes de Atreo y el sacrificio de Ifigenia. A pesar de lo cual, es esta mujer con corazón de hombre el auténtico motor de la acción”[32].

Es difícil encontrar en otro sitio todos los elementos mediante los que se consuma la transformación de los motivos de Clitemnestra. Inicialmente, el comentarista reafirma el estatus moral de Agamenón, representante del orden civilizatorio que se impone a sangre y fuego. Con semejante introducción no le será difícil sostener que, si nos tomamos en serio los motivos de la madre de Ifigenia, estaríamos cayendo en lo vulgar y contingente. Queda claro que sigue siendo esencial para nuestra concepción de la historia considerar poco importante los sacrificios de niñas inocentes. No obstante, su conclusión es lo que hacía falta para completar la transformación: la hybris de Clitemnestra se origina en ese corazón de hombre que lleva dentro, el cual explica no solo su sed de venganza y sus motivos lujuriosos, sino también su condición de monstruo. ¿Qué otra cosa podría ser una mujer con corazón de hombre? Es la acusación típica que se dirige contra las mujeres rebeldes: al pretender asumir su subjetividad, actúan en contra del orden natural, una condición que solo pertenece a los hombres. 

Hay que destacar, sin embargo, que ya en la Grecia antigua surgieron voces críticas de la ideologización que estoy describiendo. Una de estas voces se escucha en las odas de Píndaro, quien tomó distancia de la mistificada historia construida alrededor del gesto rebelde de la madre de Ifigenia:

“A este [Orestes], en pleno asesinato de su padre, su nodriza Arsínoe lo

arrancó

de las crueles manos de Clitemnestra,

librándole así de una trampa funesta,

cuando a la hija del dardánida Príamo,

a Casandra, con la blanca espada, en compañía del alma

de Agamenón, la estaba enviando a la sombría ribera del

Aqueronte

la cruel mujer. ¿Acaso Ifigenia, a orillas del Euripo

degollada, lejos de su patria,

la irritó hasta el punto de suscitar la cólera de su pesada

mano?

¿O bien, sometida a otro lecho,

nocturnas coyundas la hicieron desvariar? Este es para las

esposas jóvenes

el pecado más deplorable e imposible de ocultar

a las habladurías ajenas.

Maledicentes son los conciudadanos.

La prosperidad sustenta una envidia en nada inferior:

quien alienta infames pasiones rezonga a escondidas” (Píndaro, Pítica XI, 15-30, pp. 231-232)[33].

Píndaro no es ingenuo, conoce las habladurías y el mecanismo que echa mano de ellas para pervertir el sentido de las cosas. Solo irónicamente puede interpretarse la retórica pregunta acerca de la “irritación” que pudo haberle causado a Clitemnestra el sacrificio de su hija. Él sabe bien que se tenderá a buscar alguna otra explicación a la crueldad de la mujer y no se tardará en encontrar un motivo clásicamente patriarcal: Clitemnestra encontró la locura —su histeria— en el frenesí sexual de su adulterio y eso hizo surgir en ella la conducta sanguinaria. La efectividad de este tipo de interpretación es considerable, a tal punto que no serán pocos los relatos en los que solo habrá cabida para este motivo. Pero no nos equivoquemos, Píndaro no cae en la trampa, como señala el editor Emilio Suárez de la Torre:

“El peso material del crimen se descarga aquí sobre Clitemnestra. En efecto, Píndaro parece inclinarse por una justificación de la conducta de Clitemnestra a causa de la muerte de Ifigenia (como sacrificio propiciatorio para la expedición griega) en Áulide, ya que la alternativa del adulterio le conduce a una reflexión sobre la maledicencia. De esta forma ‘justifica’, en la medida en que ello es posible, esta acción”[34].

El sentido trágico de las acciones de Clitemnestra no se le escapa a Píndaro, sin duda, pero también se resiste a la versión que sostiene que la reina únicamente actúa en función de la pasión que siente por su amante. No hay que hacer caso de las habladurías ni de las simplificaciones, parece que eso nos quiere decir el poeta. Pero hay algo más: debemos tomar en serio a esta mujer, no se trata de un acto irracional sin más, hay una explicación para su crueldad. Incluso si rechazamos los asesinatos cometidos, estos tienen un sentido muy importante, precisamente aquel que algunos pretendieron oscurecer inventando motivos “carnales”. Es otra “carnalidad” la que movió a esta mujer: el amor por su hija y el deseo de que su sufrimiento recibiera un justo castigo. Clitemnestra se rebeló contra una lógica sacrificial injusta y actuó en consecuencia. Estemos o no de acuerdo con esta justificación, sus motivos dejan de ser los propios de una desquiciada o histérica. Para Píndaro, es cierto que se trata de una mujer, pero eso no debe impedir que la tomemos en serio.

Antígona: locura divina

Una locura de otro tipo habita en Antígona: la rebeldía ante la ley que ordena los sacrificios necesarios. Frente a las órdenes del monarca, la joven habla y actúa por sí misma, pero también en nombre de los dioses que ordenan cumplir con los ritos funerarios (de su hermano). Pero esta es una orden que choca con el mandato de otros dioses, los de la ciudad (el Estado), instaurándose entonces la loca rebeldía de Antígona en el centro mismo de una verdadera lucha de los dioses. En efecto, incluso el legalismo de Creonte está lejos de ser una mera máscara de su tiranía, representando por el contrario las leyes de aquellos “otros dioses”, y es contra ellas que se enfrenta la joven, trayendo a un primer plano de obligatoriedad una ley “más antigua” y, por ende, superior.

Esta interpretación no es totalmente ajena a los análisis de quienes comprendieron la enorme importancia de Antígona en una época de transformación de los valores, como lo fue el advenimiento de la era moderna. Me refiero a la evolución y reapropiación del mito sacrificial dentro de la modernidad. El crítico y escritor George Steiner —a quien referiré en múltiples ocasiones— señala claramente el gran interés que despertó la obra a finales del siglo XVIII y durante todo el siglo XIX, en personajes como Hegel, Kierkegaard y Hölderlin[35]. Antígona narra la tragedia de la terrible escisión moral que caracteriza la llegada de los nuevos valores y de las leyes que los acompañan. Los editores del texto de Sófocles lo señalan con mayor precisión:

“La obra [Antígona] ha sido interpretada desde F. Hegel como la oposición entre dos derechos igualmente válidos, el de la familia y el del Estado, representados por Antígona y Creonte”[36].

La joven hija de Edipo es presentada como “una loca” porque enfrenta hasta las últimas consecuencias a la ley que se hace acompañar del poder fáctico. Al oponerse a Creonte, su locura podría explicar su insensatez. Pero al mismo tiempo, Antígona cumple con su papel de oráculo,capaz de hablar por los dioses y ver donde otros no ven, indicando el camino correcto:

“ISMENE. —Pero ¡cómo! ¿Es que se te ha ocurrido pensar enterrarlo cuando es cosa denegada a la ciudad?

ANTÍGONA. —Sí, porque se trata de mi hermano, y también del tuyo aunque no quieras. Pues, al enterrarlo, no resultaré convicta de haber cometido una traición” (Sófocles, Antígona 44-46, p. 527).

Antígona habla en nombre de los dioses protectores de los lazos de sangre, de la familia y las obligaciones que se contraen dentro de ella y con ella. Según la ley de estos dioses, Antígona no puede ser culpable de traición; al contrario, sí lo sería si no cumple con el ritual de darle sepultura a su hermano. Vemos que aquel “derecho de la familia” al que se alude arriba corresponde a una ley superior, que estaría por encima de la ley de Creonte. Sin embargo, en tanto también esta ley está amparada por la divinidad, la loca aventura de la joven es expresión de la lucha de los dioses. Es locura divina.

Pero la hija de Edipo no es la única participante en esa lucha. Así como Antígona, Creonte tampoco es la fuente auténtica de su respectiva interpretación de lo obligatorio, solo es un vehículo del orden divino. En línea con esto, es interesante la alusión de Slavoj Žižek al lugar que asigna Hegel al fatum dentro de la política del mundo antiguo, esto es, la creencia de que no existía una noción subjetiva de la decisión “del monarca”, ya que en última instancia tal decisión derivaba de un factor “foráneo”: oráculos o la interpretación de signos —vuelo de pájaros, entrañas de animales—[37]. Antígona no tendrá que enfrentar a un déspota sin más, sino a la lógica de una ley que ordena, de manera racional, que su hermano sea dejado sin sepultura. En la cita anterior, las palabras de Ismene no son solo fruto del miedo o de resignación ante el poder, también expresan la comprensión de una lógica implacable, pero lógica al fin.

En este mismo sentido, George Steiner llama la atención sobre la lectura de Antígona que hace Hegel, en sus Lecciones sobre filosofía de la religión[38]: es necesario que Creonte no sea un tirano, ya que, si así lo fuera, tanto el relato como el desafío que enfrenta la joven perderían su “cualidad trágica”. El verdadero oponente de Antígona no puede ser la pura arbitrariedad[39]. Pero en absoluto se trata de un tema libre de controversia. Una postura opuesta la encontramos en Goethe, quien, por el contrario, considerará a Creonte como el artífice de “un crimen político” (Staatsverbrechen), originado en su odio a Polinices y la ceguera correspondiente[40].

A mi modo de ver, y siguiendo siempre a Steiner, pienso que Hölderlin está mejor encaminado al identificar a Creonte con “lo formal”, con el ámbito de la ley, mientras Antígona encarnaría lo “informe”, lo “sin ley”[41]. Aunque, en realidad, más que tratarse de una oposición entre la ley y su ausencia, estamos ante la crítica de la ley del Estado en nombre de una ley superior o de una opción religiosa que pretende ser más radical que los mismos dioses. Para el poeta, Antígona encarna el Antitheos, la “polémica” con los dioses: ella es la hereje que hace reaccionar a la divinidad, exigiéndole que acuda a reestablecer el orden del mundo, donde parece imperar el caos y la impiedad. En cierto modo, en esta “divina insensata” vemos una vez más la expresión de la hybris y el rostro de un ser monstruoso, como lógicamente correspondería a quien pretende plantarse “de tú a tú” con la divinidad. Sin embargo, esta hybris es ahora apreciada y considerada como una respuesta —trágica, pero necesaria— al terrible pecado de Creonte. Como portadora de la hybris, a Antígona le espera un final terrible. Pero en el mundo que vio su hazaña las cosas no podrán seguir siendo como hasta entonces[42].

No estamos obligados a seguir en todo la interpretación de Hölderlin, pero sí es fundamental señalar que el carácter transgresor de Antígona no solo conmueve los cimentos de la ciudad, sino que pretende restituir a su debido lugar las mismas bases del cosmos. En este sentido, cumple con una misión divina —cósmica— que, paradójicamente, justifica apelando una y otra vez a un requerimiento plenamente humano: la necesidad de cumplir con la obligación debida a su propia sangre.

Heroína cósmica y hermana carnal

Antes de la pieza homónima de Sófocles, la tragedia de Antígona había hecho su aparición en otras obras de Esquilo y Eurípides. El siguiente fragmento de este último es notable, porque muestra claramente el carácter de la afrenta que la joven tiene que soportar y el del sacrificio que estará dispuesta a cumplir:

“ANTÍGONA. — […] (A Creonte) Ahora, en cambio, a ti te pregunto, a mi recién proclamado rey. ¿Por qué sometes a mi padre al ultraje de desterrarlo lejos del país? ¿Por qué proclamas una ley contra un desdichado cadáver [el de Polinices]? […]

CREONTE. — ¿Y qué? ¿No se ajusta a derecho que este sea entregado a los perros?

ANTÍGONA. —No, porque le estáis exigiendo una pena que no es legal […]

¿Qué delito ha cometido, si venía a recuperar su parte del país? […]

CREONTE. —La divinidad lo ha decretado, muchacha, aunque tú no lo quieras.

ANTÍGONA. —También esto está decretado: no someter a ultrajes a los cadáveres” (Eurípides, Las fenicias 1643-1665, pp. 516-517)[43].

Dos elementos quiero destacar. En primer lugar, Antígona se rebela contra las leyes del tirano que se dirigen en contra de su linaje —el destierro de su padre y la profanación del cadáver de su hermano—. Hay un nexo inquebrantable entre su fuerza arrolladora y el hecho de que salga en defensa de su familia. No puede ser de otra manera. Pero esto también está relacionado con un segundo aspecto esencial: la joven se ampara en las leyes de los dioses, leyes anteriores y más fundamentales que las aludidas por Creonte. Los decretos de estos “dioses de la ciudad” pasan por alto el carácter sagrado de los lazos familiares y las obligaciones que nos imponen, pero esto parece no importarle en absoluto al rey tebano. Sus razones son “políticas”, en el sentido en que son razón de Estado:

“CREONTE. — […] También a todo aquel que considera a un amigo más importante que a la propia patria, a ese no lo tengo en cuenta en parte alguna” (Sófocles, Antígona 180-182, p. 531).

La crítica que dirige Sófocles contra la figura de Creonte no es un cuestionamiento a las leyes de la polis, sino la observación de que a estas leyes les anteceden otras y que irrespetar estas últimas conlleva una terrible maldición. Creonte no sabe realmente lo que tiene entre manos: las implicaciones de sus medidas contra el linaje de Edipo no solo sepultan las esperanzas de la familia de este; tampoco son acciones que simplemente tienen como resultado impedir que le arrebaten su trono. El usurpador insiste en unas decisiones que terminan por socavar profundamente el orden mismo del mundo. Y como he señalado antes, esas decisiones no surgen meramente del odio a sus enemigos o de algún ciego afán por perpetuarse en el poder, sino como consecuencia de leyes políticamente razonables, que tienen una “sobrecogedora actualidad”:

“Creonte no ha cometido un crimen local, limitado, por salvaje que ese crimen sea. Ha invertido, de una manera que no parece posible para un hombre mortal, la cosmología de la vida y de la muerte. Ha convertido la vida en muerte en vida y la muerte en una perdurabilidad orgánica impura. Antígona ha de ‘vivir muerta’ bajo la tierra; Polinices ha de estar ‘muerto vivo’ arriba. La rueda del ser ha completado obscenamente todo el círculo […] Estar vivo es ver el sol y ser visto por el sol; los dioses de los muertos carecen de luz. Y Creonte ha violado esta ecuación […]

Creo que ningún poeta o pensador ha logrado una expresión más grande, más comprensiva del ‘crimen contra la vida’[44]. Nadie encontró una imagen más perfecta del continuo que va del mal individual al mal cósmico […]

La visión de Tiresias (de Sófocles) de la inversión del mundo de los vivos y del mundo de los muertos ha cobrado hoy para nosotros una sobrecogedora actualidad. Se trata de la clara descripción de un planeta en el que las matanzas o las guerras nucleares dejan innumerables cadáveres insepultos y en cuyos refugios subterráneos, cavernas o catacumbas, los vivos aguardan en las tinieblas su fin […] perspectivas de la muerte en vida y de la vida en la muerte que ahora se abren ante la humanidad. Y son esas perspectivas mismas, el asesinato de la vida por obra de medidas políticas de los vivos, medidas que, como las de Creonte, tienen indudablemente pretensiones de dignidad y racionalidad, las que enuncia Tiresias. Lo que dice el adivino conviene tanto a nuestra condición que niega toda distancia entre nosotros y el texto griego. La plena significación de los actos (errores) de Creonte se nos impone como a ningún otro espectador o lector anterior a nuestros actuales peligros. No es ‘la luz’ lo que (para invertir una imagen contenida en las imitaciones de la Ilíadade Christopher Logue) ‘nos grita a través de tres mil años’, es la oscuridad”[45].

Dado que Creonte invierte el orden natural —y divino— del mundo, al provocar ese intercambio horroroso entre el mundo de los vivos y de los muertos, su antagonista, Antígona, es mucho más que la vengadora de su hermano o de su linaje, es una heroína cósmica, su gesto puede verse como el acto sacrificial que puede “restaurar el misterio de simetría en el ser mortal”[46]. Antígona procede primero con la palabra y la acción rebelde —sus discusiones con Creonte, la desobediencia de sus leyes—, y su fracaso la empuja al sacrificio que asume con heroísmo. Su muerte es, en realidad, un gesto radicalmente conservador, un sacrificio en aras de la restitución del orden, aun si pone en peligro el gobierno que ejerce Creonte sobre Tebas.

Steiner también acierta en su mención de la actualidad del mito. Recientemente pudimos observar algunas célebres “disputas sobre cadáveres”, que expresan cómo obedecen más a una lógica cercana a la realpolitik que a rumores atávicos o mera locura. Pienso, por ejemplo, en la parafernalia mediática montada alrededor del cuerpo de Muamar el  Gadafi, el derrocado y asesinado presidente libio, y la disputa política sobre cómo y dónde debía ser enterrado. También está el caso del (supuesto) cadáver de Osama bin Laden y las oscuras versiones sobre su “sepultura en el océano”. El entierro largamente postergado y la evidente profanación del cadáver del primero, y la negación de una auténtica sepultura del segundo, pueden verse como una especie de uso político de la inversión del orden, similar al que denuncia Antígona. ¿No podría aplicarse a Gadafi y sus seguidores, así como a bin Laden y sus talibanes, lo de “innumerables cadáveres insepultos y en cuyos refugios subterráneos, cavernas o catacumbas, los vivos aguardan en las tinieblas su fin”? ¿No es ese el destino o muy probable final de quienes osan desafiar al orden mundial contemporáneo, es decir, el impuesto por Estados Unidos de América, la OTAN y sus aliados?

Ahora bien, es preciso volver a la otra vertiente de este heroísmo de Antígona, que busca restituir el orden del mundo honrando sus deberes con su hermano, con su sangre. Efectivamente, la joven tiene claro el carácter único de su gesto, tanto porque es algo que solo ella puede hacer, como en cuanto solo lo puede hacer por él. Para Antígona, el valor de su gesto viene dado por el estatus de hermano que hace única a esa persona y este no es transferible a cualquier otro ser humano. No hay que equivocarse en esto: Polinices no es de ninguna manera un “hermano metafórico”, sino hermano carnal:

“ANTÍGONA. — […] Polinices, por recubrir tu cadáver, mira lo que consigo. Y sin embargo, a juicio de los inteligentes, no hice otra cosa que tributarte las honras debidas. Pues ni aunque se hubiera tratado de unos hijos nacidos de mí, ni de un marido, que, muertos, se estuvieran descomponiendo, jamás habría arrostrado esta prueba llevando la contra a mis conciudadanos. Pues bien, ¿en gracia a qué ley me expreso así? Simplemente porque marido, muerto uno, otro habría, y un hijo de otro hombre si hubiera perdido al primero. Pero, ocultos en el Hades madre y padre, no hay hermano alguno que pueda retornar jamás” (Sófocles, Antígona 902-912, p. 552)[47].

No se trataba de uno cualquiera, sino de su propio hermano. Antígona quiere dejar claro el valor que tiene su hermano para ella, pero no como un capricho, sino porque así lo manda una ley. Esta expresa la más patente fatalidad en que consiste la muerte del hermano, sangre de su sangre insustituible. Ir en contra de esa ley solo puede acarrear muchas más desgracias, como pronto se dará cuenta el mismo Creonte:

“TIRESIAS [a Creonte]. — […] Y esto es una enfermedad que padece la ciudad por tu particular manera de interpretar las cosas, pues los altares y lares permanecen repletos con todas sus ofrendas por culpa de haber devorado aves y perros al desdichado hijo de Edipo que cayó en combate” (Sófocles, Antígona 1015-1020, p. 555)[48].

La tensión entre, por un lado, la ley de los dioses que manda honrar los cadáveres y, por el otro, el linaje al que pertenece el muerto, es evidente en las palabras de Tiresias, el adivino ciego (¡y vidente!). Pero este no busca trazar “una línea entre la realeza y la plebe” o algo parecido, sino recordarle a Creonte que él también tiene un hijo, Hemón, el cual luego llegaría a ser el instrumento de la retribución por sus crímenes contra los dioses infernales:

“TIRESIAS. —En fin, tienes que saber, pero que muy bien, que ya no pasarás muchas revoluciones consecutivas del sol sin que dentro de este breve plazo de tiempo no hayas permutado tú mismo a uno, fruto de tus propias entrañas, ya cadáver, en compensación de otros cadáveres, por cuanto, por un lado, has arrojado abajo a una persona propiedad de los dioses de arriba y has enterrado su vida indignamente dentro de un sepulcro, y, por otro, mantienes aquí, por el contrario, un cadáver propiedad de los dioses de abajo, expoliado en sus derechos, exento de honras fúnebres, execrado. Dioses infernales[49] sobre los que ni tú ni los dioses de arriba tenéis competencia y, sin embargo, sufren por ti este acto de fuerza” (Sófocles, Antígona 1064-1074, p. 556)[50].

