En su libro Redención y Utopía. El judaísmo libertario en Europa Central, Michael Löwy formula una pregunta que al mismo tiempo constituye una interpelación a los cientistas sociales: “¿No será tiempo de romper con esta tradición positivista y recurrir a un fondo espiritual y cultural más vasto, más rico de sentido, más próximo a la textura misma de los hechos sociales? ¿Por qué no utilizar el vasto campo semántico de las religiones, los mitos, de la literatura e incluso de las tradiciones esotéricas, para fecundar el lenguaje de las ciencias sociales?”1 Creemos que sí, que hace tiempo ha llegado ese momento.

Recogiendo el guante de esa pregunta y a la luz de otros autores que recorren ese camino –principalmente Franz Hinkelammert- nos atrevemos a formular las reflexiones y comentarios que siguen.2 Importa aclarar que ni el presente artículo ni el proyecto de investigación del que forma parte tienen una orientación religiosa o teística. Se trata de un trabajo vinculado estrictamente a las ciencias sociales que se propone abrevar en la teología judía como insumo e inspiración para la reflexión y el enriquecimiento del pensamiento crítico.

 

La idolatría en la teología judía

 

La prohibición de la idolatría, tema central de la Biblia hebrea, es uno de sus principales mandamientos. En efecto, los diez mandamientos, base de la ley bíblica, aunque comienzan con una declaración: “Yo soy Jehová tu Dios, que te sacó de la tierra de Egipto, de la casa de la servidumbre”, establecen como primer precepto la prohibición de la idolatría: “No tendrás dioses ajenos delante de mí. No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que está arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellos ni los honrarás” (Ex. 20:3-6).

Enseña el Talmud: “Quien niega la idolatría es como si cumpliera toda la Torá”. Tal es la importancia del concepto de prohibición de la idolatría, tal la magnitud de este precepto, que su cumplimiento es asimilable al acatamiento de la totalidad de los mandatos de la Ley judía. La tradición le ha asignado una posición igual o más alta que a la veneración al Dios verdadero. Ésta sólo puede aparecer cuando se ha eliminado todo rastro o vestigio de adoración no sólo de ídolos visibles y conocidos, sino también la actitud idolátrica de sumisión y alienación. Martin Buber cita a la Escuela del Talmud de Sura para decir que en las Pascuas judías, cuando se conmemora la liberación de la esclavitud en Egipto y se recuerda “Esclavos fuimos en Egipto”, debe completarse ese recuerdo con la siguiente frase: “Nuestros antepasados fueron idólatras”, pues en este caso nuestro deber es luchar no sólo contra el sometimiento externo sino también contra el sometimiento interno que implica la sumisión a construcciones idolátricas3.

Pero, ¿qué es un ídolo? La primera respuesta que puede ofrecerse a esta pregunta es que resulta necesario discernir qué no es Dios. “Dios como valor supremo y fin, no es un hombre, el Estado, una institución, la naturaleza, el poder, la propiedad, la capacidad sexual, ni ningún artefacto hecho por el hombre”4. Podríamos agregar a esta lista: ni el mercado, ni el partido, ni el progreso, ni la ciencia, ni la tecnología, ni el crecimiento económico, ni Wall Street, ni el Daw Jones...

El ídolo es un sustituto, un fetiche. Un objeto, idea o institución a la que el hombre atribuye poderes especiales, en la que deposita sus pasiones, fortalezas y temores. Una cosa o idea que, al tiempo que se fortalece por esta depositación que el hombre hace en ella, empobrece y vacía a quien efectúa esa depositación5. Erich Fromm afirma que el ídolo es la forma alienada de la experiencia de sí mismo que tiene el hombre. 6

En oposición al Dios bíblico -un Dios viviente- el ídolo es una cosa, terminada, acabada, muerta. La negación de la idolatría en el Antiguo Testamento implica en última instancia una distinción radical entre el amor a la vida y el amor a la muerte.

En el texto bíblico la distinción entre Dios y los ídolos aparece en el relato de la Revelación de Dios a Moisés. Dios se revela a sí mismo como un Dios de la historia y no como Dios de la naturaleza. Más importante aún, como un Dios sin nombre. Dios se identifica a sí mismo como un Dios sin nombre que, ante el planteo de Moisés sobre cómo explicar a los hebreos la existencia de un Dios sin nombre hace una concesión y dice: “Yo seré el que seré, y añadió: Yo soy me ha enviado a vosotros” Ex. 3:14. Solo las cosas tienen nombre. Aquello que está acabado, finalizado, tiene un nombre. Este Dios de Moisés, diferente al Dios de Adam y Eva y al Dios de Abraham es un Dios de la historia del cual sólo se sabe que es. Un Dios que es devenir, un proceso viviente. Un Dios que no es cosa. Un Dios sin nombre.

En el Talmud los sabios disputan sobre interpretaciones de la ley, sobre principios que gobiernan la conducta de la vida, pero no sobre las creencias acerca de Dios. Esto es así dado que en el judaísmo creer en Dios implica imitar sus acciones y no un conocimiento “acerca de”, el cual únicamente puede tenerse en relación a cosas y no a un Dios viviente.