La lucha entre los dioses de arriba —los que honra Creonte— y los de abajo —los que guían la lengua y la mano de Antígona— sería incomprensible sin la inclusión de la tensión entre las leyes de la razón de Estado y las leyes de la sangre. Estas palabras de Tiresias no dejan ninguna duda del papel que juega la divinidad en todo esto, pero también vuelven una vez más sobre los lazos de sangre que son la fuente del heroísmo de Antígona y el instrumento para la retribución de Creonte. Ir contra las leyes que protegen los lazos familiares no es solo optar por unos dioses en lugar de otros, sino atentar contra las bases mismas de la realidad. Quien insista en hacerlo de todas maneras, solo podrá acarrear la desgracia sobre sí mismo y quienes le rodean. Antígona es, entonces, la figura de la ley divina que se constituye como criterio para la evaluación de las leyes humanas —aun si se pretenden amparar en alguna otra divinidad—. Hasta qué punto todo esto supuso un claro planteamiento político lo demuestra la enorme  popularidad y el éxito que obtuvo Sófocles, gracias a esta tragedia:

“Según un texto antiguo, los atenienses eligieron a Sófocles general de la flota que sofocó la revuelta de la isla aliada de Samos por el prestigio conseguido gracias a Antígona[51].

No menos ilustrativo es el hecho de que —en otra versión del mito, y en un momento de la trama anterior a la confrontación con Antígona— Creonte sea presentado como alguien reducido a una triste y derrotada figura, sufriendo por la muerte de su hijo Meneceo y dispuesto a honrar su cadáver, tal como mandan los dioses subterráneos que más adelante despreciará y a los que dará la espalda. Él no llegará fácil ni felizmente a esa posición, ha sufrido mucho en su propia carne y sangre:

“CREONTE. — […] He venido aquí, con todo lo viejo que soy, a buscar a mi anciana hermana, a Yocasta, para que lave y amortaje a mi hijo [Meneceo], que ya no vive, pues es preciso que quien no ha muerto dé culto al dios subterráneo rindiendo los debidos honores a los muertos” (Eurípides, Las fenicias 1318-1322, p. 508).

En realidad, lo trágico no solo se explica porque Creonte perdiera su linaje —recordemos que su hijo Hemón también perderá la vida— o porque se enfrentara a Antígona movido por las fuerzas divinas que actuaban a través de él. Sin duda es algo importante, pero es preciso reconocer también la parcial legitimidad de la posición que Creonte defiende y le lleva a perderlo todo. La lucha de los dioses toma posesión de su vida y su integridad moral como si de un campo de batalla se tratase, y ese es el sentido de la tragedia: tanto él como Antígona defienden posiciones morales fundamentales para el orden social que habitan y aman, y ambos caen víctimas de su fidelidad a la respectiva ley que quieren cumplir.

Esto no niega que, en cierto modo, quien “vence”, moralmente hablando, sea Antígona. No olvidemos que ella se rebela específicamente contra el carácter necesario de la ley que acompaña el sacrificio exigido por el tirano; Antígona lo interpela desde un marco legal distinto, pero que asume subjetivamente. Sin embargo, no duda del beneficio que obtendría el orden social si las leyes divinas fueran respetadas por encima de cualquier legalismo estatal o cálculo instrumental. Amparándose en el imperativo moral que manda honrar a los muertos —especialmente a los familiares—, la hija de Edipo se atreve a ir en contra del mecanismo legal que amenaza con aplastarlo. Y aunque muere a causa de ello, ha elegido el camino correcto:

“TESEO [al Heraldo]. — […] Estoy reclamando como un acto de justicia, sin causar daño a tu ciudad ni traer luchas homicidas, enterrar los cadáveres de los muertos[52], para preservar de este modo las leyes de todos los griegos” (Eurípides, Las suplicantes 525-527, p. 584)[53].

De diversas maneras vemos cómo se reafirma una y otra vez la superioridad moral de las leyes de los dioses subterráneos, aun cuando se trata de divinidades que en modo alguno dejan siempre claro lo que pretenden. Como veremos más adelante, que Antígona sea la heroína del mito no significa que no encarnara también un conjunto de elementos duramente censurables o impopulares entre los atenienses y los griegos en general —y en nuestras sociedades contemporáneas, sin duda—. Incluso esto podría entrar en conflicto con ciertos rasgos de las divinidades subterráneas, amén de su proverbial volubilidad: hoy te mandan hacer una cosa y luego te ordenan lo contrario o te impiden alcanzar los medios para obedecerlas. Sin embargo, es innegable la profunda atracción que ha ejercido el heroísmo de la joven a lo largo del tiempo.

Por otra parte, tampoco es raro que algunas interpretaciones del mito de Antígona tiendan a extrapolar indebidamente nuestras modernas convicciones o aspiraciones al escenario planteado por Sófocles. Uno de estos abusos hermenéuticos es la tendencia a interpretar Antígona como la aparición de una conciencia de “humanidad transcultural” o la asunción de la noción de derechos humanos, algo que no solo refleja una lectura apresurada de los textos y la casi nula importancia que se le da al contexto de la Atenas del siglo V. a.C., sino que también revela un intento desesperado por encontrar “respuesta” en unos “griegos” apresuradamente modernizados (y occidentalizados), cuando quizás deberíamos ver en otra dirección:

“[Hay un] sesgo que marcó una de las lecturas más difundidas de esta tragedia[54], aquella que instala el conflicto entre los derechos individuales y la ley de la ciudad. Es de destacar que en algunos casos esta lógica se fue acomodando a una equiparación que asimila lo privado a lo individual y lo público a lo social.

La marca que se detecta en esta interpretación se corresponde con la subjetividad moderna que circunscribe la argumentación del conflicto a la tensión generada por Antígona defendiendo el derecho a la tumba de su hermano Polinices. La clave está, entonces, en la argumentación, ya que si no se le da el alcance que la misma trama argumental contiene, el caso queda reducido a dos bienes enfrentados: el orden de la ciudad, planteado como público y el derecho ‘individual’ y privado de la tumba. Sin embargo, desde la perspectiva ética que intentamos introducir, la fundamentación de la defensa que realiza Antígona descansa en el valor que adquiere el ritual funerario respecto de la condición misma de humanidad, algo que trasciende lo individual y que lejos de ser privado, se sostiene en la cultura como orden público, aquello que solo puede inscribir el duelo personal en la medida que tiene una representación en el campo cultural. Cuando Antígona proclama como sustento de su acto ‘la ley de los dioses’ que anteceden a cualquier ley de la ciudad, no se refiere a valores religiosos, sino a lo que otorga condición de humanidad, el carácter simbólico de la especie, expresado en los rituales funerarios, verificable en todas las culturas[55].

No discutiré la legitimidad de querer tomar distancia con respecto a esa cesura entre privado y público a que alude la autora, pero sí es importante apuntar que tampoco es válido ver en Antígona a una defensora de “la condición misma de humanidad”. Precisamente, si nos atenemos a lo que hemos venido planteando hasta ahora, no se pueden sacar esas conclusiones. No tengo ningún problema en admitir que el relato pueda servir para reafirmar que diversas culturas poseen ritos funerarios y les conceden un lugar preeminente, moral y políticamente hablando. Pero es inaceptable que dicha “constatación transcultural” sea trasladada a la boca de la joven tebana como “lo que otorga condición de humanidad, el carácter simbólico de la especie”. En absoluto encontraremos en Antígona un discurso sobre la condición de la humanidad o nada parecido. Habría que buscar en otro sitio, específicamente en el universalismo paulino —sin que tal cosa nos ponga en línea con una interpretación restringida de lo religioso, interpretación que, me temo, sí podría estar presente en Haydeé Montesano—. Para ver con claridad lo que Antígona dice realmente, lo mejor sería que volviésemos a aquel texto de la Carta a los Gálatas que analizábamos antes[56], y lo comparamos con las palabras de Antígona que nos aclaren de una vez por todas quién es en verdad Polinices, el muerto que tiene “derecho a la tumba”:

“ANTÍGONA. —Es que quien murió no es un simple esclavo, sino un hermano” (Sófocles, Antígona 517, p. 540)[57].

No hay que confundir el sentido que tiene acá la oposición esclavo-hermano con el que le imprime San Pablo. En este verso, Antígona reafirma que lo que hace por un hermano —también por Eteocles, como puede verse antes y después del verso citado[58]no sería una obligación si se tratara de una persona de distinto estatus —pienso que podemos dejar bastante abierto el rango de significados para dicho “estatus diferente”: no-familiar, no-libre, no-griego y así sucesivamente—. No hay reivindicación de la humanidad o algún otro concepto que apunte a ninguna clase de universalismo moral. Por el contrario, nos encontramos con la sangre, una vez más:

“ANTÍGONA. —Pues yo, a los gobernantes de esta tierra, les digo que si nadie va a ayudarme a enterrar a mi hermano, yo en persona pienso enterrarlo y me hago responsable por el entierro de un hermano, sin rubor alguno por no someterme a lo que ordena la ciudad. Terrible es la entraña común de que nacimos —la de mi pobre madre— y la del padre. De todo corazón, pues, alma mía, participa en el mal de quien no tiene voluntad, viviendo para un muerto” (Esquilo, Los siete contra Tebas 1027-1035, p. 466)[59].

Estrictamente hablando, Antígona sellará su destino responsabilizándose del entierro de su hermano, no de cualquier persona. Su deuda es con un familiar. Y eso no elimina de ninguna manera el significado divino o sagrado que tiene su gesto. Por eso el crimen de Creonte —que ejecuta cumpliendo las leyes de la ciudad— produce (el) caos, mientras que la restitución que pretende realizar Antígona —cumpliendo a su vez la ley divina y muriendo por ello— busca generar (el) cosmos. Como sabemos bien, el fracaso de Antígona se expresa no solo en que pierde su vida, sino, fundamentalmente, en que su “muerte” asume la forma de quien “vive para un muerto”, como señala ella misma en esta cita de Esquilo.

También es importante que distingamos entre ley divina y universalismo moral. Ya hemos visto que, en el caso de Antígona, la presencia de la primera no garantiza el segundo. El universalismo necesitará de un horizonte diferente: no cosmos sino historia. El sacrificio de Antígona no logra romper con el ciclo sacrificial, aun si obedece al imperativo moral crítico que le provee la ley de los dioses subterráneos. Su cometido es y será siempre la restitución del orden, es decir, del cosmos. Solo un gesto de no-sacrificio puede realmente reinterpretar la ley divina y transformarla en promesa,formulándose a su vez como universalismo moral. Ese será el caso de Abraham y el no-sacrificio de Isaac, que anticipa y encuentra su culminación en la resurrección de Jesús, que promete vida en abundancia para todos.

Ahora bien, antes de seguir reflexionando sobre la ley divina, quiero proponer que analicemos un poco más otras dimensiones de la victoria parcial de Creonte. Ha quedado claro que su poder tiránico condena a Antígona a un final que no solo es terrible para ella, sino para el orden del mundo (de Tebas y los griegos). La restitución necesitará de más sacrificios, incluyendo el linaje del mismo Creonte. Sin embargo, fuera bueno reparar en que el personaje de Antígona estaba muy lejos de ser aceptado en todos sus rasgos por parte de los espectadores o de quienes escuchaban los mitos. ¡O incluso por parte de los autores de las tragedias! Diversos pasajes dejan ver un manejo hasta cierto punto ambiguo, en al menos dos niveles: dentro del relato, en algunos personajes clave —dioses incluidos—, y fuera de él, en la recepción que tuvo entre sus contemporáneos y a lo largo de la historia de occidente.

Joven, mujer y monstruo

En la interpretación del mito de Edipo que realiza Franz Hinkelammert, establece algunas bases para la crítica del sacrificio de jóvenes, el cual también es presentado como sacrificio necesario. Hinkelammert habla, específicamente, de la necesidad de invertir la usual lectura freudiana que interpreta el mito como “asesinato del padre”, cuando su verdadero sentido es el de una justificación del asesinato del hijo[60]. Esta estructura que legitima moral y legalmente el asesinato está presente a lo largo de la historia de occidente, sirviendo a la persecución, muerte y sacrificio de millones de jóvenes, aludiendo siempre al derecho legítimo “del padre” —léase, quien detenta el poder— a protegerse asesinando primero “al hijo” —el rebelde, el que subvierte el orden establecido—[61]. Se trata de la justificación de los asesinatos preventivos de rebeldes, librepensadores, críticos del establishment y subversivos, convenientemente jóvenes. El esquema también se encuentra presente en el mito de Antígona[62]:

“Creonte es uno de esos hombres que con la edad reúnen en sus manos los instrumentos del domino político en virtud de su capacidad de enviar a los jóvenes a la muerte. La exclamación del solitario Creonte […] ‘¡Oh hijo mío!’ [Hemón], es ruda y vacua al mismo tiempo. Es propio de la naturaleza, del dáimôn de supervivencia, de esos hombres maduros como Creonte sacrificar a abstracciones políticas y estratégicas a los jóvenes […] En la literatura o en la filosofía política y moral, no hay muchas páginas que nos digan más sobre nuestra propia historia, sobre la manera en que ancianos estadistas y generales enviaron a los jóvenes a la tumba”[63].

Para Creonte, es decir, dentro de su cálculo político estratégico, tanto su hijo como la rebelde Antígona deben morir. No comparto el excesivo énfasis en el carácter “natural” que le imprime Steiner a su análisis; por el contrario, pienso que obedece a una estructura del sacrificio necesario que es histórica y concreta. Sin embargo, es atinada su indicación de que en la figura de Creonte se encuentra rasgos clave de los que ejercen el poder a la manera occidental, como suscribiría Hinkelammert. Ciertos diálogos entre el tirano y su hijo manifiestan también que por “poder” no deberíamos entender únicamente el ámbito de la “política” o del Estado, sino también la familia, las iglesias, la escuela y las universidades, así como las organizaciones laborales y profesionales. Según la racionalidad de Creonte y de todos los que se identifican con ella, la juventud es sospechosa y hay que desconfiar de ella:

“CREONTE. — ¿Los de tan avanzada edad hasta vamos a dejarnos enseñar ahora a recapacitar a requerimiento de una persona tan joven de edad?

HEMÓN. —Nada injusto hay en ello. Y si soy joven, no es cosa de fijarse en mi edad más que en mis hechos” (Sófocles, Antígona 726-729, pp. 546-547).

Es preciso insistir en que el personaje de Sófocles están muy lejos de ser una simple anomalía o que los rasgos morales —más bien inmorales—, resaltados por Steiner, solo se encuentran entre quienes detentan el poder. Diversos políticos y estadistas antiguos, así como filósofos y artistas, no solo conocían bien el esquema del sacrificio necesario, sino que también compartían la idea de que la polis tomara previsiones en contra de “los jóvenes”, precisamente por el peligro que representaba su “natural rebeldía”. Son ilustrativas, en este sentido, las ideas de Platón acerca de cambiar (o callar sobre) todos aquellos mitos en los que los dioses atacan, castigan y derrotan a sus padres, —como en las conocidas batallas de Cronos contra Urano o de Zeus contra Cronos—, para no influir negativamente en los niños de la polis y poner a esta en riesgo[64].

Aquí puedo traer a colación la mencionada complejidad de los dioses a que aludí antes. Me refiero específicamente a los dioses subterráneos a los que sirve Antígona. No deja de ser curioso que la joven sea la vocera de unos dioses que no son muy proclives a los jóvenes, dioses que comparten en cierta medida las consideraciones platónicas a las que acabo de referir, como se colige de la siguiente línea de la Ilíada:

“[Iris a Poseidón] Sabes que las Erinias siempre de parte están de los mayores” (Homero, Ilíada XV, 204, p. 635)[65].

Poseidón es advertido por Iris de los terribles males que sufrirá si osa rebelarse contra su hermano mayor, Zeus. Las Erinas no son una amenaza para tomarse a la ligera, los mismos dioses tiemblan ante ellas. En el diálogo con Iris, el dios de los mares adopta la figura de un joven audaz, desobediente, caprichoso, pero al fin influenciable, temeroso y dispuesto a someterse. Y tiene razones para temer. Como comenta el editor Antonio López Eire:  

“Las Erinias castigan a los que comenten delitos contra miembros de la propia familia, sobre todo contra padres o hermanos mayores”[66].

Sin embargo, sería poco probable que la joven hija de Edipo fuese mal vista por estas fuerzas infernales, ya que a pesar de su juventud, decide erigirse en defensora de las leyes de los mayores, de los derechos de sangre y de las familias. ¿Habría alguna contradicción entre la juventud de Antígona y su actitud rebelde, por un lado, y la misión que asume con tanta convicción, la de hacer valer las leyes de los viejos dioses, por el otro? Tal vez no para los dioses, pero sí para quienes se ocupan de lo que estos representan —y lo que representa la rebeldía de Antígona—, personas como Platón y otros “preocupados” por la buena salud del establishment. Pero, ¿no son inseparables las acciones y palabras de los dioses de sus intérpretes terrenales?

Lo que es innegable es que, como dice Hinkelammert, a las rebeliones en la tierra corresponden rebeliones en el cielo y las luchas de los dioses expresan luchas políticas reales[67]. Es posible que el rol jugado en el mito por Antígona (y Hemón) se inscriba dentro del conflicto entre los dioses subterráneos —como las Erinias— y los dioses uránicos —Apolo, por ejemplo—, que pretenden una cierta “modernización” de Grecia, con instituciones renovadas, algo así como una rebelión en el cielo. Un ejemplo de este conflicto —bastante pertinente para los mitos que venimos analizando— lo encontramos en la furibunda apología de las nuevas normas que hace Apolo, al enfrentarse a las Erinias:

“APOLO. —No merecen pisar el santuario.

CORIFEO. —Esta es misión que tengo encomendada.

APOLO. — ¿Y qué misión? Dime tu cometido.

CORIFEO. —Expulsar del hogar al matricida.

APOLO. —Y, ¿si una esposa mata a su marido…?

CORIFEO. —Esta sangre vertida no es la suya.

APOLO. — ¿No consideras, pues, y sin honores quieres dejar los juramentos de Hera, que las bodas sanciona, y los de Zeus? ¿Y sin honor a Cipris [Afrodita], que ha quedado según tu propia cuenta, desdeñada, ella que fuente ha sido para el hombre de todas las delicias? Porque el lecho do el destino juntó a esposa y esposo es más fuerte que todo juramento, por ley sagrada protegido” (Esquilo, Las Euménides 207-218, p. 1324)[68].

El fragmento anterior, lejos de respaldar la plausibilidad de un distanciamiento entre la misión de Antígona y las leyes de las Erinias —las perseguidoras de Orestes, el matricida—, señala su cercanía y naturaleza común. Antígona se rige por el principio de fidelidad a la sangre; frente a este, ningún otro juramento puede constituir un mandato que pueda anular su legitimidad moral. Ya hemos leído que Antígona valora en poco el matrimonio o las obligaciones morales que puedan provenir de él, o en todo caso las subordina a los deberes superiores que tiene con sus hermanos y sus padres. Este compromiso de Antígona está mucho más cerca de la injustamente asesinada Clitemnestra —a la que aborrece Apolo—, que del perseguido y atormentado Orestes —protegido del dios—. Joven y todo, Antígona se encuentra en las antípodas de los jóvenes asesinos de sus padres, así como de los “objetivos revolucionarios” de estos “dioses jóvenes” que buscan socavar las leyes antiguas y construir una nueva normatividad.

Pero no debemos olvidar que Antígona es mujer joven y eso introduce de nuevo la posibilidad de que su gesto heroico sea descalificado al señalarlo como monstruoso. Ya he dicho unas palabras sobre Clitemnestra, aquella mujer cuyo “corazón de hombre” la convierte en una anomalía peligrosa para el orden social (y natural). En el caso de Antígona, sus palabras contra el mandato de Creonte no son insolentes solo porque sean las palabras de una joven contra las de un viejo —de un adulto, al menos—, sino que se trata de las palabras de una mujer contra las de un hombre. Una vez más, escuchamos los latidos de un corazón de hombre dentro del pecho de una mujer y esto provoca una reacción en absoluto inaudita:

“CREONTE. —Entonces ve allá abajo y, si tienes que amar, ámalos a ellos [Polinices y Eteocles], que, mientras viva, en mí no ha de mandar una mujer” (Sófocles, Antígona 525, p. 541)[69].

Probablemente, el hecho de que sea Creonte quien manifiesta este juicio le facilite al lector tomar una distancia crítica del mismo o incluso notar la intención del autor de volverlo contra el mismo personaje. No obstante, es poco probable que el recurso de Sófocles fuese tan revolucionario, aun concediéndole un tratamiento astuto. Algo diferente y mucho más inquietante nos brindará Eurípides:

“PEDAGOGO [a Antígona]. —Hija, entra en casa y aguarda bajo sus techos, en las estancias de las doncellas, en tus aposentos, pues ya has obtenido el placer de ver lo que deseabas. Como la confusión se ha apoderado de la ciudad, una muchedumbre de mujeres está encaminándose al palacio real. La naturaleza de las mujeres es muy propensa a criticar y, a nada que encuentren el más mínimo pretexto para ponerse a charlar, de un tema pasan a otro sin dejar de aumentarlo. Para las mujeres es un placer el no decir nada bueno las unas de las otras” (Eurípides, Las fenicias 191-202, pp. 479)[70].