Estephan Mosès, a partir del análisis del simbolismo religioso amplía el concepto de idolatría. Afirma que en el proceso de Revelación en el Sinaí, el rol de Moisés consistió en formular, mediante signos verbales, una realidad inaprensible para el entendimiento humano. La función de Moisés fue de simbolización7. La construcción del becerro de oro –acta de nacimiento de la idolatría- se da en un contexto en que la ausencia de Moisés es interpretada como su muerte. Esta ausencia, vivida como ausencia de capacidad de simbolización, enfrenta al pueblo a un vacío en el que nace la idolatría. La idolatría, nos explica Mosès, proviene de la naturaleza misma del hombre como ser capaz de simbolización. La función de los símbolos religiosos es representar la realidad trascendente, hacerla aprehensible. Sin embargo, al representarla, la oculta. La reflexión judía respecto de la idolatría gira en torno a esta paradoja: símbolos que revelan y ocultan al mismo tiempo.

La función de simbolización es una función inherente a toda actividad relativa al conocimiento (teológico o no teológico). Sin embargo, cuando el símbolo deja de ser la puerta abierta a una infinitud de sentidos posibles y se reduce a un sólo sentido, se convierte en ídolo. De ser, como en el caso de Moisés, un elemento para la simbolización, se convierte en un único sentido, en la puerta última que da a ninguna parte.

No podemos vivir, pensar, ni entender sin simbolizar, pero no debemos confundir los símbolos con los elementos últimos de la realidad. Dice Mosès: “el riesgo de la idolatría es inherente a la función de simbolización. Simbolizar es exponerse a confundir el signo con el sentido”8. Sustraerse a la idolatría no significa renunciar a los signos, sino ser conscientes de su ambigüedad y en consecuencia ser capaz de discernir. El ídolo no es sólo un objeto, una cosa. Es centralmente una función. Una actitud del hombre frente al símbolo, que le atribuye la totalidad de los sentidos. El ídolo es construido por aquel que atribuye a algo una realidad insuperable. Por tanto, preservarse de la idolatría es advertir que los signos, los sistemas simbólicos, son contingentes y provisorios. “Esto es válido tanto para las ideas como para las obras, tanto para las ideologías como para las religiones… para la Biblia, los ídolos no son las creencias de los otros, son todas las creencias, aún las propias, cuando están fijadas, fetichizadas, sustraídas al proceso de infinita búsqueda de sentido”9.

El Zohar, obra fundante de la Cábala judía, destaca la importancia de la simbolización y la dialéctica entre lo que se oculta y lo que se muestra. El símbolo muestra y oculta al mismo tiempo. En el relato bíblico el pueblo hebreo advierte que Moisés ha revelado sólo una parte de lo que le fue revelado a él y que esa revelación constituye una forma de preservar el lenguaje de todo lo que el lenguaje no contiene. Opuesto a esto, la idolatría implica considerar la inexistencia de un más allá del signo, reducir su sentido a lo manifiesto, limitarlo exclusivamente a lo explícito. La actitud idolátrica frente a la revelación consiste en negar lo que está oculto, presente en esa ausencia. La actitud idolátrica implica negar un más allá del versículo.

Fijar el signo en un único sentido es pretender detener el infinito. Esta idea choca con la esencia de la Revelación que es la inconmensurabilidad. Según el Zohar, Enoch es el padre de la idolatría y por tanto es considerado como un malhechor. Pero esta designación le es atribuida no por haber dibujado formas o imágenes, sino por haberlas hecho para engañar al pueblo. “Pretender que tal o cual símbolo privilegiado encarnaría definitivamente el sentido que refiere implica reconocer su función de revelación y disimular su función de pantalla: falsificación según Rashi, mistificación según el Zohar. La imagen –pero también lo escrito – se convierte en ídolo al ser tomada como realidad última, es decir, cuando detiene el movimiento infinito de constitución del sentido”10.

Para los cabalistas el Texto, la Torá, y Dios son una sola cosa. El Texto es la primera relación con Dios. Con el texto sólo puede hacerse una experiencia, una búsqueda de sentido, nunca una apropiación. No es posible una apropiación total de lo infinito.11 Pretender un sentido último, definitivo, absolutamente visible del texto, negar lo que se oculta, implica convertir el texto mismo en un ídolo. Reducir la inconmensurabilidad de la Revelación a un sentido finito, fetichizado, muerto y final. Para que el texto no adopte esta forma debe permanecer inasequible, inexpugnable, siempre abierto a nuevos sentidos e interpretaciones.