Es memorable la poca popularidad de Eurípides entre los atenienses, así como que frecuentemente lo ridiculizaban y convertían en objeto de innumerables sátiras y bromas. Algunos incluso creen que contribuyó a ello su manifiesta misoginia, de la cual el fragmento anterior es una buena muestra. Sobre este fragmento, los editores se permitieron decir unas palabras:

“En las tragedias de Eurípides es frecuente observar una actitud pudorosa y rectada en las mujeres a la hora de hablar, sobre todo ante los hombres; sin embargo en este pasaje se alude a las claras a su tópica afición al chismorreo y a criticarse unas a otras, un lugar común, presente en varios autores, pero del que muchos atribuyen bastante responsabilidad a Eurípides, lo que cimentó su fama de hombre huraño y misógino, tan explotada en las comedias de Aristófanes”[71].

No obstante, y a pesar de su excentricidad, es poco plausible que Eurípides fuese un caso aislado y no estuviera recogiendo parte del sentimiento popular o de la manera usual de evaluar el papel de las mujeres en la sociedad ateniense. Lo más importante —y grave— de su planteamiento, así como del más tímido presentado por Sófocles, es que recalca una visión llena de prejuicios sobre las mujeres: Antígona es mujer y en ese sentido es sospechosa de que sus juicios estén penetrados por una naturaleza extraña, difícil de contener o comprender, en suma, irracional. En tanto no es un hombre, es posible que tengamos enfrente a una versión de lo monstruoso.

Ya he mencionado la reflexión de Hinkelammert sobre la transformación de Ifigenia: de un ser mudo o balbuceante (Esquilo) a elocuente víctima sacrificial y sacrificadora eventual (Eurípides). Por su parte, Clitemnestra recorre la dirección contraria: de “mujer portadora de logos”a histérica y loca asesina. En ambos casos, se establece la conexión entre rebeldía e irracionalidad. Es bastante revelador que George Steiner señale, en línea con este análisis, la importancia en Antígona del uso de palabras y expresiones que identifican a la joven con los gritos y ruidos de los pájaros, logrando expresar de esta manera la natural irracionalidad que es posible encontrar en la mujer rebelde. La hija de Edipo encarna todo aquello que no pertenece a la órbita de la polis, y eso se corresponde perfectamente con una nueva exposición de rasgos de lo femenino:

“Figuras antropomórficas con cabeza de ave, ‘mujeres pájaros’, ruiseñores o arpías, tienen sus funciones —consoladoras, devoradoras o ambivalentes— en todo el mito y todo el ritual griegos. En sus orígenes, hasta la esfinge muy probablemente haya sido una mujer pájaro. El estridente lamento de Antígona expresa instintos y valores más antiguos, menos racionales que el hombre y el discurso humano […]

Tanto la tormenta como el grito del ave están fuera de la razón cívica. Pero precisamente las fronteras de la razón cívica, de la lógica inmanente, son las que delinean el mapa de Creonte del mundo inteligible y permisible.[72]

¿Son las palabras y gestos de Antígona expresión de lo oscuro e irracional, es decir, de lo monstruoso? Pienso que, así como con el texto de Eurípides que cito arriba, estamos volviendo a otro lugar común y no solo de la Atenas antigua. Todavía en nuestras sociedades mucha gente piensa que el ágora no es lugar para mujeres y en parte se debe a que se las considera irracionales y apolíticas. En este sentido, debo insistir en que los miedos de Creonte no representan ninguna anomalía, incluso podría decirse que se encuentran justificados desde una perspectiva muy limitada de la racionalidad, pero que era ampliamente aceptada en su mundo y lo sigue siendo en el nuestro —la racionalidad instrumental medio-fin y la lógica política estratégica—, ligada, eso sí, a una del todo injustificable creencia sobre la inferioridad de las mujeres o su exclusión del género humano. Para esta manera de pensar, Antígona es lo anómalo: representa la insolente intromisión de una forma de evaluar la vida y la muerte que transgrede las leyes del mundo posible. Y por eso es un monstruo. La actualidad de esto es evidente:

“El novelista y publicista alemán Martin Raschke cuenta un episodio ocurrido en la Riga ocupada por los nazis. Habiendo sido sorprendida mientras trataba de esparcir tierra sobre el cuerpo públicamente expuesto de su hermano ejecutado, una joven, completamente apolítica en sus sentimientos, fue preguntada sobre la razón de su acto. La joven respondió: ‘Era mi hermano y para mí eso es suficiente’ […] Pero también en circunstancias más humildes, en los espasmos de los jóvenes cuando éstos hacen frente a los zalameros imperativos de los viejos, en las dificultades diarias que encuentran los impulsos utópicos o anárquicos contra la enmohecida superficie de ‘realismo’ y de eficiente rutina, se encuentra la acción de Antígona y la polémica surge de una boca antigua. La indiferencia ante el tema o la negación de su universalidad son tan raras que parecen una provocación excéntrica”[73].

¿Es esa “apoliticidad” una condición asumida por Steiner o solo se limita a transcribir lo que cuenta Raschke —o solo quiere ser irónico—? ¿Es parte constitutiva de esa mujer joven —de toda mujer joven— su sustracción elemental de la polis o hay algo “político” en su gesto? ¿No reflejan las líneas destacadas que el gesto monstruoso —para la racionalidad hegemónica— es la opción auténticamente política que nos hace falta? Y si es así, ¿qué implicaciones tiene para nuestro posicionamiento frente a la ley de la ciudad? ¿Deberíamos, como Antígona, enfrentar la máquina sacrificial de esa ley apelando a una ley superior? ¿Nos libraría eso del círculo sacrificial o solo lo estaríamos perpetuando de otra manera?

La ley (de la ciudad) es máquina (sacrificial)

Ahora bien, ¿cuál es la forma que adopta la ley que con su cumplimiento mantiene viva la sacrificialidad en la polis? Es preciso recordar que el gesto de Antígona de oponerse a la ley de Creonte posee un carácter de rebeldía frente a la sacrificialidad, pero no frente a cualquier tipo de sacrificio. Tal cosa sería un contrasentido, dado que ella misma se sacrifica por su hermano. Por eso, así como la confrontación de Antígona no es contra cualquier sacrificio, sino contra el sacrificio necesario —asumiendo ella por su parte el sacrificio no-necesario de morir por la observancia de las leyes de los dioses—, su rebeldía tampoco se activa frente a cualquier ley, sino frente a la ley que adopta la forma de una máquina sacrificial.

Una buena descripción de esta máquina, del sometimiento a la misma y de la rebeldía que, como la de Antígona, le presenta resistencia —aunque no logra destruirla—, es la que echa mano del contraste que pone en evidencia Franz Hinkelammert, en Hacia una crítica de la razón mítica[74], entre la figura de San Francisco de Asís y el oficial del famoso relato En la colonia penitenciaria, de Franz Kafka[75]. En esta historia, la ley que exige sacrificios necesarios es una máquina que produce víctimas mortales, cuyos cadáveres llevan grabadas sobre su espalda las palabras absolutas e inapelables que componen su sentencia. Nadie escribe o habla, la máquina se basta a sí misma para realizar el sacrificio. Como sabemos, el relato alcanza su punto culminante al convertirse el servidor de la máquina y “ejecutor de la ley” —el oficial o comandante— en gozosa víctima del aparato destructor[76]. Hinkelammert lo describe de la siguiente manera:

“El comandante se entrega a la ley hasta su propia muerte. La ley es salvación hasta la muerte que la propia ley inflige a los propios ejecutores de la ley (Sócrates, Robespierre). El que impone la ley sufre la muerte al cumplir con ella y celebra esta su muerte”[77].

No creo que sea forzado ver en este oficial una reedición de la hija de Agamenón, que se sacrifica gustosa en aras del triunfo griego contra Troya. Ya vimos que esta Ifigenia no muere sobre el altar, sino que es transformada en máquina sacrificial y por su brazo de muerte fluye la ley de los dioses sanguinarios de la polis. Pero el relato kafkiano es notable, ya que proporciona una elaboración, bastante convincente para nuestra sensibilidad moderna, de la inevitabilidad del sacrificio, precisamente en su carácter de mecanismo imparable, que es asumido “con filosofía” por parte de Sócrates y “con compromiso revolucionario” por Robespierre, ambos ejecutores y víctimas de la ley.

Esto último será fundamental para entender el contraste que mencioné entre el cuento de Kafka y San Francisco de Asís. Hinkelammert explica que el fundador de la Orden Franciscana no solo la crea, sino que pretende que esta no tenga una regla institucionalizada o ley —para él la única ley son los evangelios—, y esto crea un conflicto trágico entre los miembros de la Orden que imponen una regla —como cabe esperar de una institución— y el santo que se niega a aceptarla. Pero San Francisco no se enfrenta con ellos violentamente para salir de la marginación a la que se ha visto empujado, no llama a una lucha contra la nueva máquina, sino que elige resistir:

“La ley es algo que no debería ser pero que es inevitable. Por lo tanto, San Francisco la sufre hasta la muerte en cruz”[78].

Uno podría decir que el destino de San Francisco es una reedición de la tragedia de Antígona, pero la cuestión es más compleja. Aunque la postura del santo es similar a la de la joven y se encuentra muy lejos de la celebración del sacrificio que realizan Ifigenia y el oficial de la historia de Kafka, su aceptación de la inevitabilidad de la ley no parece ser el gesto revolucionario de quien quiere y puede romper con el mecanismo sacrificial. Precisamente, la consecuencia de que experimente la ley como inevitable es “la muerte en cruz”. Así como Antígona, San Francisco también se sacrifica por otra ley, en este caso los evangelios. No obstante, también es cierto que no existe en él la disposición a la muerte que sí encontramos en la hija de Edipo. Hinkelammert atina al señalar que, aunque protesta en contra de las cruzadas, San Francisco demuestra que no hace falta hacer guerras para estar en los lugares santos[79]. Como veremos más adelante, esta diferencia es esencial para distinguir entre las diversas posiciones que pueden adoptarse contra la sacrificialidad.

Ahora bien, no cabe duda de que las diferencias entre ambos personajes se originan en la distancia que pone el mensaje evangélico —legítimo heredero de Abraham— con respecto de la sacrificialidad griega. San Francisco no es ningún héroe griego: ni el asesinato ni el suicidio están en sus planes. Tampoco pertenece a su ideal moral la fidelidad a la sangre o algún otro particularismo: como heredero que también es de San Pablo, participa de su universalismo humanista. En estos dos sentidos, su concepción de la subjetividad es superior a la de Antígona, quien se encuentra limitada por la violencia y la sangre. Sin embargo, el sacrificio necesario presente en leyes e instituciones sigue siendo el enemigo a vencer y la oposición que presenta San Francisco a este mecanismo es un tipo de resistencia pasiva queestá muy lejos de romper con el ciclo de sacrificios —el suyo incluido—. San Francisco no lucha, no es capaz de encontrar la clave para romper el mecanismo de muerte. El problema esencial de las opciones del santo de Asís radica, como en el caso de Antígona, en que interpreta su compromiso con el evangelio entendiéndolo como fidelidad a una ley —más adelante me ocuparé de la crucial diferencia entre ley y promesa, atinente a esta cuestión—.

Por el momento, es pertinente retomar, en descargo de ambos rebeldes, una observación de Hinkelammert sobre una limitación que estos compartirían con San Pablo y los primeros cristianos: su deficiente concepción de la subjetividad, que no les permite romper con el legalismo y la fatalidad; les hace falta una noción de sujeto que considere al ser humano en su justa dimensión histórica, como comunidad humana y unidad corporal. También se echa de menos las nociones de división social del trabajo y praxis que les habrían permitido concebir y llevar adelante una lucha contra la estructura sacrificial. Por supuesto, no es únicamente una carencia teórica, sino un problema histórico. No solo se trata de una concepción limitada de la subjetividad, sino de la ausencia de condiciones sociales, económicas, políticas y culturales que posibilitaran una auténtica transformación[80].

Sin embargo, es fundamental no perder de vista ni subestimar la cercanía entre San Francisco y Antígona en una cuestión capital: su resistencia a la ley que ordena sacrificios necesarios. Precisamente, la coincidencia entre el santo y la heroína apunta críticamente al núcleo mismo de esta ley: su carácter absoluto y, por ende, la furia destructora que dirige contra toda utopía. En cierta manera, Antígona es una rebelde moralmente legítima, ya que sus gestos ponen de manifiesto el rostro de la ley, o más bien, la ausencia del mismo. Como señala Gilles Deleuze, rasgos destacables de esta ley son su formalismo, su carácter incognoscible y su indeterminación:

“La ley ya no es considerada como dependiente del Bien, sino que, por el contrario, el Bien pasa a depender de la ley. Esto significa que la ley no tiene ya su fundamento en algún principio superior del cual derivaría su autoridad, sino que se basa en sí misma y solo es válida en virtud de su propia forma […] Kant, al establecer LA LEY como fundamento o principio último, añadió una dimensión esencial al pensamiento moderno: el objeto de la ley es por definición incognoscible y elusivo […] Está claro que LA LEY tal como queda definida por su pura forma, sin ninguna sustancia u objeto de alguna determinación, es algo que nadie conoce ni puede saber qué es. Opera sin hacerse conocer. Define un reino de transgresión en el cual uno es ya culpable, y donde transgrede los límites sin saber qué son, como en el caso de Edipo. Ni siquiera la culpa y el castigo nos dicen lo que es la ley, sino que la dejan en un estado de indeterminación, solo igualado por la extrema especificidad del castigo[81].

La ley no solo encuentra su único sustento en sí misma, en “su propia forma”, sino que es imposible que seamos capaces de conocerla realmente. Este es un rasgo que ya encontramos en cada exigencia sacrificial de una ley que es violada sin que podamos saber que se ha violado, por qué se ha violado o por qué determinadas personas deben pagar por ello. Ifigenia es inocente, pero también Agamenón, aunque para esta ley ambos son culpables, al asimilar su extremo formalismo a un cierto tipo de arbitrariedad pura —por parte de quien la invoca— y de indeterminación de su sentido —por parte de quien la sufre—. No es diferente en el caso de Antígona: en las justificaciones de Creonte trasluce la exigencia de cumplir la ley porque es LA LEY y por nada más. Es ley absoluta:

“La última instancia del Estado de derecho —de la libertad— es la coerción.

Ahora bien, si la última instancia de la ley es la violación de la ley en nombre del castigo, la última instancia del código penal es la pena capital. Es el castigo más total que se puede infligir. El Estado de derecho ejerce ahora soberanía sobre la vida humana. Es señor de vida o muerte. Es el primer nivel de la soberanía: soberano es quien decide sobre la pena capital. La abolición de la pena capital no cambia este hecho. Quien puede abolir la pena capital puede también volver a instituirla. También con la pena capital abolida la pena capital sigue siendo última instancia del propio código penal”[82].

En tanto ley absoluta, está legitimada para hacerlo todo, es decir, para infligir el castigo más extremo posible. Es una ley que se fundamenta en la posibilidad de asesinar legítimamente y que pretende ahuyentar la arbitrariedad apelando a la necesidad. El sacrificio necesario es consustancial a esta ley y su expresión extrema la encontramos en el capitalismo. Hinkelammert insiste en que el análisis de la ley que exige sacrificios sería incompleto si no incluimos la ley del valor mercantil, la cual se impone sobre la vida de las personas invocando el carácter necesario del mercado capitalista y la imposibilidad de que la sociedad misma pueda existir si no se fundamenta en su “racionalidad”:

“El poder económico deja morir, el poder político ejecuta. Ambos matan, pero con métodos diferentes. Por eso el poder político tiene que justificar el matar, el poder económico tiene que justificar el no intervenir ante la muerte económica. El mito del poder es más directo”[83].

Pero que el mito del mercado sea menos directo no implica que sea menos mortal: unas leyes ejecutan al condenado y las otras lo matan de hambre[84]. Cuando la ley del mercado se convierte en indispensable, cualquier alternativa a la misma es postulada como imposible. Asistimos al desvelamiento del carácter mítico de la fundamentación del capitalismo, que funciona de manera semejante a la justificación mítica del poder político —que se basa en el código penal—. Según esto, la ley debe ser aplicada para que el futuro se haga presente, siempre dentro de los límites de lo posible.

Los discursos del capitalismo pretenden exorcizar toda utopía y fundamentarse en la pura ciencia empírica, pero siendo como son construcciones sobre el futuro están obligados a construir mitos del progreso, del crecimiento infinito y de la competencia perfecta[85]. Pero a diferencia de las utopías que se presentan a sí mismas como tales, su “promesa” está estrechamente ligada a la más bien dudosa “garantía” de su “automatismo”. Es un tipo especial de promesa que se expresa como desarrollo infinito de lo posible —el mecanismo automático—, por contradictorio que nos pueda parecer. Este mecanismo que se basta a sí mismo, está vivo, pero de una forma no humana. Su inhumanidad es su signo, como aquella genial creación de Kafka, “Odradek”:

“Ociosamente, me pregunto qué será de él. ¿Será posible que se muera? Todo lo que se muere tiene que haber tenido alguna especie de intención, alguna especie de actividad, que lo haya gastado; pero esto no puede decirse de Odradek. ¿Será posible entonces que siga rodando por las escaleras y arrastrando pedazos de hilo ante los pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos? Evidentemente, no hace mal a nadie; pero la sospecha de que pueda sobrevivirme me resulta casi dolorosa” [86].

Odradek es, en cierto modo, copia fiel de la máquina infernal de En la colonia penitenciaria, ambos encarnan muy bien la autosuficiencia sacrificial. Pero el primero agrega un elemento adicional, como observa atinadamente Slavoj Žižek: Odradek encarna la vida pura que caracteriza al sistema capitalista, la casi inefable realidad de su muerte imposible[87]. En efecto, y así como el personaje kafkiano, el capitalismo se reproduce a sí mismo y no necesita de ningún “otro semejante” para hacerlo. En realidad, esta particular “vida” del capitalismo consiste precisamente en ser automatismo de repetición. ¿Qué es lo que se realiza una y otra vez, manteniendo vivo al sistema? Naturalmente, la sacrificialidad. A diferencia de los sacrificios antiguos, es una sacrificialidad anónima y global, pero igual de real y mucho más dolorosa. Estos sacrificios son necesarios y se justifican apelando a la racionalidad. Sabemos de qué racionalidad se trata: la racionalidad instrumental del cálculo medio-fin, el “cálculo de vidas” de Hayek, como ha señalado en repetidas ocasiones Franz Hinkelammert[88]. Pero este discurso esconde una peculiar trampa, que no solo nos ayudará a entender mejor cómo está estructurado y cuáles son sus verdaderas condiciones de posibilidad, sino que también nos permitirá valorar aún más el gesto rebelde de quienes —como Antígona o Abraham— insisten en contraponerle su anhelo de imposibles:

“El cálculo mismo, que ofrece, es perfectamente mítico. Se calcula la muerte presente en relación a un futuro desconocido y vacío, que se promete. La muerte aplicada real es compensada por una vida perfectamente irreal en el futuro”[89].

La ley de la polis es máquina sacrificial que promete la vida futura aniquilando la vida presente. Se justifica remitiendo a sí misma y apelando a su necesidad indiscutible. El sistema capitalista global reproduce este esquema con un grado mayor de efectividad, en tanto actúa de manera indirecta, ya que no ejecuta positivamente a nadie, sino que sencillamente renuncia a intervenir para evitar la muerte por hambre, como señala Franz Hinkelammert. Además, para justificarse apela a la misma racionalidad del mercado y no a un determinado agente político o cuerpo de leyes. En ese sentido, puede aludir a la presunta “naturalidad de las relaciones mercantiles”, que le permite incluso negar su carácter mítico, en tanto se coloca más allá de la historia, los valores y la imaginación de mundos posibles, en fin, más allá del bien y el mal. La negación de los mundos alternativos es parte constitutiva de esta lógica, que comparten tanto el capitalismo contemporáneo como la ley de Creonte que aniquila a la joven Antígona. Esta es su enemiga a muerte, pues desafía precisamente el núcleo constitutivo de la ley sacrificial: su mecanicismo negador de lo imposible.

Amécanos: “Tú estás enamorada de lo imposible”

La relación de Antígona con su hermana está marcada por la confrontación. Pero esta no consiste únicamente en una diferencia de opiniones sobre lo que se debe hacer, sino en una discusión acerca de los límites de la factibilidad. Antígona piensa que puede enfrentar al tirano y cumplir con la obligación debida a Polinices, cumpliendo a su vez con la ley sagrada y complaciendo a los dioses. Por el contrario, Ismene analiza las posibilidades y lucha para convencerla de que no tiene ninguna oportunidad. Antígona no niega esto, pero tampoco renuncia, asumiendo un riesgo que, bien lo sabe, le costará la vida:

“ISMENE. — ¡Ay de mí! ¡Qué osada eres! ¡Qué miedo tengo por ti!

ANTÍGONA. —No temas por mí. Lo que tienes que hacer es enderezar ese tu proceder.

ISMENE. —Si lo tienes decidido, por lo menos no pregones a nadie el asunto, sino mantenlo oculto, que exactamente igual haré yo.

ANTÍGONA. — ¡Ay de mí! Propálalo a todos los vientos. Me resultarás todavía mucho más odiosa si te lo callas y no lo comunicas a todo el mundo.

ISMENE. —Conservas un corazón ardiente en situaciones heladoras.

ANTÍGONA. —Sin embargo, con ello sé que complazco a quienes más me conviene complacer.

ISMENE. — ¡Siempre que seas capaz de ello! Pero la verdad es que ansías imposibles.

ANTÍGONA. —En ese caso, cuando ya no pueda más, me tomaré un respiro.

ISMENE. —Pero es que, ya por principio, no procede perseguir lo imposible.

ANTÍGONA. —Si vas a razonar así, yo te odiaré, y odiada por el muerto [Polinices] serás, y con justicia. En fin, deja que yo y este mi desatino corramos ese riesgo, pues no correré ninguno tan grave hasta el punto de morir sin honor.

ISMENE. —Si es tu gusto, vete, pero tienes que saber que si vas eres una imprudente, aunque te ganarás, y con toda razón, el aprecio de aquellos a los que tú aprecias” (Sófocles, Antígona 82-99, pp. 528-529)[90].

Ismene es la mujer que invoca a la razón; es la sensatez y madurez reunidas en una sola persona. No debería extrañarnos que se preocupe por lo que pueda sucederle a su hermana, ya que la empresa que esta se propone no es cosa fácil. Sin embargo, notamos en algunas de sus expresiones una persistente reticencia a asumir riesgos por nadie más que ella misma y un marcado interés por conservarse a salvo e incólume. Su preocupación por Antígona no impide que vea a esta como quien se encuentra al otro lado de un muro, en el bando de los que, atendiendo a su consciencia, no miden las consecuencias de lo que se proponen, convirtiéndose entonces en un peligro para la sociedad. Si hemos de buscar un conservadurismo disfrazado de “apoliticidad militante”, lo encontraremos en Ismene.

Por su parte, la rebeldía de Antígona es inseparable de su compromiso con romper los límites de lo posible y apostar por sus principios, asumiendo heroicamente lo que pueda sobrevenirle. Antígona es totalmente consciente de lo que le espera, pero aun así lo asume. La joven es, sin duda, prefiguración de muchos jóvenes modernos que enfrentan al poder de manera decidida, venciendo sus temores y proclamando que otros mundos son posibles. Estos rasgos utópicos son indispensables para enfrentar las limitaciones de una racionalidad que todo lo somete a cálculos, como lo viene sosteniendo Franz Hinkelammert. No se trata de creer simplemente que todo es posible, sino de tomar consciencia de que lo imposible debe ser incluido en el pensamiento, planeación y realización de nuevas formas de vivir. Esto es así incluso para el pensamiento que declara la anulación y criminalización de la utopía; él mismo necesita de la imaginación de mundos “no posibles”, para crear sus modelos y propuestas sociales. Como señalé en el apartado anterior, incluso el pensamiento del poder debe “prometer un futuro”, augurar cambios y pronosticar “lo nuevo” [91]. Precisamente, para ver más clara la diferencia entre la utopía de liberación de las juventudes rebeldes y estas “anti-utopías” del sistema, pueden ser iluminadores los análisis de las diferencias entre Antígona e Ismene que realiza George Steiner:

“La réplica de Ismene contenida en el verso 90 es célebre: ‘Tú estás enamorada de lo imposible, vas tras lo imposible’ […] Lo ‘mecánico’ significa aquello que pertenece apropiadamente a la esfera del mundo productivo. Ἀμήχανος expresa ideas de irrealidad, de falta de dominio y orden, de desorden anárquico […] En el plano de la realidad, el designio de Antígona de dar sepultura a Polinices, por sí sola si es necesario, es una imposibilidad práctica. Además, en un plano fundamental aquello que ya no es posible pero que sin embargo Antígona exige sin reservas es la fusión, la unión inconsútil de individuos —Antígona e Ismene; Antígona, Ismene y Polinices— en una unidad orgánica. Una realidad ‘mecánica’ es una realidad de voliciones individuales y de percepciones individuales cartesianas. Dos versos después, Ismene repite su acusación: Antígona ‘corre tras imposibilidades’”[92].

Steiner da en el clavo al destacar la frase de Ismene que enlaza su postura política —negarse a participar en el desafío a Creonte es un acto de apoyo al mismo— a la racionalidad instrumental y al cálculo que se realiza atendiendo únicamente a “lo posible”. Eso que defiende Ismene, la ley y el poder de Creonte —que nosotros podemos identificar con el capitalismo y el sistema político-jurídico que aplasta a las personas—, se encuentra amenazado por lo que no puede ser sometido al cálculo, lo imposible: amécanos. El peculiar “posibilismo” que la caracteriza tiene su origen en el sometimiento a Creonte, que la anula como sujeto y la pone ante nuestros ojos como mero individuo que toma su realidad —su racionalidad— de la maquinaria del poder. Por el contrario, Antígona opone a lo mecánico su anhelo de unidad con su sangre, su idea de organismo o cuerpo familiar por el que vale la pena arriesgarlo todo. Antígona no lanza por la borda todo lo valioso ni renuncia de entrada a su vida —ya pronto me ocuparé de esto—, sino que realiza una apuesta por aquello que supone la realización de su ideal —y el cumplimiento de la ley de los dioses en los que se ampara—. Donde el poder mira anarquía y destrucción, la joven encuentra lo irreal que abre campo a la nueva realidad.

Por supuesto, lo más notable en la postura de Antígona es también su limitación. Como señalé antes, la “unidad orgánica” que anhela no sobrepasa los límites de los suyos; tampoco puede salirse del modelo de acción prefigurado por una ley que debe cumplir pese a todo, incluso si eso significa morir —por acción de otro o motu proprio— o matar. Y no hay que olvidar que la heroína griega es hija de su tiempo y por ello también es previsible que toda su acción de mujer mortal se inscriba dentro del conflicto trágico con lo imposible, que es otra forma que adopta el conflicto con la divinidad:

“También guía a la raza mortal

así el destino, aunque Zeus no hace llegar a los hombres

indicio claro. Aún así, nos embarcamos sin reparo en

nuestras ambiciones

con el espíritu rebosante de empresas, pues cadenas de

impúdica

ilusión atan nuestros miembros y las corrientes de la

previsión están lejos.

Hay que dar caza a la medida de nuestras ganancias;

la locura por inalcanzables deseos es más aguda” (Píndaro, Nemea XI, 41-47, p. 305).

Esta descripción que hace Píndaro de la hybris revela que se trata de un peligro constante, porque es parte de nuestra humana condición. No es inusual que pretendamos alcanzar lo imposible, de ahí la recomendación a ser prudentes y no tratar de “correr tras imposibilidades”. Pero sus versos indican claramente que la prudencia no durará mucho, por lo que deben tomarse medidas drásticas. En otro lugar, el poeta alude indirectamente  al reproche clásico que se dirige contra el que quiere ser como los dioses:

“¡Alma mía querida, no persigas

una vida inmortal: agota el recurso factible!” (Píndaro, Pítica III, 61-62, p. 165).

Lo llamativo en estos textos es que, si bien se llama a la precaución y la mesura, al mismo tiempo se señala que es previsible suponer que los hombres busquen lo imposible, no hay nada “impropio”en ello. Uno podría pensar que se trata de una observación un poco banal, pero el reparo se desvanece si recordamos que Antígona es una mujer. Ismene lo es también, aunque eso no le impide decir estas palabras:

“ISMENE. — […] Conviene darse cuenta, por un lado, de que nacimos mujeres, lo que implica que no estamos preparadas para combatir contra hombres; y, luego, de que dependemos del arbitrio de quienes son más fuertes en cuanto a acatar estas órdenes y hasta otras más dolorosas todavía. Por eso yo, al tiempo que pido al muerto [Polinices] que tenga comprensión conmigo, y que se dé cuenta de que no tengo más remedio que hacer lo que hago, me someteré a los dictados de quienes están instalados en la cúspide del poder, pues el realizar acciones superiores a las posibilidades de uno no tiene sentido alguno” (Sófocles, Antígona 61-68, pp. 527-528)[93].

Resumiendo: siendo mujer, es totalmente impropio que Antígona se enamore de lo imposible. Acá aparece de nuevo lo que ya señalé sobre el acto político que se niega a las mujeres, a quienes se las considera apolíticas por naturaleza. Pero en ese momento también anticipaba que el gesto rebelde de Antígona, precisamente en lo que tiene de monstruoso (¡porque es una joven mujer!), podría ser capaz de convertirse en el acto auténticamente político que rompa con los límites que el poder impone a las personas. Mientras Ismene representa a la mujer que sabe ocupar el lugar que le asignaron, Antígona asume el riesgo de entrar en el espacio de lo anómalo, lo utópico, para abrir nuevas posibilidades políticas, instaurando una radicalidad de la que carece su hermana.

Ha quedado al descubierto el verdadero rostro de Ismene y con ese desvelamiento también podemos ver claro en qué consiste lo imposible para el poder: imposible es lo que el poder llama de esa manera. La rebelión de Antígona no es imposible porque carezca de las capacidades para hacerla, sino porque previamente el poder lo ha declarado así. Pero también el rostro de Antígona se pone en evidencia: una mujer joven desafiando al monarca desencadena no solo la reacción ante lo impropio sino una violencia inusitada. Ya vimos que Creonte no solo desea sacársela de encima, sino que exige un acto que consiga el restablecimiento absoluto del orden de la polis —aunque eso implique la inversión del orden cósmico—. Al condenarla a muerte, no solo quiere desembarazarse de una joven rebelde, sino que busca dejar claro que la defensa de la ciudad —la nación, la patria— debe ser interpretada como la reafirmación de un discurso y unas acciones que nosotros podemos llamar, legítimamente, patriarcales.

No “matria”, sino patria

No es ninguna extravagancia moderna sostener que la nación podría ser “matria”y que si no lo es se debe a razones históricas muy concretas: las condiciones de dominación de los hombres sobre las mujeres y la idea de que el fundamento de la vida —individual y colectiva—, es algo que da el padre, es decir, los hombres. Como señala Platón, en otras sociedades —o en otro momento de la historia— la expresiónera usual —y cabe suponer que refería a condiciones sociales o ideas diferentes acerca de las relaciones entre mujeres y hombres, y sus respectivos lugares dentro de la ciudad—:

“[El joven tirano] así como antes castigó a su madre y a su padre, a su vez así castigará a la patria, introducirá nuevos amigos que esclavizarán a la anteriormente tan querida patria, o ‘matria’, como lo dicen los cretenses, y así la mantendrá” (Platón, República IX 575d )[94].

Mi interés al señalar esto es apuntar hacia la índole del discurso patriarcal presente en los mitos que venimos analizando. No se trata de algo inconsciente o meramente implícito. Su constante alusión determina en buena medida por qué la rebeldía de las mujeres jóvenes es tan escandalosa y trágica. Si bien Antígona podía suscitar simpatías por sus convicciones y heroísmo, su recepción entre el público no estaría exenta de acotaciones o glosas del tipo “es que se trata de una mujer”. Pero lo fundamental es que el escándalo generado fuese también político. Para el pensamiento dominante que atraviesa los textos de las tragedias, no solo es el padre (el hombre) quien da el ser, sino que los hombres deben protegerse de las mujeres, ya que ellas los ponen en peligro y también al mismo orden social:

“ORESTES [a Tindáreo]. — […] Mi padre me engendró, tu hija me alumbró tras recibir de otro la semilla, como la tierra de labor. Y sin el padre jamás habría existido el hijo. Por consiguiente, consideré que era preferible dar mi apoyo al autor de la progenie antes que proteger a la mujer que había sido únicamente soporte de la crianza […]

Si las mujeres llegasen a semejante punto de audacia, a saber, asesinar a sus maridos y encontrar un refugio ante sus hijos por medio del hecho de procurarse la compasión de que me hablabas gracias a mostrarles sus pechos, acabar con sus esposos sería una nadería para ellas cada vez que encontrasen el más mínimo pretexto. Pero yo, al cometer este terrible crimen, como tú no dejas de vocear, puse fin a esta costumbre” (Eurípides, Orestes 553-573, pp. 1275-1276).

Volvemos a encontrarnos con la tragedia de la casa de Agamenón, en esta ocasión la justificación del asesinato de Clitemnestra, a manos de su hijo. En realidad, la justificación del crimen de Orestes contra su madre apunta a la legitimación del sacrificio necesario (de Ifigenia) y ya hemos visto cómo se introduce “el motivo adúltero” para convertir en monstruo a la mujer que asumió el papel de la justicia. Mujeres como Clitemnestra, que deciden actuar contra las órdenes de sus esposos —de las leyes que, para el caso, son leyes de los hombres—, son presentadas como un auténtico peligro. Es significativo, aunque nada extraño, que Eurípides ponga en bocas femeninas —el coro de mujeres argivas— una expresión tan “paradigmática” del discurso patriarcal:

“CORIFEO. —Las mujeres siempre han sido un obstáculo con el que uno se tropieza para aumentar los problemas de los hombres” (Eurípides, Orestes 605-606, p. 1277).

Debemos descartar la interpretación de que lo inaceptable es que una mujer proceda con violencia o incluso que esté dispuesta a matar. Lo que Orestes critica en Clitemnestra no es que fuera capaz de asesinar, sino que su objetivo haya sido su esposo, quien a la vez era el rey. Esto nos puede ayudar a explicar también el complejo funcionamiento de la censura patriarcal que se dirige a Antígona: no se critica su valor para oponerse a un tirano sanguinario, sino que se lamenta que su ímpetu contra Creonte posea los rasgos de la hybris y tenga como objetivo la ley que este representa, la ley de la polis. Para esta manera de pensar, que las mujeres asuman “tareas de hombres” no es el verdadero problema, sino que lo que hacen cuestiona el orden patriarcal. En cierto modo, Antígona encarna el prototipo negativo de lo femenino, encomiable por una parte, pero peligroso por el otro. Al contrario, Electra, la hermana de Orestes, representa el ideal del “valor femenino”, a costa de que eso femenino sea traducido en un núcleo masculino esencial; Electra es “un hombre con cuerpo de mujer”:

“ORESTES. — ¡Oh tú [Electra], dueña de una mente varonil por más que tu cuerpo tenga aspecto a la vista de mujer! ¡Cuánto más mereces vivir que morir! ¡Pílades, de qué mujer, en verdad, te vas a ver privado, pobre, o qué dichosa esposa te vas a ganar, si sigues con vida!” (Eurípides, Orestes 1204-1208, p. 1294).

Orestes a duras penas puede contener su entusiasmo por su hermana, quien habla de sus planes sanguinarios con una frialdad propia de un cuerpo militar de élite. Entonces, se deshace en elogios y repite, una y otra vez, cuánto vale para el hombre que logre desposarla. Aun encontrando en ella ese núcleo virtuoso masculino, no olvida que es una mujer, así que necesita recuperar el esquema de valoración de cualquier mujer en la antigua Grecia —no muy diferente del actual, en muchos sitios, lamentablemente—, a saber, su atractivo para un hombre. Si Electra merece vivir, ha de ser porque Pílades la va a desposar. En la tragedia de Sófocles, encontramos un razonamiento similar, cuando el coro —esta vez compuesto por ancianos tebanos— cuestiona a Creonte acerca de la pérdida que le implicará la muerte de Antígona, en tanto no podrá llegar a ser la esposa de su hijo:

“CORIFEO. — ¿Es cierto que vas a privar de esta muchacha a tu propio hijo?” (Sófocles, Antígona 574, p. 542).

¿Dónde se originan estos razonamientos, en qué medida expresan creencias muy generalizadas o son, más bien, algo extraño? Solo por el hecho de que debe ser reafirmado una y otra vez, es evidente que no se trata de un bloque monolítico o incuestionable de creencias. En todo caso, es fundamental verlas como una construcción histórica; su tratamiento en las tragedias expresa una lucha de ideas que estaba aconteciendo en la sociedad ateniense y en esta los dioses jugaban un papel principal:

“APOLO [a las Erinias]. — […] Del hijo no es la madre engendradora, es nodriza tan solo de la siembra, que en ella se sembró. Quien la fecunda ese es engendrador. Ella tan solo —cual puede tierra extraña para extraños— conserva el brote, a menos que los dioses la ajen. Y daré mis argumentos: puede haber padre sin que exista madre, y muy cerca tenemos un testigo, la propia hija de Zeus [Atenea], rey del Olimpo. No fue gestada en las tinieblas de una materna entraña, mas, ¿qué dios podría dar a luz a un retoño semejante?” (Esquilo, Las Euménides 658-667, p. 1340)

La voz de Apolo contraataca con argumentos a las diosas subterráneas —las Erinias—, que reclaman la sangre del matricida, Orestes. La lucha de los dioses muestra que el proceso de adquisición de una normatividad distinta de la tradicional es complejo y supone un real combate entre quienes defienden una u otra posición. El para nosotros “impresionante” argumento de Apolo no deja de ser curioso, ya que Atenea se ha convertido en una especie de modelo para feministas, liberales e ilustrados. Es notable que Apolo recurra al mito del nacimiento de la diosa —no de vientre materno sino de la cabeza de Zeus— para reforzar su discurso definitivamente patriarcal y su defensa de Orestes; también es comprensible que ambos dioses tomen parte en el juicio del joven, no olvidemos que lo que está en juego es la transformación de las leyes de Atenas. Y el resultado del mismo no podía haber sido más apropiado al epíteto de Apolo, Loxias, es decir, “oblicuo”, “torcido”, “torvo”, en suma, ambiguo. Un comentario en la presentación de Las Euménides da fe de la compleja situación política que rodeaba a la obra de Esquilo:

“Uno de los argumentos manejados por Apolo ha levantado, desde aquella época, gran controversia: que Orestes estaba más obligado a vengar al padre que a respetar a la madre, porque los hijos nacen de la simiente del padre, mientras que las madres son meras nodrizas. Esta particular visión de la filiación tal vez no sea un simple exabrupto machista, sino un indicio de una legislación que entró en vigor en Atenas poco después de la representación de esta obra, que negaba la ciudadanía a hijos nacidos de extranjeras. Sea como fuere, los argumentos expuestos por el coro, si no se castiga a Orestes, resultan más ajustados al caso: la impunidad de los delincuentes, el triunfo de la anarquía, la indefensión de los padres y la suspensión de las leyes ancestrales. Preceptos que hace suyos Atenea en la implantación del Areópago”[95].

Efectivamente, las luchas del cielo son también luchas de la tierra. Las implicaciones políticas que destaco en el comentario no invalidan sino que ubican histórica y políticamente el discurso patriarcal, que nunca es gratuito. Tampoco es poca cosa que la solución de Atenea para calmar a las Erinias, la constitución del Areópago —un tribunal para “ver los casos de sangre”[96]—, fuese más bien una solución de compromiso que una claudicación de la posición de los dioses áticos. Después de todo, el matricida es perdonado y la posición de Loxias se ve reforzada; asimismo, parece ser que los atenienses tendrán una nueva legislación, acorde con esta. Por otro lado, es importante destacar que la decisión de Atenea le dará a la ciudad un tribunal que adopta su nombre del sanguinario dios Ares, siempre relacionado a una caótica y extrema violencia, al terrible miedo que inspira en los hombres y, como era de esperarse, a los sacrificios[97].

Antígona o la rebeldía que desemboca en suicidio

Sin ninguna duda, la rebeldía de Antígona se dirige en contra de la sacrificialidad, pero ella también se sacrifica. Más que optar por la vida y derrotar el sacrificio como opción posible, la joven elige la muerte. No solo se trata de su disposición a cumplir con la ley de sus dioses hasta las últimas consecuencias, sino de una auténtica elección de morir. Antígona sabe que la ley sacrificial que encarna Creonte es el enemigo a vencer, pero en esa lucha no puede armarse de otra forma que con los instrumentos del sacrificio, no aquel que se justifica como un bien para la polis,que nos exige hacer cosas reprobables en el presente para construir un mejor futuro —sacrificio necesario—, sino un sacrificio que afirma la existencia de límites morales para nuestras acciones, leyes sagradas que no pueden romperse, incluso si así se esperara obtener grandes beneficios —sacrificio no necesario—. Este no proviene de la sumisión a ningún mecanismo o necesidad, sino de las convicciones personales que señalan que vale la pena morir para que se haga justicia; no como “enlace” entre el acto y un resultado que se obtendría mecánicamente, mediante alguna clase de automatismo, sino como afirmación que se deposita en los corazones de quienes puedan valorarla. Antígona define su opción:  

“ANTÍGONA [a Ismene]. — […] Tú optaste por vivir, y, en cambio, yo por morir” (Sófocles, Antígona 555, p. 542).

No se trata de meras consecuencias, aunque existan de hecho. Incluso suponiendo que Antígona no estuviese de antemano dispuesta a matarse, para descartar el acto sacrificial de la heroína no es suficiente señalar que no podía escapar al suplicio; hay que insistir en que Sófocles y sus contemporáneos conciudadanos no podían ver ninguna salida no-sacrificial:

“ANTÍGONA. —Querida hermana, corramos de nuevo.

ISMENE. — ¿Para hacer qué?

ANTÍGONA. —Deseo…

ISMENE. — ¿Qué?

ANTÍGONA. —…ver el hogar subterráneo…

ISMENE. — ¿De quién?

ANTÍGONA. —…de padre, ¡cuitada de mí!

ISMENE. — ¿Pero cómo puede ser lícito eso? ¿Es que no te das cuenta de ello?

ANTÍGONA. — ¿A qué viene ese reproche?

ISMENE. — ¡Y tienes que darte cuenta también de esto otro, de que…

ANTÍGONA. — ¿Cuál es ello otra vez más?

ISMENE. —…se hundió sin inhumación y solo de todos.

ANTÍGONA. —Llévame allá y luego mátame” (Sófocles, Edipo en Colono 1724-1734, p. 425).

Estas palabras de Antígona tienen arraigo en una moral propia del mundo griego clásico, que veía la esclavitud y el deshonor como algo peor que la muerte. Las dificultades que Antígona tiene delante de sí son enormes, incluso “intolerables”, pero que lo sean hasta el punto de preferir “ver el hogar subterráneo” no es mero rasgo idiosincrático, sino una constante en los mitos heroicos, como expresa el coro de ancianos argivos, en la tragedia Agamenón:

“CORO. — […] ¡Intolerable, sí, antes la muerte! Que es más dulce morir que ser esclavo” (Esquilo, Agamenón 1365-1366, p. 1059).

En una cultura cuya base material dependía de esclavos, seguramente se sabía lo mala que podía llegar a ser la esclavitud para los hombres y mujeres libres —y lo natural que era para todos los demás—. Aquellos recibían con horror y terrible violencia la amenaza de ser convertidos en esclavos. Hijos e hijas de reyes preferían la muerte a caer bajo sus cadenas. Seguramente una hija de rey, como lo era Antígona, haría suyas las palabras de esas improbables “hermanas”, las cautivas troyanas:

“CORIFEO. — ¡Ay, ay! ¡Qué mala por naturaleza resulta siempre la esclavitud; tolera lo que no debiera, dominada por la fuerza!” (Eurípides, Hécuba 333-334, p. 964).

Podemos determinar acá la verdadera naturaleza del gesto final de Antígona como sacrificio voluntario del vencido, no porque los hombres sanguinarios lo impongan, sino porque a quien quiere ser fiel a un mandato superior y a sus principios le amenaza la sombra del oprobio. Viéndolo de esa manera, la muerte vendría a ser un mal menor. Así como a Hécuba no le asqueaban todos los sacrificios sino solo aquellos que consideraba injustos, su hija Políxena abraza también la lógica sacrificial, aunque quizás acercándose más a Antígona que a su madre:

“POLÍXENA [a Odiseo]. — […] De mis ojos aparto esta luz, al entregar mi cuerpo a Hades. Condúceme, pues, Odiseo; condúceme y mátame, pues no vislumbro junto a nosotras [Políxena y Hécuba] motivo de esperanza ni de fe en que un día haya de ser feliz.

Madre [Hécuba], no me pongas ningún obstáculo, ni de palabra ni de obra. Aconséjame morir antes de caer en destino vergonzoso impropio de mi dignidad. Pues quien no suele probar las desgracias, toléralas, pero le duele poner su cuello bajo el yugo. Más dichosa sería yo muriendo que viviendo, pues vivir sin dignidad gran oprobio es” (Eurípides, Hécuba 368-379, p. 964).

Lo que dice Políxena podría ser suscrito por Antígona, quien también coincidiría en que la esclavitud y la vida sin honor no merecen la pena. Para estas mujeres, hijas de reyes, suicidarse sería una opción “natural”, acorde con su dignidad. Naturalmente, no todos están de acuerdo con esta interpretación. Franz Hinkelammert[98] sostiene que Antígona no sacrifica realmente su vida ni su futuro —su matrimonio, sus hijos—, ni esto constituye un “acto ético”, en el sentido que le da Slavoj Žižek[99]. Más bien, que tenga que morir es consecuencia de sus decisiones previas o en cualquier caso es sacrificada por Creonte. Sin embargo, pienso que es fundamental insistir en que, aunque Antígona no hace ninguna concesión a la máquina sacrificial per se, su suicidio tampoco es solo una consecuencia de sus decisiones o de las acciones del tirano, el resultado plausible y comprensible de un “callejón sin salida”. Antígona no solo se suicida, sino que su suicidio es también expresión de su disposición a matar:

“ANTÍGONA. — ¿Pero es que voy a casarme con tu hijo [Hemón] algún día mientras viva?

CREONTE. — ¡Es altamente necesario que lo hagas! ¿Adónde, pues, huirías de tu matrimonio?

ANTÍGONA. —Entonces esa noche me tendrá como a una de las hijas de Dánao” (Eurípides, Las fenicias 1673-1675, p. 517).

Antígona quiere bajar a la tumba, pero antes deja claro que está dispuesta a convertirse en la asesina de “su esposo”. La clave está en su mención de las Danaides, las cincuenta “hijas de Dánao”, instruidas por su padre para asesinar a sus esposos en la noche de bodas, luego de que las casaran a la fuerza[100]. Es cierto que el texto no es de Sófocles sino de Eurípides —y posterior al de aquél—, pero expresa bien el carácter de la joven que está presente en todo el relato del primero y que desemboca en su terrible decisión. Si Antígona es capaz de suicidarse, no solo se debe a que ame mucho a su hermano o sea capaz de morir por las leyes de sus dioses, sino a que también es capaz de matar para evitar la deshonra. Es una curiosa inversión especular —mas no contradicción— del “asesinato es suicidio” hinkelammertiano: este suicidio implica la disposición al asesinato. Y a la heroína cósmica no le temblaría la mano.

Sin embargo, a pesar de lo anterior, hay que reiterar que el sacrificio de Antígona no es un sacrificio necesario, porque lo asume desde la “reivindicación de su libertad”. La joven no se rinde ante la maquinaria sacrificial; con su elección desafía claramente la justificación de los sacrificios sobre la base de la necesidad —del orden social, del poder—. Hinkelammert atina al decir que si se quiere hablar de un “sacrificio de Antígona”, como hace Žižek, ese sería, más bien, un “sacrificio de la ley” de Creonte. Estoy de acuerdo. Pero es preciso llevar el análisis un poco más allá, contrastando este sacrificio de la ley que realiza la hija de Edipo y el no-sacrificio de Abraham. Parece que Hinkelammert los considera del mismo tipo, pero yo veo una diferencia en absoluto despreciable: mientras el patriarca “sacrifica” la lógica misma de la ley con su no-sacrificio, la joven sacrifica una ley amparándose en otra, la cual es superior, ley sagrada que también exige un sacrificio humano: el suyo. Es un sacrificio no necesario, pero sacrificio de todas maneras, por lo que no hay ruptura con el círculo sacrificial, el cual se sigue reproduciendo. Y esto no es ajeno al hecho de que Abraham e Isaac descendieron de las alturas para vivir, no como Antígona, quien descendió a las profundidades para morir. A diferencia del de Abraham, el gesto de la joven griega parece libre, pero no lo es.

Tanto Abraham como Antígona obedecen a una voz divina, que les incita a realizar actos de rebeldía. Esto nos obliga a distinguir entre el Dios de Abraham y los dioses a quienes sirve Antígona. No es insignificante que el primero remita a una promesa, mientras estos refieren a su propia ley. Incluso si el reconocimiento de su error no hubiera llegado demasiado tarde, Creonte debía ser castigado y su familia eliminada; por eso, Antígona debía morir, ya que era preciso restituir el orden cósmico —que el tirano transgredió al no permitir la sepultura de Polinices—. La hija de Edipo se convierte así en instrumento de los dioses infernales: con su muerte, Hemón se queda sin “su esposa” y pierde la vida; por su parte, Creonte pierde a su hijo, su esposa (Eurídice) y su linaje. Su propia hybris no quedaría impune. Como ya he señalado, los dioses infernales también exigen venganza y sacrificios. Las Erinias persiguiendo a Orestes no serían diferentes de las que se esforzarían por perder a Creonte. En el horizonte de la tragedia, la vida de hombres y mujeres es el campo de batalla de unas leyes contra otras, un capítulo más de la lucha de los dioses. Antígona sabe esto y no rechaza su destino, siempre dispuesta a morir o a matar por la ley.

¿Una catapulta contra las leyes?

Antígona muere luchando contra la ley de Creonte, obedeciendo la ley sagrada de los dioses antiguos, pero sin atacar al núcleo mismo de la ley. ¿Qué quiere decir esto último? Una vez más, hay que recurrir al análisis de lo divino para comprender mejor de qué manera funcionan las cosas humanas. Los mitos griegos cuentan casi invariablemente una trágica relación entre los seres humanos y las leyes de dioses y hombres. La tragedia de Sófocles no es la excepción, como ya hemos visto. Sin embargo, el conflicto de Antígona con las leyes es doble, ya que se opone a la ley de Creonte y es sumisa frente a la ley sagrada. Pero esta ley es muy especial, ya que incluso los “poderosos dioses” están sometidos a ella:

“HÉCUBA [a Agamenón]. — […] Nosotras somos esclavas y débiles quizá, mas los dioses son poderosos, y también lo es la ley que sobre ellos impera. Pues, en virtud de la ley, respetamos a los dioses y vivimos, una vez que hemos definido lo justo y lo injusto. Ley que, si cuando se pone en tus manos va a resultar violada, y no pagan su castigo quienes dan muerte a sus huéspedes u osan apropiarse de lo consagrado a los dioses, no existe justicia alguna en los actos humanos” (Eurípides, Hécuba 798-805, pp. 973-974).

Es la ley de los dioses antiguos, primigenios, esos a quienes los dioses olímpicos temían y respetaban. Hécuba se pone bajo su amparo y exhorta al héroe-conquistador a que también observe esa ley, obteniendo de él un poco de compasión. A diferencia de Creonte y su corazón de piedra, este Agamenón actúa con piedad, en ambas acepciones del término: como observante de la ley sagrada y en tanto hombre misericordioso, justo. ¡Curioso giro en alguien que diera origen a todas las desgracias, sacrificando a su propia hija! Precisamente, esta ley es especialmente dura contra aquellos que cometen “crímenes de sangre”, dureza que se justifica por la necesidad imperiosa de parar la espiral de violencia que desencadena la venganza irracional:

“TINDÁREO. — […] A ti, Menelao, voy a hacerte solo esta pregunta. Si a este [Orestes], por ejemplo, le diese muerte la mujer con la que comparte la cama, y a su vez el hijo de este matase a su madre en respuesta por su acción, y luego el hijo que aquel tuviere resolviese un asesinato con un asesinato, ¿hasta cuándo, entonces, se continuaría prolongando el fin de estas desgracias? Bien legislaron a este respecto nuestros padres de antaño: a cualquier individuo que se hallase en situación de cargar con un crimen de sangre no le permitían dirigir la mirada a los ojos de la gente ni salir a su encuentro, sino que dejaban que se purificase mediante el destierro y no lo mataban, pues siempre iría a haber una persona sujeta al asesinato, aquella que con sus manos se hiciese acreedora de la última mancha” (Eurípides, Orestes 507-518, p. 1274)[101].

El texto bien podría ser una versión antigua del “asesinato es suicidio” que formula Franz Hinkelammert, si no fuera por la prescripción de la deshumanización del culpable del crimen: al desterrarlo y prohibir el contacto con él, el criminal es despojado de su subjetividad y convertido en paria, encontrándose desde entonces sujeto a todas las desgracias. La semejanza de este texto con el relato bíblico de Caín y Abel es notable, incluso en la referencia a la absoluta sumisión a una autoridad despótica —los “padres de antaño”, el “Señor” del Génesis—[102]. La obediencia a los dioses se encuentra en el fondo de la observancia de la ley, esto significa aceptación de su voluntad. En cierto sentido, también la “conciencia moral” de Antígona se nutre de las recomendaciones que invitan a vivir bajo la égida de las antiguas leyes. Observancia de la ley equivale a obediencia a los dioses:

“CORO. […] Antístrofa. [—] Quien con injusta determinación y furor al margen de la ley, contra tus ritos báquicos y los de tu madre[103], con mente enloquecida y voluntad desvariada, en camino se pone, con afán de controlar por la violencia lo invencible. La muerte es un castigo por sus despropósitos. Aceptar sin remilgos lo que a los dioses atañe, en calidad de ser mortal, es vivir sin pena. La sabiduría yo no la envidio. Disfruto persiguiendo esas otras cosas, grandes y claras, que hacia el bien conducen la vida: día y noche ser piadoso, desterrar las leyes que quedan fuera de la justicia, honrar a los dioses” (Eurípides, Las bacantes 997-1010, p. 244)[104].

Puede resultar extraño que Las bacantes nos presente una defensa de las leyes de los dioses y su observancia, junto al carácter “salvaje” de los ritos de Dioniso. Ya veíamos, en su Orestes, que Eurípides introduce aquella otra paradoja de unos “dioses” que desprecian la venganza sangrienta y crean una ley para proscribirla, aplicando a quien infringe la ley una violencia extrema, anuladora de su subjetividad.Esta misma paradoja se encuentra, como ya señalé, en el relato bíblico de Caín: LA LEY del Señor exige un cumplimiento absoluto que termina por aplastar al sujeto. Pero las semejanzas no acaban allí. El final del fragmento de Las bacantes es una lista de prescripciones bastante semejante a esta otra, del libro de Miqueas:

“El Señor ya te ha dicho, oh hombre, en qué consiste lo bueno y qué es lo que él espera de ti: que hagas justicia, que seas fiel y leal, y que obedezcas humildemente a tu Dios”[105].

La relación que quiero destacar en ambos textos es la que existe entre la justicia que funciona como criterio de discernimiento de las leyes y la obediencia a los dioses (o a Dios). El texto de Eurípides es claro al señalar que no debemos considerar que una acción será justa solo porque es legal. En el caso de Miqueas, lo importante es el lugar que ocupa la justicia, al inicio de la lista de prescripciones. Si pensamos en Antígona, recordaremos que esto es clave para entender su posición frente a Creonte. Pero también lo es la confrontación entre este y las leyes de los dioses. Creonte es injusto porque se ha alejado de la divinidad, porque no la obedece. Estos dioses, así como el “Dios de Miqueas”, son dioses legisladores que establecen la justicia proporcionando una ley que debe ser cumplida por los mortales —o las criaturas, en el caso del Dios bíblico—. La precisión es importante: los dioses mandan, los mortales (las criaturas) obedecen:

“HELENA [a Teónoe]. — […] La divinidad odia la violencia y da orden a todos de no adquirir las adquisiciones mediante hurto. Hay que renunciar a la riqueza injusta. Común es el cielo a todos los mortales, y la tierra, sobre la que, al llenar nuestras casas, no debemos ni adueñarnos de lo ajeno ni apropiárnoslo por la fuerza” (Eurípides, Helena 903-909, p. 1233)[106].

Es claro el mensaje de justicia que se identifica con los dioses y la orden que emiten. El texto da la impresión de que justifica cierta concepción universal de la justicia, como si los dioses y la ley lo fueran de y para todos, sin excepción. Sin embargo, debemos tener cuidado con el discurso de esta noble y reivindicada Helena, que nos presenta Eurípides. Concediendo demasiada atención a la “comunidad de los mortales”, podemos perder de vista la profunda brecha entre estos y la divinidad. ¿Puede haber universalismo moral sin una superación de ese abismo? Pienso que no y eso me llevará a analizar mitos diferentes, más adelante. Ahora bien, por el momento, quiero señalar que esto se ve más claro si relacionamos esta imposibilidad del universalismo y la concepción antihumanista de la divinidad dominante en el mundo antiguo, que es por cierto una divinidad legalista. Es importante señalar que hubo un filósofo griego que logró ver el problema que representaban las leyes para la realización de la justicia social auténtica; precisamente, su postura política dirigió sus lanzas más afiladas contra la despreciable institución de la esclavitud. Me refiero a Alcidamas de Elea (s. IV a. C), discípulo de Gorgias de Leontini, quien manifestó la necesidad de pensar la vida humana fuera de los términos de las leyes, como explica José Barrio Gutiérrez:

“[Alcidamas] atacó la estructura social griega, en especial la esclavitud, sosteniendo que ‘Dios hizo a todos los hombres libres’. Y que ‘la naturaleza a ninguno hizo esclavo’. Para él la filosofía era un medio para demoler la injusticia de la legislación ateniense y en general de la antigüedad. Aristóteles en su Retórica [III, 3, 1406 b, 11] nos dice que según Alcidamas, ‘la filosofía es una catapulta contra las leyes’[107].

Para Alcidamas, la legislación es injusta al elaborar leyes que contradicen lo que “Dios” ha dispuesto para los hombres. El criterio de discernimiento de las leyes sería, una vez más, la justicia que proviene de la divinidad. Uno estaría tentado a proclamar que Alcidamas da en el clavo, conviniendo en que habría formulado, al menos de manera incipiente, un ataque frontal no solo contra las leyes, sino contra la índole profunda de lo legal. Sin embargo, es dudoso que fuera así, dada la evidente ambigüedad en las palabras clave de la cita de Aristóteles:

“Lo que (dice) Alcidamante[108] sobre que la filosofía es ‘fortificación de la ley’” (Aristóteles, Retórica III, 3, 1406 b, 11)[109].

Aristóteles llama la atención sobre lo poco persuasiva que resulta una sentencia como esta del discípulo de Gorgias, calificándola de “estéril” e inadecuada por su falta de claridad. Sin embargo, parece que precisamente esa falta de claridad puede ser muy iluminadora. El traductor Quintín Racionero señala que:

“La frase es deliberadamente ambigua y tanto puede significar para como contra la ley”[110].

¿Piensa Alcidamas en la filosofía como un martillo demoledor que debe acabar con las leyes injustas, acompañándose de otras leyes, tal vez leyes sagradas, que reestablezcan lo dispuesto por la divinidad? ¿O, como especulé antes, se trata del indicio de una superación de la legalidad en sí misma? Pienso que las dos interpretaciones aludidas por el traductor de Aristóteles refuerzan la primera opción. No hay en el filósofo un planteamiento que pueda ir más allá de la ley; si una ley es injusta, debe oponérsele otra que la derribe y la sustituya. En ese sentido, la filosofía puede proveer de los instrumentos que fomenten las leyes justas, al mismo tiempo que sirve para protegernos de aquellas leyes que promuevan la injusticia.

Estas digresiones permiten ver cómo el gesto rebelde de Antígona ante la ley injusta, que se alimenta a su vez de la observancia de una ley justa y sagrada, se corresponde perfectamente con la manera usual de la antigüedad griega de entender el conflicto con las leyes, que es también expresión del conflicto entre las personas y los dioses, y el de unos dioses contra otros. La omnipresencia de la ley, ya sea como objetivo a enfrentar o como objeto de amparo, está también en la raíz de los sacrificios, como violencia que se ejerce contra el sujeto. A Ifigenia la matan para que la máquina siga su curso; Antígona se suicida para dejar en evidencia el fracaso de esa maquinaria de injusticias. Hace falta un reconocimiento de la subjetividad que rompa el ciclo sacrificial, pero para eso también es indispensable construir una “humanidad” que en Antígona está ausente.

El universalismo: Antígona no conoce a San Pablo…

Aludir a lo “universal” puede ser problemático para quienes piensan que así se anularían las diferencias o se pondría en peligro el pluralismo —de ideas, elecciones, formas de vida—. Eso no es lo que sucede con el universalismo moral de Pablo, prefigurado en Abraham y ausente en Antígona. Es importante insistir en esto, sobre todo de cara a los grupos críticos contemporáneos y colectivos antisistema que piensan que lo universal produce alguna especie de “totalitarismo”, “homogenización”, “simple generalidad” o “verdad absoluta”. Más bien, el universalismo paulino logra dar sentido a las particularidades, desde una perspectiva indispensable, sobre todo en el mundo actual.

Como he señalado en repetidas ocasiones, si podemos encontrar una referencia a un compromiso moral con “la humanidad” por parte de Antígona, este alude claramente a los lazos familiares o quizás a los que son parte de su propio mundo. Pienso que en ese sentido su “humanitarismo” sigue derivándose de la tierra, como George Steiner apunta al llamar la atención sobre el parentesco entre las expresiones humanitas (humano) y humus (terreno). No puede negársele la tierra a un muerto —su inhumación—, ya que así se le niega la humanidad[111]. Aunque luego el mismo Steiner intenta justificar una supuesta “universalidad” apelando a que las leyes que observa Antígona son “leyes de la naturaleza” y, en ese sentido, “eternas”[112], fuera bueno recordar el carácter de quebrantamiento del orden cósmico que tiene el gesto “inhumano” de Creonte —Antígona será la llamada a restaurar el orden—, y los problemas de cualquier tipo de universalismo construido sobre una noción de “leyes eternas”, en lugar de uno que apele a la unidad corporal del género humano, como diría Hinkelammert.

Para desarrollar estas ideas, es preciso que recurramos a un tipo diferente de mitos: los relatos fundacionales del cristianismo. Sin embargo, acá tenemos que enfrentar un problema. Al ser la cristiandad una de las bases de nuestra cultura, es posible que nos resistamos a considerar a sus relatos fundacionales como “mitos”. No obstante, vale la pena que nos preguntemos sobre el papel que juegan estos relatos en la constitución de nuestras ideas y categorías morales seculares, así como la forma que adoptan en tanto legitimaciones institucionales. Es imposible seguir ignorando los relatos cristianos dentro de nuestros análisis y esto supone considerarlos etsi deus non daretur, como si Dios no existiera. Lo que implica que los relatos deben ser sacados de las instituciones que ahora se dicen sus representantes, secularizándolos, para obtener en ellos las respuestas que buscamos[113]. Esto es lo que también hace Slavoj Žižek:

“El cristianismo (y, a su manera, el budismo) introdujo en [el] orden cósmico global equilibrado [propio del paganismo] un principio que es totalmente extraño a él, un principio que, considerado según los cánones de la cosmología pagana, aparece inevitablemente como una monstruosa deformación: el principio según el cual cada individuo tiene un acceso inmediato a la universalidad (del nirvana, del Espíritu Santo, o, en la actualidad, de los derechos y libertades humanas): yo puedo participar en esa dimensión universal directamente, con independencia de mi lugar específico en el seno del orden social global […] El ‘odio’ que Cristo nos impone[114] no es […] una suerte de opuesto pseudo-dialéctico al amor, sino una expresión directa de lo que San Pablo describe con insuperable poder, en Corintios I, 13, como ágape, el intermediario capital entre la fe y la esperanza: es el amor mismo el que nos exige que nos ‘desconectemos’ de la comunidad orgánica en que hemos nacido. Como proclama el mismo San Pablo, para un cristiano no hay hombres ni mujeres, ni judíos ni griegos…

[…] El cristianismo es el acontecimiento milagroso que trastorna el equilibrio del uno-todo; es la violenta intrusión de la diferencia la que precisamente desquicia el circuito equilibrado del universo[115].

El universalismo cristiano es lo opuesto a una ley eterna —pagana, aristotélica— que pretende conservar un orden del universo que refleja la manera como la sociedad ya está "ordenada”. Si Antígona tiene claro que lo que hace no lo haría por “un cualquiera” —un esclavo, un extraño—, no se debe a que sea dura de corazón, sino a que la ley que obedece no le permite pensar de otra manera.

Pero, ¿cuál es ese “acontecimiento” al que se refiere Žižek, en qué piensa realmente? Lo mejor es que analicemos las ideas de un amigo suyo, el filósofo Alain Badiou[116], quien nos refiere de una vez a eso que Pablo de Tarso considera como lo único que hace falta creer para que la fe sea auténtica: la resurrección de Jesús. En efecto, la resurrección es el acontecimiento:

“Se podría decir: el acontecimiento-Cristo, que haya habido ese hijo fuera del poder de la muerte, identifica retroactivamente la muerte como una vía, una dimensión del sujeto, y no como un estado de cosas. La muerte no es un destino, sino una elección, como nos lo muestra que, sustrayendo la muerte, nos pueda ser propuesta la elección de la vida. Y por consiguiente no hay, en todo rigor, ser-para-la-muerte, no hay más que una vía-de-la-muerte, que entra en la composición dividida de todo sujeto”[117].

La resurrección “del hijo” es lo verdaderamente esencial del cristianismo: una propuesta a que elijamos la vida y nos opongamos a los caminos que llevan a la muerte. Es así que el problema del universalismo no debe plantearse en términos “metafísicos”, sino desde la misma subjetividad: la elección que hacemos, elección de la vida, determina asimismo nuestra pertenencia a una humanidad que es comunidad:

“Si la resurrección es sustracción afirmativa a la vía de la muerte, se trata de comprender por qué este acontecimiento, radicalmente singular, funda a los ojos de Pablo un universalismo. ¿Qué es lo que, en esta resurrección, en este ‘fuera de los muertos’, tiene fuerza para suprimir las diferencias? ¿Por qué, por el hecho de que un hombre haya resucitado, se sigue que no hay ni griego ni judío, ni macho ni hembra, ni esclavo ni hombre libre?[118]

Ahora bien, ¿en qué consiste el milagro de la resurrección? Paradójicamente, y a despecho de lo que muchos creen, lo milagroso es que el acontecimiento anula la distancia entre “Dios” —los dioses, la divinidad— y nosotros. El “descubrimiento” esencial a que da lugar es que lo que nos mantenía divididos, lo que impedía la asunción de la universalidad, consistía en la distancia de lo divino respecto a nuestra vida. En Cristo Jesús, este abismo ha sido anulado para siempre:

El resucitado es el que nos filializa y se incluye en la dimensión genérica del hijo. Es esencial recordar que para Pablo, Cristo no es idéntico a Dios, que ninguna teología trinitaria o sustancialista sostiene la predicación. Completamente fiel al acontecimiento puro, Pablo se contenta con la metáfora del ‘envío del hijo’. Y por consiguiente, para Pablo, no es lo infinito lo que ha muerto en la cruz. Cierto, la construcción de la localización del acontecimiento exige que el hijo que nos fue enviado, anulando el abismo de la trascendencia, sea inmanente a la vía de la carne, a la muerte, a todas las dimensiones del sujeto humano. No se deduce de ninguna manera que Cristo sea un Dios encarnado, o que sea necesario pensarlo como hacer-finito de lo infinito. El pensamiento de Pablo disuelve la encarnación en la resurrección[119].

Posiblemente, la lectura de Badiou no hace auténtica justicia al significado de la encarnación, aun si lo queremos captar desde la resurrección. ¿Es solo “metafórico” el sentido del “envío del hijo”, en Pablo? Lo dudo. Pienso en la lectura diferente que hace Hinkelammert, más consistente con el hecho de que la encarnación misma tampoco es negada por “la metáfora del ‘envío del hijo’”. Hay elementos importantes que se le escapan a Badiou:

“Yo hablo del hecho de que Dios se hizo hombre, no de la fe o creencia. Se trata de un hecho perfectamente secular. Es un hecho antropológico. Efectivamente se trata de un hecho que podemos constatar […]

Toda la historia hasta hoy gira alrededor de este corte de la historia occidental: Dios se hizo hombre, por tanto ser humano. Hazlo como Dios, humanízate a ti, a las relaciones con los otros y con la misma naturaleza. Si Dios se hizo hombre, por tanto ser humano, también el ser humano tiene que humanizarse”[120].

¿Será que el problema que ve Badiou en la encarnación reside en la necesidad paulina de explicarlo todo remitiendo únicamente a la resurrección? ¿O será, más bien, que su noción del “Padre”, de quien envía al “hijo”, es deudora en demasía de una idea de Dios absoluto, “infinito” y lejano —quizás aquel “Señor” del relato de Génesis sobre la maldición de Caín—, a tal grado que es la única manera como puede comprenderlo? ¿Por qué deberíamos entender “la encarnación desde la resurrección” en esos términos? En lo que a mí respecta, no veo claro cómo podría haber sido el acontecimiento cristiano algo tan radical —como sostiene Badiou—, sin apelar a la necesidad de la encarnación tanto como a la resurrección. Incluso en esta idea me reafirma otro texto de Badiou:

“Aunque la resurrección no sea el ‘calvario de lo absoluto’, aunque no active ninguna dialéctica de la encarnación del espíritu, es verdad que suprime las diferencias en provecho de una universalidad radical, y que el acontecimiento se dirige a todos sin excepción, o divide definitivamente a todo sujeto. Esto es exactamente lo que constituye, en el mundo romano, una invención fulminante[121].

Si las “diferencias” realmente funcionan como elementos que impiden la construcción de una auténtica comunidad de semejantes, deben remitir a algo más prescriptivo que la mera existencia de esas diferencias. Deben apuntar, directamente, a la trascendencia, al abismo entre nosotros y los dioses. Eso es lo esencial. Como en el caso de los miembros del Ku Klux Klan: no les basta con resaltar las diferencias entre un blanco y un negro, sino que es necesario que la prescripción ligada a esas diferencias —la segregación racial— la justifiquen remitiendo a una diferencia abismal, es decir, aludiendo a un dios o a su ley que lo ha establecido de esa manera. No soy yo quien te segrega, sino la divinidad, la cual antes ha segregado a la humanidad, sobre la base de su trascendencia. Al abismo interracial correspondería el abismo entre los seres humanos y los dioses.

Ahora bien, pensando en la transformación social ahora, más de alguno dirá que quizás estamos pidiendo a la universalidad radical paulina algo contradictorio. ¿Por qué la universalidad, que suprime las diferencias, debería garantizarlas o reconocerlas? La respuesta de Pablo, según Badiou, es una invitación a no perder de vista que esas mismas diferencias son el lugar concreto en donde acontece lo universal:

“Lo que importa, hombre o mujer, judío o griego, esclavo o libre, es que las diferencias contengan lo universal que les acontece como una gracia. E inversamente, solo reconociendo en las diferencias su capacidad para contener lo que les adviene de universal, el universal mismo verifica su realidad […]

Las diferencias nos dan, como lo hacen los timbres instrumentales, la univocidad reconocible de la melodía de lo Verdadero”[122].

Esta incursión dentro del acontecimiento universal cristiano me permite insistir en que, si bien Antígona encarna un gesto rebelde de asombroso coraje y valentía, de oposición férrea a la ley sacrificial, sin embargo se trata de una opción de imposible universalidad. La justicia a la que refiere Antígona no es accesible a todos ni indiferente al lugar que ocupa cada uno dentro de la sociedad. Curiosamente, la ausencia de universalidad en las acciones de la hija de Edipo vuelve imposible también el reconocimiento de las diferencias, en el sentido en que ahora podría interesarnos, si lo que queremos es una praxis emancipadora abierta e inclusiva. Esto es algo que debe ser considerado por los movimientos alternativos y rebeldes contemporáneos, sobre todo entre los jóvenes y mujeres que podrían ver en Antígona una fuente de inspiración. Si alguna diversidad nos interesa en la actualidad, esta no la podría garantizar ningún cosmos pagano jerarquizado, sino el acontecimiento universalizador cristiano. Y si de modelos se trata, quizás deberíamos elegir uno menos heroico, poniendo nuestra atención en Abraham. 

… y Abraham no es ningún héroe

Ese rechazo de la “vía-de-la-muerte” en que consiste la resurrección, según Badiou, fundamenta el posicionamiento cristiano de rechazo a toda sacrificialidad. No puede haber universalismo auténtico sin rechazo del sacrificio, ya sea el que ordena la maquinaria del poder o el que proviene de la exigencia de algún dios. No hay Pablo (ni Jesús) sin Abraham. Como para Antígona es ajeno este rechazo radical de los sacrificios, ella sí puede ser “heroína cósmica”, pero Abraham está excluido del panteón de los héroes trágicos. Sin embargo, su historia de no-sacrificio es fundamental para la emancipación humana.

El relato del “sacrificio” de Isaac es una especie de espejo, uno puede analizar sus más profundos principios morales en él, según la manera como responda a esta cuestión: ¿le pide Dios a Abraham que mate a su hijo o, más bien, le muestra que él no es un dios de sacrificios? Por supuesto, esto nos llevaría a cuestionarnos acerca de quién era el que pedía a Abraham que matara a su hijo. No puedo evitar recordar la reflexión de Kierkegaard que cita Sartre en El existencialismo es un humanismo, acerca de que solo “yo” puedo “saber” si quien me habla es un ángel o un demonio, si quien me pide que mate a mi hijo es Dios o no, y si yo mismo soy o no soy “Abraham”[123]. Lo que esto quiere decir es que de antemano elijo a los personajes de “mi relato”, en tanto ya conozco el sentido del mismo. Para lograrlo debo poseer un criterio de discernimiento que pongo a funcionar en mi interpretación, aunque no me dé cuenta de que lo estoy haciendo. Según sea el criterio, así se estructurará y cobrará sentido el relato.

La crítica de Franz Hinkelammert a la lectura tradicional de un Abraham dispuesto a matar a su hijo se relaciona con este problema. Él ha señalado diversas inconsistencias en el texto que hacen pensar en añadidos que cambian el sentido del mismo, con la evidente intencionalidad de usar el relato para justificar los sacrificios necesarios[124]. Por mi parte, me llama mucho la atención que la relación entre el supuesto sacrificador y la víctima sea esencialmente distinta de la que existe entre Agamenón e Ifigenia, por ejemplo. La clave está en la frase de Abraham con que responde a la pregunta de Isaac acerca de dónde está el cordero para el holocausto:

“—Dios se encargará de que haya un cordero para el holocausto, hijito —respondió su padre”[125].

Abraham no solo trata a su hijo como sujeto, al responderle y hablarle con cariño —al contrario de Agamenón, que entre llanto y lamentaciones parece que habla más consigo mismo que con Ifigenia—, sino que sus palabras traslucen la esperanza que se basa en la promesa de Dios. Los relatos del sacrificio de Ifigenia dejan siempre muy claro que, para Agamenón, la suerte está echada; por el contrario, las palabras de Abraham en este versículo son un recordatorio, para nosotros, de que Dios tiene una promesa que cumplir. Esto, considero yo, refuerza la idea de Hinkelammert acerca de la intención original del relato, que condena los sacrificios e incluso la mera disposición a realizarlos.

Pero hay más elementos que apuntan en esta dirección. Franz Hinkelammert establece la fundamental conexión entre Jesús —y su resurrección, por supuesto— y la tradición abrahámica, no de una manera ocasional sino esencial[126]. El texto clave lo encontramos en el evangelio de Juan:

“—Si ustedes fueran de veras hijos de Abraham,

harían lo que él hizo. Sin embargo,

aunque les he dicho la verdad que Dios

me ha enseñado, ustedes quieren matarme.

¡Abraham nunca hizo nada así!”.[127]

Abraham no puede ser de ninguna manera un héroe:si hubiera sido griego habría matado a Isaac, quizás suicidándose después o muriendo a manos de la madre de Isaac —como Agamenón a manos de Clitemnestra—. O quizás habría desobedecido la orden —la ley—, pero se habría obligado a descender a los infiernos —como hace Antígona—. Pero Abraham “dirige el golpe” contra el orden de la ley mismo y en esto es mucho más radical que Antígona, quien “solo golpea” a la ley de Creonte, como señalara Hinkelammert.

El problema con la interpretación de Žižek sobre el “sacrificio” abrahámico[128] es que no repara en que Dios había “construido” a Abraham en torno a la promesa que vendría a sustituir a la ley. Si Abraham hubiera matado a Isaac, no hubiera atentado él contra sí mismo, como sostiene Žižek, sino que habríamos presenciado a Dios golpeándose a sí mismo, ya que un Isaac vivo es la garantía de su promesa. Mediante el no-sacrificio de Abraham se abre una alternativa al asesinato como medio para garantizar la reproducción de la sociedad.

Este es un aporte del universo semítico a nuestra comprensión de la sacrificialidad; en el mundo griego solo en muy pocos lugares se encuentra algo similar. Uno de estos lugares es la obra del filósofo del siglo V a. C., Empédocles. Su presentación de un “escenario primigenio” armónico y benevolente lleva aparejada una crítica indirecta de la locura de los dioses sanguinarios y su lógica sacrificial:

“Y no tenían ningún Dios Ares, ni Kidimo, ni Zeus rey, ni Krono ni Poseidón, sino una sola reina, Cypris [Afrodita]. Los hombres la propiciaban con imágenes piadosas, con pinturas de animales, con ungüentos de primorosa fragancia, con sacrificios de mirra pura y de oloroso incienso, derramando sobre el suelo libaciones de dorada miel. No humedecía el altar la sangre pura de los toros, sino que se consideraba como una gran abominación entre los hombres el quitar violentamente la vida (a los demás seres) y devorar sus nobles miembros” (Empédocles de Acragas, en Fr. 128, Porfirio, de abstinentia II 21, pp. 486-487)[129].

Empédocles resulta ser una feliz anomalía, aunque oscurecida por su propia leyenda. La historia de que acabó sus días lanzándose al volcán Etna parece poco confiable históricamente, pero su oposición a los sacrificios humanos lo coloca entre los candidatos a ser el blanco de calumnias y difamaciones. Después de todo, el mundo griego parecía muy a gusto conviviendo con la idea de sacrificar personas, llegando incluso a “entusiasmar” a la Europa ilustrada:

“Goethe miraba profunda y resueltamente los desastres humanos. Sentía que la Versöhnung(la conciliación, el hecho de hacer enmiendas en una escala de valores casi cósmica) era el desenlace más maduro del drama trágico. Por su parte, Aristóteles había compartido ese sentir. Pero la reconciliación debía lograrse (y, en efecto, a menudo se había logrado así) a costa de una inmolación humana y hasta de la autoinmolación […] La Versöhnungpuede tener que aguardar eine Art Menschenopfer (‘una clase de sacrificio humano’) ya directo, ya por sustitución ‘como en el caso de Abraham y de Agamenón’. Aquí no hay apaciguamiento del terror”[130].

Ya me he ocupado de la sacrificialidad entendida como inmolación humana (Ifigenia, Macaria, Políxena) y como autoinmolación (Antígona), pero lo más llamativo de la cita es la referencia a la “sustitución”. Si tenemos claro que la hija de Agamenón no es sustituida realmente, sino que es transformada en la ejecutora de mucha más sacrificialidad, entonces sería más apropiado decir que no solo no hay “apaciguamiento del terror”, sino que incluso este puede volverse aún más extremo. Por su parte, si bien podemos hablar de la sustitución de Isaac, lo grave es que tanto a Goethe como a Steiner se les escape que en el relato hebreo no hay sacrificio. Nada más lejos de Isaac y Abraham que el siguiente “relato” del filósofo de Acragas:

“El padre, pobre necio, levantando en alto a su propio hijo querido, que ha cambiado de forma, lo degüella en actitud de oración; están perplejos cuando sacrifican a su víctima implorante; y él, sordo a sus gritos, la degüella y prepara en sus mansiones un macabro festín. Del mismo modo el hijo coge a su padre y las hijas a sus madres y, después de quitarles violentamente la vida, se comen las carnes de sus seres queridos” (Empédocles de Acragas, en Fr. 137, Sexto, adv. math. IX 129, p. 489).

En esta exposición de la “caída” de los seres humanos en un estado de embrutecimiento y violencia, luego de perder el estado original de amor e inocencia —el reinado de Cypris— Empédocles no solo manifiesta, una vez más, el horror que le producen los sacrificios humanos; en cierto modo, también anticipa el “asesinato es suicidio” hinkelammertiano, como en este otro fragmento:

“¿No cesaréis con la horrible matanza? ¿Es que no veis que os estáis devorando recíprocamente en vuestra insensata locura?” (Empédocles de Acragas, en Fr. 136, Sexto, adv. math. IX 129, p. 489).

Empédocles se manifiesta claramente en contra de esta violencia, sus textos deberían ser leídos en esta clave y eso ayudaría a ver cómo la lógica sacrificial es central en el pensamiento griego y no es de ninguna manera una mera extravagancia. Ahora bien, tampoco el filósofo puede escapar al ciclo de violencia que también atrapara a Antígona y la condenara a someter su afán de rebeldía a sus reglas impenitentes: la ley de los dioses castiga al asesino, pero a él lo asesina también. O lo somete quizás a algo peor. Reaparece el Caín griego, una vez más:

“Hay un oráculo de la Necesidad [Ananké], antiguo decreto de los dioses, eterno, sellado con amplios juramentos: siempre que algunos de los semidioses, cuyo lote es una vida de larga duración, ha manchado inicuamente sus queridos miembros con derramamiento de sangre, anda errante, desterrado de los bienaventurados por tres veces diez mil estaciones, naciendo durante dicho tiempo en toda clase de especies de seres mortales y cambiando un penoso sendero de vida por otro. La fuerza del aire le persigue hasta el punto que lo escupe de nuevo hacia tierra firme; esta lo lanza dentro de los rayos del sol abrasador y él a su vez en los torbellinos del éter. Va pasando de unos a otros y todos le odian. Yo soy ahora uno de ellos, desterrado de los dioses y errabundo, yo que puse mi confianza en la furiosa Discordia” (Empédocles de Acragas, en Fr. 115, Hipólito, Ref. VII 29 y Plutarco, de exilio 17, 607c, pp. 490-491).

La ley divina es implacable y ya no asoma en el horizonte ni Cypris ni ninguna otra divinidad que no sean las Erinias feroces. Frente a esta “necesidad” se rinde el sacrificio necesario, como lo pudo constatar Creonte, e incluso los dioses uránicos no pueden nada contra ella. Es la tremenda fuerza del fatum, el destino:

“MENELAO. — […] La frase no es mía, sino que es un sabio proverbio: ‘Nada puede más que la tremenda necesidad [ananké]’” (Eurípides, Helena 512-514, p. 1221).

¿Cómo debemos entender la necesidad, como fatum que ordena asesinar —y castigar al asesino con una nuevo “asesinato”— o como elección indispensable de quien se niega al asesinato? La rebeldía frente al sistema sacrificial no es suficiente, como lo demuestra Antígona, quien no puede escapar a la necesidad y el fatalismo. No obstante, el problema de la hija de Edipo no es un problema de herencia paterna, surge de la estructura moral fundamental del mundo griego: el conflicto con las leyes solo puede resolverse dentro de un férreo formalismo legal. Solo el cumplimiento de otra ley puede hacer temblar la “ley injusta”, pero eso deja cerrado el horizonte de la subjetividad. Antígona reivindica su libertad, pero al final solo está obedeciendo a los dioses correctos. Por eso es un modelo limitado para los movimientos sociales críticos y las organizaciones populares que quieren construir otros mundos posibles. La utopía necesaria no se identifica con Ananké, sino con la disposición a no matar. Es una elección. Pero para ello hace falta transitar hacia un nuevo criterio de discernimiento de nuestras decisiones. Hace falta acogerse a una promesa.

Dios de la ley y Dios de la promesa

En tanto “padre de los creyentes”, Abraham es el primero que hace un “discernimiento de los dioses”, en sentido hinkelammertiano[131]. ¿Cómo sabe Abraham que la voz que escucha es la voz de Dios? Hace falta un criterio para saberlo. Abraham es portador de ese criterio: él no está dispuesto a matar. Así sabe a qué atenerse y descubre que el Dios de la ley es falso, mientras que el Dios de la promesa es verdadero.

Quienes han analizado el mito sacrificial abrahámico han planteado el problema de un Dios sacrificador que, paradójicamente, promete la vida a quienes le son fieles. Precisamente, parece que se ensaña particularmente con quienes dan pruebas de esa fidelidad (Abraham, Jesús). Sin embargo,  ¿por qué no suponer mejor que hay dos dioses actuando y hablando,el de la ley y el de la promesa? Una crítica de la religión auténtica realiza inevitablemente un discernimiento de los dioses[132] y en el caso de Abraham el resultado de este discernimiento es el rechazo de toda sacrificialidad y del Dios correspondiente. ¿No es el Dios que ordena el sacrificio distinto del que detiene la mano de Abraham? ¿No es plausible suponer que el problema de Abraham es que la voz que escucha podría ser interpretada como la voz de dos dioses diferentes? Abraham enfrenta un verdadero conflicto y debe superar la “fascinación” que ejerce un sacrificio que le proporcione lo que desea. Si es posible pensar en una “prueba de Dios”, no es la usual que dice que Dios quería saber si Abraham le era tan fiel que le sacrificaría a su hijo, sino la prueba de que Abraham, en función de la promesa recibida, podría resistir a la tentación del sacrificio:

“Las formas más monstruosas y supuestamente superadas del holocausto… la ofrenda a oscuros dioses de un objeto de sacrificio es algo a lo que pocos sujetos pueden no sucumbir, como si se encontraran sometidos a algún hechizo monstruoso… Pero, para cualquiera que sea capaz de dirigir una mirada valerosa a este fenómeno —y, una vez más, hay ciertamente pocos que no sucumban a la fascinación del sacrificio en sí mismo—, el sacrificio significa que, en el objeto de nuestros deseos, tratamos de encontrar la evidencia de la presencia del deseo de este Otro al que aquí llamo el Dios Oscuro[133].

Sin pretender seguir el camino que propone Lacan ni sacar conclusiones que se acerquen a las suyas —por ejemplo, al uso del término “heroico” para referirse a la resistencia a la tentación sacrificial, en el psicoanálisis, que yo no comparto, dado el tratamiento que le he dado al término en el apartado anterior—, considero que el texto ayuda a comprender cuál era realmente el conflicto abrahámico. Este era muy diferente del que experimentaba Antígona, debido a que la lucha entre el Dios de la promesa y el Dios de la ley no pertenece al mismo orden de la lucha de los dioses que avasalla a la joven —dioses de la familia y del Estado—. La diferencia con Abraham es clara y en el cristianismo se convierte en una diferencia esencial: la ley divina, en Jesucristo, es indistinguible de su humanización y realiza su propia transformación en promesa. Esa es la diferencia clave. Solo el Dios de la ley corresponde a los dioses de Antígona y Creonte. Por eso tampoco Antígona es libre frente a la ley, aun cuando su gesto nos dé esa impresión. “Su Dios” podría corresponder muy bien a ese que Lacan llama el Dios Oscuro.

Por otra parte, la plenitud del gesto de Abraham es alcanzada en el gesto cristiano, que transforma nuestra relación con lo divino mediante el sacrificio de la misma sacrificialidad. El universalismo al que ya me he referido ataca el problema fundamental de toda “tentación sacrificial”, que reside en la acción que se realiza por el cumplimiento de la ley. No solo la ley de Creonte es sacrificada, sino la lógica misma de toda ley:

“La ‘desconexión’ [cristiana] supone en realidad una ‘muerte simbólica’: hay que ‘morir para la ley’ (San Pablo) que regula nuestra tradición, nuestra ‘sustancia’ social”[134].

No es posible superar la sacrificialidad sin el sacrificio de la ley. Esto no quiere decir, como veremos más adelante, anarquía o total anomia, sino, en palabras de Pablo, plenitud de la ley. Las implicaciones no son meramente religiosas, como algunos podrían pensar, sino políticas y sociales:

“El ‘apartamiento’ cristiano no es una actividad de contemplación interior, sino el trabajo activo del amor que conduce de modo necesario a la creación de una comunidad alternativa. Además, en claro contraste con el carnavalesco ‘apartamiento’ fascista frente a las normas simbólicas establecidas, la verdadera desconexión cristiana suspende no tanto las leyes explícitas como su implícito suplemento espectral obsceno[135].

Hoy que nos preocupan los proyectos sociales alternativos, las propuestas de un mundo en el que quepan muchos mundos, se vuelve más importante reflexionar sobre lo que acá plantea Žižek. No me consta que los luchadores sociales contemporáneos tengan claro que debemos tomar una posición frente a la ley con esta radicalidad. Por el contrario, en algunas situaciones escuchamos lo contrario: para luchar contra el neoliberalismo hay que apuntalar la legalidad; debemos luchar contra el sistema, pero dentro del marco de lo legal. Es paradigmático que siempre se refiera a los derechos humanos y su pretensión de universalidad.  Pero no es infrecuente que se los interprete como un mecanismo legal (formal) más. Y en esto reside el problema.

La comunidad alternativa a la que se refiere el texto anterior se construye a partir del reconocimiento subjetivo y no de una mera idea o ilusión trascendental[136]. Una expresión de ese reconocimiento la encontramos en el relato abrahámico. La voz que escuchó Abraham no era simplemente "la voz de Dios", sino de ese Dios que le había hecho una promesa. Por eso es comprensible que Abraham subiera con Isaac al altar, porque confiaba en ese Dios. Abraham sabe que volverá con su hijo, al bajar de la montaña[137]. Pero al llegar arriba comprende la complejidad que habita en su hijo: es el hijo de una promesa —que apunta a la superación de toda sacrificialidad— y es sujeto que le habla. Abraham no habla consigo mismo sobre su hijo ni le habla a otros sobre él, sino que habla con él. Su hijo le hace preguntas y él le responde. Esta voz del hijo es el sujeto que está más allá de cualquier universalidad abstracta, fundando a su vez una universalidad basada en la vida humana concreta. Si Hinkelammert acierta al decir, en cierto modo, que sin Pablo no podemos analizar críticamente la modernidad[138], Abraham es anticipación y prefiguración esencial de este pensamiento crítico.

Esto es así porque Abraham es el “padre de la fe”. Ahora bien, ¿qué es la fe? La respuesta la da Pablo, en una referencia clave a Abraham, tal como lo expone Giorgio Agamben:

“La fe consiste en tener la plena persuasión de la necesaria unidad de promesa y realización: ‘[Abrahán] estaba firmemente persuadido de que poderoso es Dios para cumplir lo que ha prometido…’ (Rom 4, 21)”[139].

Quiero resaltar el elemento transgresor presente en estas palabras de Pablo, que marca la enorme distancia entre la relación de Abraham con su Dios y la relación de los héroes griegos con sus respectivos dioses. Aquellos deben cumplir sus obligaciones con la divinidad, mientras que, en el caso de Abraham, es Dios quien se compromete con los hombres. La oposición entre este Dios y los dioses de Antígona, por ejemplo, está basada a su vez en otra “oposición” entre promesa y ley:

“Tanto en la carta a los Romanos, como en Gálatas, Pablo contrapone epaggelía [promesa] y pistis [fe], por una parte, y nomos [ley], por otra. Para él, de lo que se trata es de situar fe, promesa y ley en relación con el problema decisivo del criterio de la salvación, según la afirmación perentoria de Rom 3, 20: ‘Ninguna carne será justificada ante Dios por las obras de la ley’, y en 3, 28: ‘Mantenemos, pues, que el ser humano se justifica por la fe sin las obras de la ley’. Pablo se deja arrastrar aquí a formulaciones fuertemente antinomísticas hasta afirmar que ‘cuanto dice la ley… lo dice para que toda boca enmudezca y el mundo entero se reconozca culpable ante Dios’, y que la ley no ha sido dada para la salvación, sino ‘para que se conozca (epígnosis, ‘conocimiento a posteriori’) el pecado’ (Rom 3, 19-20)”[140].

Una cuestión a destacar es la relación estrecha entre promesa y fe, a la que he aludido anteriormente. Pero al contraponer esa unidad a la ley, vemos con más claridad por qué esta última es identificada o relacionada con la muerte. En realidad, la ley solo puede justificar ante un Dios de la ley. Este no puede ser otro que aquel Dios Oscuro que reclama sacrificios, y sabemos cómo se lo conoce en los textos bíblicos: Satanás, el “asesino”[141] y “acusador de nuestros hermanos”[142]. En las antípodas de Satanás está Abraham, mientras que el ejecutor y discípulo fiel del primero es, precisamente, el “padre de la ley”, es decir, Moisés:

“Pablo contrapone la promesa a la ley y —más claramente aún en la carta a los Gálatas— presenta a Abrahán, por así decirlo, contra Moisés mismo. ‘No por la ley, sino por la justicia de la fe fue hecha a Abrahán y a su posteridad la promesa de ser heredero del mundo’ (Rom 4, 13). La promesa hecha a Abrahán es genealógicamente anterior a la ley mosaica, la cual —según la cronología hebrea— vino solo cuatrocientos treinta años después, por lo que no puede revocarla”[143].

Sin embargo, si bien la fe y la promesa, la unidad que conforman, se oponen a la ley, esta oposición no es simple en absoluto. Pablo estará muy lejos de proponer la desaparición de la ley ni nada que se le parezca; al contrario, él habla de la “plenitud de la ley”, de su afianzamiento:

“El antagonismo entre epaggelía-pistis y nomos parece oponer aquí dos principios totalmente heterogéneos. Sin embargo, la cuestión no es tan simple. Ante todo Pablo —ciertamente no solo por sagacidad estratégica— tiende a reforzar la santidad y bondad de la ley (‘La ley es santa y el mandamiento es santo, justo y bueno’ [Rom 7, 12]) Además el Apóstol parece neutralizar en muchos momentos la antítesis misma para articular una relación más complicada entre promesa-fe y ley. Así en Rom 3, 31, Pablo atenúa —aunque en la forma de una interrogación retórica— su talante antinomístico: ‘¿Hacemos, pues, inoperante la ley por medio de la fe? ¡De ningún modo! Más bien la afianzamos’”[144].

La cuestión es esencial, ya que revelará también la naturaleza misma de una ley nueva que rompe con la manera usual de interpretar lo legal. Esta interpretación usual, que aún ahora sigue siendo dominante, es la de la vieja ley que nos considera culpables de antemano —aunque se esgrima la tan cacareada presunción de inocencia—. En realidad, esto se debe a que la obligación que impone es, fundamentalmente, la de su cumplimiento. Pero Pablo está pensando en algo muy diferente:

“Pablo, en un pasaje importante (Rom 3, 27) puede contraponer un nomos písteos, una ‘ley de la fe’ al nomos ton ergon, ‘ley de las obras’: la antinomia no concierne a dos principios sin relación alguna y heterogéneos de hecho, sino a una oposición interna al nomos mismo, la oposición entre un elemento normativo y otro de promesa. Hay en la ley algo que excede constitutivamente la norma y es irreductible a ella, y es a este exceso y a esta dialéctica interna de la ley a la que Pablo se refiere por medio del binomio epaggelía (cuyo correlato es la fe)/nomos (cuyo correlato son las obras). En el mismo sentido, en 1 Cor 9, 21, después de haber dicho que se ha hecho hos ánomos, ‘como sin la ley’, para aquellos que están sin la ley (es decir, los gentiles, los gojim), Pablo corrige inmediatamente esta afirmación precisando que él no está ánomos theoû, ‘fuera de la ley de Dios’, sino énnomos christoû, en la ‘ley del mesías’. La ley mesiánica es la ley de la fe, y no simplemente la negación de la ley: pero ella no significa que se trate de sustituir las antiguas miswoth [preceptos legales] por nuevos preceptos, se trata más bien de oponer un aspecto no normativo de la ley a otro normativo”[145].

Siguiendo a Pablo, deberíamos ser más específicos y reconocer que, al no matar a su hijo, Abraham estaba respondiendo a la ley de la fe. Pero “responder” es algo más que simplemente “cumplir”. Supone una relación subjetiva, una relación de amistad. Abraham era amigo de Dios. En esto consiste la oposición interna al nomos a que alude Agamben. Ese nuevo aspecto de la ley que aparece es la fe, que sustituye a “las obras”, desenmascarando el mecanismo con el que estas perpetúan la culpa, el sometimiento y los sacrificios. Para el Dios de la promesa, la plenitud de la ley no mira hacia el pasado de cada uno ni al cumplimiento de las leyes, sino al futuro, a la confianza en la promesa que él ha hecho y el amor al prójimo. En este amor al prójimo encontramos el criterio de discernimiento de las acciones justas, las leyes que podrían acompañarlas y los “dioses” correspondientes. En palabras de Hinkelammert:

“Pablo pone un punto de vista para el discernimiento de toda acción que se realiza en el interior de la legalidad formalizada. Se trata de una acción que no viola ninguna legalidad formal y que, por tanto, no viola la ley.

Esta acción es subdividida en dos espacios. Por un lado, la acción que se mueve en el criterio de la acción racional de Pablo y que es el amor al prójimo. Esta acción es legítima y puede ser considerada como justa. Por el otro lado, la acción que se mueve fuera de este marco y que toma como su criterio nada más que la legalidad formal. Esta acción Pablo la ve como ilegítima porque comete El pecado. Ambas formas de actuar no pueden ser discernidas por la referencia a la legalidad porque ambas cumplen con la ley.

La frontera entre estos dos espacios para Pablo es el amor al prójimo […] El amor al prójimo […] expresa en Pablo lo mismo que él entiende como la sabiduría de Dios, es decir, que los escogidos de Dios son los plebeyos y los despreciados. El amor al prójimo expresa entonces el reconocimiento del otro como sujeto viviente en el sentido del: yo soy si tú eres. Porque la existencia de estos explotados, es el resultado de su tratamiento como objetos y, por tanto, como objetos de la explotación, que sin el respeto por esta frontera, por el amor al prójimo, tiene lugar como resultado de la consideración de la ley como ley de cumplimiento”[146].

La diferencia entre los pecados que se cometen al incumplir las leyes y El pecado que se ejecuta cumpliendo la ley aclara la cuestión fundamental de si el compromiso con esta “excepcionalidad cristiana” lo empujaría a uno a infringir las leyes. Hinkelammert sostiene, correctamente, que el problema no reside en las leyes, los preceptos que es preciso cumplir para garantizar la vida en sociedad. Pretender que es posible vivir sin leyes sería un grave error. También es un grave error atribuirle esto a Pablo. En la última cita de Agamben ya veíamos que Pablo no está proponiendo sustituir o anular los preceptos, sino introducir un aspecto “no normativo” —desligado de la limitación del cumplimiento formal— en ellos. Más bien, insiste Hinkelammert, la crítica paulina, sin restar importancia a los pecados que se cometen por la infracción de las leyes, prefiere enfocarse en el pecado que se comete cumpliendo la ley. Para Pablo, esta ley es el núcleo normativo del sistema de dominación, legalidad que exige sacrificios y principal oponente del pensamiento crítico inaugurado por él[147].

En este momento es importante señalar que la diferencia con Antígona no reside en que Pablo y Abraham no obedezcan la ley de Dios, sino en que tienen un criterio —ausente en Antígona— para discernirla. Este criterio, como dice Hinkelammert en la cita precedente, es el amor al prójimo, pero no como un sentimiento espontáneo o una especie de “atracción” que se siente por los demás, sino en tanto reconocimiento de los otros como sujetos y como sujetos necesitados. “Yo soy si tú eres” es un programa de acción solidaria y responsable, y funda una ética de la convivencia que no haga distingos en función de familia, género, etnia o alguna otra cualidad. Y esto no porque las particularidades se evalúen y sometan a algún tipo de cálculo, sino porque se parte de una verdad que no puede demostrarse empíricamente, pero que es indispensable postular:“tú mismo eres él”. Esta es la raíz del no-sacrificio.

Lo que le falta a Antígona es fe. Pero con esto no quiero decir que debía creer en un “dios” distinto o tenía que cambiar de religión. Esta es la manera usual de entenderlo, pero no da en el clavo. No hablo acá de la fe en Jesús —si existió realmente, los dogmas relacionados con él y así sucesivamente— sino de la fe de Jesús —el amor al prójimo—, como señala Hinkelammert[148]. Aún ahora es posible plantear el problema de la adscripción a movimientos emancipatorios o alternativos como si se tratase de adquirir un conjunto particular de creencias religiosas o compromisos institucionales. Hinkelammert piensa que analizar el problema bajo esta lógica puede ser tremendamente paralizante —tanto teórica como prácticamente—, y además obedece a una comprensión limitada de la raíz misma del pensamiento crítico:

“En todas partes está esta fe [la fe de Jesús], siempre y cuando el ser humano se humaniza. En este sentido es secular aunque sea argumentado en términos cristianos. El hecho de que también desarrolla dimensiones religiosas no lo cambia. Por eso hasta la argumentación de Pablo es secular  y eso vale también en el caso de que no tenga consciencia de eso. Es lo que posteriormente se desarrolla como pensamiento crítico, cuando se hizo claro que este punto de vista es universal y no la propiedad de ninguna religión. Es la respuesta liberadora a la ley y lo es en cualquier parte donde aparece. Ya para Pablo se trataba del mundo y no de alguna comunidad religiosa institucionalizada”[149].

El pensamiento crítico que podemos oponer a la sacrificialidad imperante tiene muchas raíces; una de ellas, tal vez la esencial, es la crítica de la ley que denuncia toda sacrificialidad, a partir de la reivindicación de un universalismo moral. Y la fuente de esta crítica es la fe en una promesa que hace posible la transformación. Esa es la fe de Jesús en la que debemos creer.

Contra el sacrificio de nuestras juventudes

Probablemente, la razón por la que Antígona se vuelve tan atractiva para nosotros es su rebeldía y el coraje con que enfrentó la tiranía y la opresión. No es poca cosa que fuera también una joven mujer. Para quienes nos preocupa la situación de las juventudes latinoamericanas —hombres y mujeres—, las reflexiones sobre quién era Antígona, lo que hizo y lo que no era capaz de hacer pueden darnos la oportunidad de plantear interesantes preguntas. ¿Nos debería bastar el particularismo de esta joven hija y hermana, su arraigo familiar, o deberíamos dar el paso hacia la valoración superior de lo que hay de liberador en el universalismo paulino? ¿Es suficiente adoptar el ejemplo del sacrificio no necesario que ejecuta la heroína griega —la extrema violencia que somos capaces de realizar, bajo el “amparo de los dioses”— o deberíamos volver nuestra mirada al no-sacrificio abrahámico, a la relación subjetiva de Isaac y su padre? ¿Debemos aferrarnos al imperio de la ley y la exigencia de su cumplimiento, como hace Antígona, o deberíamos arriesgarnos moral y políticamente a confiar en la promesa de un Dios que nos pide amar a nuestro prójimo? En absoluto se trata de preguntas meramente teóricas, religiosas o hipotéticas; son, más bien, preguntas fundamentales para analizar el funcionamiento del esquema actual de la sacrificialidad y las estrategias que podemos asumir para derrotarlo.

La tragedia de los jóvenes de Ayotzinapa, en México, me recuerda la otra tragedia de Polinices y Antígona, la profunda injusticia de que fueron objeto. Pienso, por ejemplo, en los desaparecidos, en su muerte —necesaria para el “buen funcionamiento” del narco-Estado mexicano—, en su entierro tantas veces postergado —inhumación imposible— y en el profundo dolor de sus familias. También imagino a las jóvenes que protagonizan las tragedias griegas, las que suben resignadas al altar del sacrificio, y me parece que guardan cierta similitud con las salvadoreñas pobres —jóvenes en su mayoría— que mueren, se enferman o van a la cárcel por practicarse un aborto que salve su vida o que las libre de penas mayores. Tristemente, hay algo de Ifigenia, Macaria o Políxena en el silencio de estas mujeres, en la aceptación de su sacrificio —necesario para el “mantenimiento del orden”, en la sociedad conservadora salvadoreña—.

Sin embargo, me anima la rebeldía de las jóvenes que luchan porque no haya más salvadoreñas en esa situación. También me llena de esperanza la creciente solidaridad de las juventudes del mundo con los estudiantes desaparecidos en Ayotzinapa y sus familias. Y entonces lo que me viene a la mente es el gesto valiente de la joven hija de Edipo. El mito de Antígona estimula y anuncia algo nuevo, no cabe duda de eso. Sin embargo, creo que lo auténticamente transgresor lo encontramos en la historia de Abraham. Este podría ser considerado, sin ninguna duda, un mito de humanización. La respuesta de Abraham ante la sacrificialidad contiene, para nosotros, una clave de auténtica liberación. No hay seguridades al asumirla, no nos engañemos. No hay certezas ni pronósticos, causalidad o automatismos que aseguren el éxito. Solo tenemos la interpelación subjetiva y la promesa de vida en abundancia. Y esta es la ley en su plenitud:

“Amarás a tu prójimo: tú mismo eres él”[150].

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Žižek, Slavoj; El frágil absoluto o ¿Por qué merece la pena luchar por el legado cristiano?, Valencia, Pre-textos, 2002

Žižek, Slavoj; En defensa de causas perdidas, Madrid, Akal, 2011

Žižek, Slavoj; ¡Goza tu síntoma! Jacques Lacan dentro y fuera de Hollywood, Buenos Aires, Nueva Visión, 1994

Žižek, Slavoj; La suspensión política de la ética, Buenos Aires, FCE, 2005

Žižek, Slavoj; Porque no saben lo que hacen. El goce como un factor político, Buenos Aires, Paidós, 1998

Zúñiga Núñez, Mario; “¿Modelos o monstruos? Las personas jóvenes presas de las proyecciones patriarcales”, Pasos 137 (2008) 21-30


* Salvadoreño. Doctor en Filosofía Iberoamericana y catedrático de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo. 

[1] Podemos leer un interesante análisis del doble mecanismo de constitución del joven “modelo” (ovejas blancas, ángeles) y del joven “monstruo” (ovejas negras, demonios) en el trabajo de Mario Zúñiga Núñez, “¿Modelos o monstruos? Las personas jóvenes presas de las proyecciones patriarcales”, Pasos 137 (2008) 21-30.

[2] Cfr. Hinkelammert, Franz; Hacia una crítica de la razón mítica. El laberinto de la modernidad. Materiales para la discusión, San José, Editorial Arlekín, 2007.

[3] Cfr., de Franz Hinkelammert, La fe de Abraham y el Edipo occidental, San José, DEI, 2000 y Sacrificios humanos y sociedad occidental: Lucifer y la bestia, San José, DEI, 1998.

[4] Cfr. Hinkelammert, Franz J.; Sacrificios humanos y sociedad occidental: Lucifer y la bestia, op. cit., p. 14. Es obvio que estos israelitas no tienen nada que ver con el contemporáneo Estado de Israel, el cual reedita constantemente la lógica sacrificial de su verdadero padre, no Abraham, sino Agamenón.

[5] Hinkelammert, Franz J.; El asalto al poder mundial y la violencia sagrada del imperio, San José, DEI, 2003, pp. 119-120.

[6] “Me he convertido al chavismo”, Entrevista al filósofo y político Gianni Vattimo, Red Voltaire, 21 de julio de 2005, www.voltairenet.org/article126552.html

[7] Hinkelammert, Franz J.; El asalto al poder mundial y la violencia sagrada del imperio, op. cit., p. 122.

[8] Cfr. Ibíd., pp. 120-121. No olvidemos que hay infinitas formas de “enviar a morir” a nuestros jóvenes y que el esquema de justificación se renueva constantemente. Las salvadoreñas que exigen el indulto de 17 mujeres injustamente encarceladas, luego de que solicitaran atención médica y se les acusara de haberse provocado un aborto, o los estudiantes mexicanos que protestan por los 43 normalistas de Ayotzinapa, desaparecidos desde el 26 de septiembre de 2014, se movilizan, precisamente, en contra de la civilización que ha naturalizado su condena a muerte y que los arroja a la exclusión y al exterminio. Sobre el caso de las encarceladas en El Salvador: http://www.prensalibre.com/internacional/organizaciones-piden_indultar-17mujeres-salvadorenas-presas-por_aborto_0_1166883460.html Sobre los estudiantes mexicanos de Ayotzinapa: http://noticias.univision.com/article/2152369/2014-11-07/mexico/noticias/cronologia-de-la-desaparicion-de-los-43-estudiantes-de-ayotzinapa

[9] Hinkelammert, Franz J.; El asalto al poder mundial y la violencia sagrada del imperio, op. cit., p. 123.

[10] “La historia no es sino la sucesión de las diferentes generaciones, cada una de las cuales explota materiales, capitales y fuerzas de producción transmitidas por cuantas la han precedido; es decir, que, de una parte, prosigue en condiciones completamente distintas la actividad precedente, mientras que, de otra parte, modifica las circunstancias anteriores mediante una actividad totalmente diversa, lo que podría tergiversarse especulativamente, diciendo que la historia posterior tiene como finalidad la que la precede, como si dijésemos, por ejemplo, que el descubrimiento de América tuvo como finalidad ayudar a que se expandiera la revolución francesa, mediante cuya interpretación la historia adquiere sus fines propios e independientes y se convierte en una ‘persona junto a otras personas’ (junto a la ‘auto-conciencia’, la ‘crítica’, el ‘único’, etc.), mientras que lo que designamos con las palabras ‘determinación’, ‘fin’, ‘germen’, ‘idea’, de la historia anterior no es otra cosa que una abstracción de la historia posterior, de la influencia activa que la anterior ejerce sobre esta”. Marx, Karl y Engels, Frederick; La ideología alemana, Montevideo, Pueblos Unidos, 1958, citadaen Fromm, Erich; Marx y su concepto del hombre, México, FCE, 1962, pp. 219-220.

[11] Cfr. Hinkelammert, Franz J.; El asalto al poder mundial y la violencia sagrada del imperio, op. cit., pp. 124-125.

[12] Esquilo, Sófocles, Eurípides; Obras completas, Madrid, Cátedra, 2004. En adelante, las páginas de todas las referencias entre paréntesis, correspondientes a la obra de Esquilo, Sófocles y Eurípides, remiten a esta edición.

[13] “Macaria” significa “afortunada”.

[14] En adelante, y a no ser que se diga lo contrario, lo que aparece entre corchetes lo he añadido yo. En esta cita en particular, las cursivas son mías.

[15] Cfr. Hinkelammert, Franz; “El juego de las locuras: Ifigenia, Pablo y el pensamiento crítico”, en La maldición que pesa sobre la ley. Las raíces del pensamiento crítico en Pablo de Tarso, San José, Editorial Arlekín, 2010, pp. 27-70.

[16] Cfr. Hinkelammert, Franz J.; La fe de Abraham y el Edipo occidental, op. cit., p. 16.

[17] Cfr. Badiou, Alain; San Pablo. La fundación del universalismo, Barcelona, Anthropos, 1999.

[18] Cfr. Hinkelammert, Franz J.; El grito del sujeto, San José, DEI, 1998, pp. 72-77.

[19] Gá 3, 28-29. Cursivas mías.

[20] Cfr. Hinkelammert, Franz; La maldición que pesa sobre la ley. Las raíces del pensamiento crítico en Pablo de Tarso, op. cit., pp. 298-299.

[21] Cfr. Esquilo, Agamenón 228-236, en Esquilo, Sófocles, Eurípides; Obras completas, op. cit., p. 1020.

[22] Cfr. Hinkelammert, Franz J.; Sacrificios humanos y sociedad occidental: Lucifer y la bestia, op. cit., pp. 12-20.

[23] Es evidente que la voz que habla por la boca de Ifigenia es la de “un hombre”. En absoluto se trata únicamente de la voz de Eurípides. Como veremos enseguida, se trata de una misoginia cuidadosamente diseñada según la lógica del sacrificio necesario.

[24] Cursivas mías.

[25] Cursivas mías.

[26] Cfr. Hinkelammert, Franz J.; Sacrificios humanos y sociedad occidental: Lucifer y la bestia, op. cit., pp. 18-20.

[27] Cursivas mías.

[28] Gn 22, 16-18.

[29] Cursivas mías.

[30] Esquilo, Sófocles, Eurípides; Obras completas, op. cit., p. 1511, nota 8.

[31] Cfr. Hinkelammert, Franz J.; Sacrificios humanos y sociedad occidental: Lucifer y la bestia, op. cit., p. 15ss.

[32] Esquilo, Sófocles, Eurípides; Obras completas, op. cit., p. 1010. Excepto en “Agamenón”, “Clitemnestra”, “Los persas” y “Orestía”, las cursivas son mías.

[33] Píndaro; Obra completa, Madrid, Cátedra, 2000. Cursivas mías. En adelante, las páginas de todas las referencias entre paréntesis, correspondientes a la obra de Píndaro, remiten a esta edición.

[34] Ibíd., p. 231, nota 5. Cursivas mías.

[35] Cfr. Steiner, George; Antígonas. La travesía de un mito universal por la historia de Occidente, Barcelona, Gedisa, 2000, p. 123.

[36] Esquilo, Sófocles, Eurípides; Obras completas, op. cit., p. 524. Cursivas mías.

[37] Cfr. Žižek, Slavoj; Porque no saben lo que hacen. El goce como un factor político, Buenos Aires, Paidós, 1998, p. 131, nota 26. La referencia a Hegel es de su Filosofía del derecho, § 279. Cfr. Hegel, Georg W. F.; Fundamentos de la filosofía del derecho, Buenos Aires, Siglo Veinte, 1987, p. 258.

[38] Cfr. Hegel, G. W. F.; Lecciones sobre filosofía de la religión. 2. La religión determinada, Madrid, Alianza, 1987, p. 486.

[39] Cfr. Steiner, George; Antígonas. La travesía de un mito universal por la historia de Occidente, op. cit., pp. 52-55.

[40] Cfr. Ibíd., p. 66.

[41] Cfr. Ibíd., pp. 99-100.

[42] Cfr. Ibíd., p. 100-112.

[43] Cursivas mías.

[44] Con la expresión “poeta o pensador”, el autor se refiere a Sófocles.

[45] Steiner, George; Antígonas. La travesía de un mito universal por la historia de Occidente, op. cit., pp. 339-340. Excepto en “Ilíada”, las cursivas son mías.

[46] Ibíd., p. 159.

[47] Cursivas mías.

[48] Cursivas mías.

[49] Son los dioses ctónicos o telúricos. Entre estas divinidades son fundamentales las Erinias, conocidas también como Euménides o Furias, a las que me referiré después.

[50] Cursivas mías.

[51] Esquilo, Sófocles, Eurípides; Obras completas, op. cit., p. 523.

[52] Se refiere a los cadáveres de los siete caudillos que pelearon contra Tebas.

[53] Cursivas mías.

[54] La autora se refiere a la lectura que realizó Hegel de Antígona.

[55] Montesano, Haydeé; “Propuestas para una nueva conceptualización de la subjetividad”, en Dobles Oropeza, Ignacio, Baltodano Arróliga, Sara y Leandro Zúñiga, Vilma; Psicología de la liberación en el contexto de la globalización neoliberal. Acciones, reflexiones y desafíos, San José, Editorial UCR, 2007, pp. 158-159. Cursivas mías.

[56] Cfr. Gá 3, 28-29.

[57] Cursivas mías

[58] Cfr. Sófocles, Antígona 510-525, en Esquilo, Sófocles, Eurípides; Obras completas, op. cit., pp. 540-541.

[59] Cursivas mías.

[60] Cfr. Hinkelammert, Franz J.; La fe de Abraham y el Edipo occidental, op. cit., pp. 22; 39-51.

[61] Cfr. Ibíd., p. 22, nota 2.

[62] Podría considerarse que la trágica historia de Antígona es parte de otro mito, el de Edipo, pero he preferido conservar para la expresión el sentido de mythos: “trama” o “historia”. Por eso es legítimo hablar de dos mitos en vez de uno.

[63] Steiner, George; Antígonas. La travesía de un mito universal por la historia de Occidente, op. cit., p. 294. Cursivas mías.

[64] Cfr. Platón; República II 377a-378e, en Diálogos IV. República, Madrid, Gredos, 1998, pp. 135-138.

[65] Homero; Ilíada, Madrid, Ediciones Cátedra, 2005.

[66] Ibíd., nota 8.

[67] Cfr. Hinkelammert, Franz J.; El asalto al poder mundial y la violencia sagrada del imperio, op. cit., pp. 97-103.

[68] Cursivas mías. El Corifeo, interlocutor de Apolo en el diálogo, es la voz de las Erinias o Euménides.

[69] Cursivas mías.

[70] Cursivas mías.

[71] Esquilo, Sófocles, Eurípides; Obras completas, op. cit., p. 1499, nota 4.

[72] Steiner, George; Antígonas. La travesía de un mito universal por la historia de Occidente, op. cit., p. 270.Cursivas mías.

[73] Ibíd. p. 135. Cursivas mías.

[74] Cfr. Hinkelammert, Franz; Hacia una crítica de la razón mítica. El laberinto de la modernidad. Materiales para la discusión, op.cit., pp. 256-257.

[75] Cfr. Kafka, Franz; En la colonia penitenciaria, en Obras completas, Barcelona, Teorema, tomo II, 1983, pp. 705-735.

[76] Cfr. Ibíd., pp. 730-734.

[77] Hinkelammert, Franz; Hacia una crítica de la razón mítica. El laberinto de la modernidad. Materiales para la discusión, op.cit., pp. 256-257.

[78] Ibíd., p. 256.

[79] Cfr. Ibíd., p. 257.

[80] Sobre la limitación de Pablo y los primeros cristianos para entender históricamente la acción humana y la subjetividad, cfr. Hinkelammert, Franz; Las armas ideológicas de la muerte, 2ª edición,San José, DEI, 1981, p. 182ss.

[81] Deleuze, Gilles; Coldness and Cruelty, New York, Zone, 1991, pp. 82-83, citado en Žižek, Slavoj; El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política, Buenos Aires, Paidós, 2001, pp. 390-391. En esta cita, los corchetes los coloca Žižek. Las cursivas son mías.

[82] Hinkelammert, Franz; Hacia una crítica de la razón mítica. El laberinto de la modernidad. Materiales para la discusión, op.cit., pp. 252-253. Cursivas mías.

[83] Ibíd., p. 82.

[84] Cfr. Ibíd., p. 254ss.

[85] Cfr. Ibíd., pp. 67-87.

[86] Kafka, Franz; “Preocupaciones de un jefe de familia”, en Obras completas, op. cit., tomo IV, p. 1142-1143.

[87] Cfr. Žižek, Slavoj; La suspensión política de la ética, Buenos Aires, FCE, 2005, pp. 101-116.

[88] Cfr. Hinkelammert, Franz; Hacia una crítica de la razón mítica. El laberinto de la modernidad. Materiales para la discusión, op.cit., p. 77.

[89] Ibíd.

[90] Cursivas mías.

[91] La compleja razón utópica, el ataque al que ha sido sometida desde siglos y su indispensabilidad, son analizados cuidadosamente por Hinkelammert en Crítica de la razón utópica, Bilbao, Desclée de Brouwer, 2002.

[92] Steiner, George; Antígonas. La travesía de un mito universal por la historia de Occidente, op. cit., pp. 253-254. Cursivas mías. Las diferencias entre la traducción de Steiner y la versión que utilizo no afectan el sentido de mi interpretación.

[93] Cursivas mías.

[94] Platón; Diálogos IV, op. cit., p. 428.

[95] Esquilo, Sófocles, Eurípides, Obras completas, op. cit., p. 1312. Cursivas mías.

[96] Cfr. Ibíd., p. 1311.

[97] Cfr. Esquilo, Las Euménides 685-694, en Ibíd., p. 1341.

[98] En una conversación por correo electrónico que mantuvimos en 2008.

[99] Cfr. Žižek, Slavoj; El frágil absoluto o ¿Por qué merece la pena luchar por el legado cristiano?, Valencia, Pre-textos, 2002, pp. 199-201.

[100] Cfr. Esquilo, Sófocles, Eurípides, Obras completas, op. cit., pp. 1499-1500, nota 14.

[101] Cursivas mías.

[102] Gn 4, 10-16.

[103] Las bacantes se refieren a Dioniso y a su madre, Sémele.

[104] Cursivas mías.

[105] Mi 6, 8.

[106] Cursivas mías.

[107] Gorgias; Fragmentos y testimonios, Buenos Aires, Aguilar, 1980, p. 118, nota 46. Cursivas mías.

[108] Alcidamas, en la cita precedente. Mantengo los nombres preferidos por cada traductor, aclarando que se trata del mismo personaje.

[109] Aristóteles; Retórica, Madrid, Gredos, 1999, p. 500.

[110] Ibíd., nota 75bis.

[111] Cfr. Steiner, George; Antígonas. La travesía de un mito universal por la historia de Occidente, op. cit., p. 171. Steiner se refiere específicamente a la Antígona de Robert Garnier.

[112] Cfr. Ibíd., pp. 297-298.

[113] Cfr. Hinkelammert, Franz; Hacia una crítica de la razón mítica. El laberinto de la modernidad. Materiales para la discusión, op. cit., p. 62ss.

[114] Referencia de Žižek a Lc 14, 26. En algunas traducciones se cambia “no odia a su padre…” por “no me ama más que a su padre…”.

[115] Žižek, Slavoj; El frágil absoluto o ¿Por qué merece la pena luchar por el legado cristiano?, op. cit., pp. 156-158.

[116] VerŽižek, Slavoj; En defensa de causas perdidas, Madrid, Akal, 2011, p. 5, en donde el autor califica su relación con Badiou como “verdadera amistad”.

[117] Badiou, Alain; San Pablo. La fundación del universalismo, op. cit., p. 78. Cursivas mías.

[118] Ibíd. Cursivas mías.

[119] Ibíd., pp. 78-79.Excepto la última oración destacada por Badiou, las cursivas son mías.

[120] Hinkelammert, Franz; Hacia una crítica de la razón mítica. El laberinto de la modernidad. Materiales para la discusión, op. cit., pp. 13-15.

[121] Badiou, Alain; San Pablo. La fundación del universalismo, op. cit., p. 79.Cursivas mías.

[122] Ibíd., p. 116.

[123] Cfr. Sartre, Jean-Paul; El existencialismo es un humanismo, en Gómez, Carlos (ed.); Doce textos fundamentales de la Ética del siglo xx, Madrid, Alianza, 2002, p. 141.

[124] Cfr. Hinkelammert, Franz J.; La fe de Abraham y el Edipo occidental, op. cit., pp. 15-21.

[125] Gn 22, 8.

[126] Cfr. Hinkelammert, Franz J.; La fe de Abraham y el Edipo occidental, op. cit., pp. 24-27.

[127] Jn 8, 39-40.

[128] Cfr. Žižek, Slavoj; El frágil absoluto o ¿Por qué merece la pena luchar por el legado cristiano?, op. cit., p. 194.

[129] Kirk, G. S. y Raven, J. E.; Los filósofos presocráticos. Historia crítica con selección de textos, Madrid, Gredos, 1981. En adelante, las páginas de las referencias entre paréntesis, correspondientes a Empédocles, remiten a esta edición.

[130] Steiner, George; Antígonas. La travesía de un mito universal por la historia de Occidente, op. cit., p. 61.

[131] Cfr. Hinkelammert, Franz; Hacia una crítica de la razón mítica. El laberinto de la modernidad. Materiales para la discusión, op. cit., pp. 25-30.

[132] Cfr. Hinkelammert, Franz; La maldición que pesa sobre la ley. Las raíces del pensamiento crítico en Pablo de Tarso, op. cit., pp. 135-159.

[133] Lacan, Jacques; The Four Fundamental Concepts of Psycho-Analysis, Londres, The Hogarth Press, 1977, p. 275, citado en Žižek, Slavoj; ¡Goza tu síntoma! Jacques Lacan dentro y fuera de Hollywood, Buenos Aires, Nueva Visión, 1994, p. 75.

[134] Žižek, Slavoj; El frágil absoluto o ¿Por qué merece la pena luchar por el legado cristiano?, op. cit., p. 165.

[135] Ibíd., p. 168.

[136] Cfr. Hinkelammert, Franz J.; Crítica de la razón utópica, op. cit., pp. 338-357.

[137] Cfr. Gn 22, 5.

[138] Cfr. Hinkelammert, Franz; La maldición que pesa sobre la ley. Las raíces del pensamiento crítico en Pablo de Tarso, op. cit., pp. 69-70; 131-132.

[139] Agamben, Giorgio; El tiempo que resta. Comentario a la carta a los Romanos, Madrid, Trotta, 2006, p. 94. La palabra entre corchetes es de Agamben. Las cursivas son mías.

[140] Ibíd., p. 95.

[141] Cfr. Jn 8, 44.

[142] Cfr. Ap 12, 10.

[143] Agamben, Giorgio; El tiempo que resta. Comentario a la carta a los Romanos, op. cit., p. 95.

[144] Ibíd., p. 96. La referencia entre corchetes es de Agamben.

[145] Ibíd., pp. 96-97.

[146] Hinkelammert, Franz; La maldición que pesa sobre la ley. Las raíces del pensamiento crítico en Pablo de Tarso, op. cit., pp. 110-111.

[147] Cfr. Ibíd., pp. 75-108.

[148] Cfr. Ibíd., p. 114, nota 53.

[149] Ibíd., pp. 114-115. Cursivas mías.

[150] Ibíd., p. 109. La expresión de Hinkelammert es una modificación de Rom 13, 9: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”.

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