La interpretación perpetua del texto bíblico tiene como fundamento último la voluntad de cumplir con el mandamiento que prohíbe la idolatría –en este caso del Texto- y es coherente con el concepto de Revelación en el judaísmo. “En efecto, lo que el ídolo se esfuerza en reabsorber es, justamente, la separación y retirada de lo divino…Subviniendo la ausencia de lo divino, el ídolo pone a disposición lo divino, lo asegura y, finalmente lo desnaturaliza. Su acabamiento acaba mortalmente con lo divino. El ídolo intenta que nos acerquemos a lo divino y nos lo apropiemos: por temer el ateísmo, el adorador pone su mano sobre lo divino en la forma de un dios; pero ese coger con la mano pierde lo que coge: tan sólo le queda un amuleto demasiado bien conocido, demasiado manejable, demasiado asegurado…El ídolo carece de la distancia que identifica y autentifica lo divino en cuanto tal – como lo que no nos pertenece, sino que nos adviene”12. Es la retirada, la ausencia de lo divino lo que genera el espacio de la interpretación, de la crítica, de la creatividad. El lugar del sujeto está en esa ausencia, en ese vacío que el Dios no idolátrico abre. Ese es el lugar del discernimiento, el lugar de la pregunta. La construcción idolátrica cubre ese vacío de modo total con su respuesta última que cierra el paso a nuevas preguntas. Cubre todo, responde todo. Completitud que aplasta y mata, prescinde del sujeto. Vuelve finita la infinitud.

Entonces, la interpretación se vuelve un tema central en el judaísmo. Es el sujeto quien la realiza y con ella se hace parte activa e indispensable de la Revelación. No es posible la Revelación sin la presencia de un receptor que perciba el mensaje, lo descifre e interprete. Interpretada de este modo, la Revelación nos convoca permanentemente a una búsqueda que va más allá del sentido obvio. “De hecho, la distinción del sentido obvio y del sentido a descifrar, la búsqueda de este sentido oculto y de un sentido más profundo aún que este, todo esto marca la cadencia de la exégesis específicamente judía de la escritura”13. Los sentidos de cada palabra, de cada frase de la Torá escrita son innumerables. “Una vez Dios lo enunció, dos veces yo lo comprendí” dice un segmento del versículo 12 del Salmo LXII. El ser humano deja de ser un simple agente para convertirse en “el único “terreno” en el que la exterioridad consigue mostrarse. La Revelación apela a lo único en mí”14. Siguiendo esta misma línea interpretativa, el rabino y filósofo Marc-Alain Ouaknin afirma la existencia de una filosofía del sujeto presente en el Talmud. A la pregunta ¿Qué es el hombre? los Maestros del Talmud responden que es ¿Qué?, un ¿Qué es? “Los Maestros del Talmud desarrollan una filosofía del sujeto, en la que la personalidad de cada hombre constituye el centro de la reflexión. Cada hombre ha de intentar hacer emerger lo que de único hay en él, aquello por lo que es el poseedor de una pregunta, la suya, que hace de él un “¿Qué es?” muy particular, diferenciado”15. Es esta pregunta del sujeto la que permite trascender el sentido obvio del versículo. Es la pregunta y su incesante apertura, y no la respuesta, la que permite trascender el sentido obvio del versículo y no hacer del texto bíblico un ídolo. La pregunta, la interpelación, al tiempo que no idolatra el texto, convierte a quien la formula en un sujeto que, como tal, se relaciona con la ley, con el texto. La idolatría –enseña Erich Fromm- por su naturaleza misma exige sumisión, en tanto que la adaptación de un Dios no idolizadoexige independencia16.

En la tradición judía, junto a la Torá escrita, comúnmente llamada Biblia, compuesta por los cinco libros de Moisés, los Profetas y los Hagiógrafos o Escritos, existe la Torá oral. La Ley oral habla sobre lo que dice la Ley escrita, trasciende los sentidos obvios de los pasajes estudiados. Es el Talmud; el lugar del conflicto de las interpretaciones de la ley escrita. Enseña Levinas: “La ley oral es una casuística. Se ocupa del pasaje del principio general encarnado en la Ley a su ejecución posible, a su concretud. Si este pasaje fuese puramente deducible, la Ley, como ley particular, no hubiera requerido una adhesión aparte. Pero resulta –y aquí radica la gran sabiduría cuya conciencia anima al Talmud – que los principios general y generosos pueden invertirse en el momento de su aplicación. Todo pensamiento generoso está amenazado de estalinismo. La gran fuerza de la casuística del Talmud consiste en ser la disciplina especial que rastrea, en lo particular, el momento preciso en que el principio general corre el peligro de convertirse en su contrario; disciplina que vela por lo general desde lo particular”17.

Consideramos pertinente esta extensa cita de Levinas porque a nuestro juicio plantea con suma claridad la relación existente entre la Ley escrita, la Ley oral y el necesario discernimiento del sujeto. En efecto, coloca en un nuevo plano el análisis de la relación Ley y Sujeto. La Ley oral es discernida por el sujeto a lo largo del tiempo en un proceso individual, colectivo e histórico del que participa el individuo, la comunidad, y en el que discute con las enseñanzas de sus predecesores. La idolatría de la Ley -entendida aquí como un antagonismo entre la ley y el sujeto que aplasta a este último, reduciéndolo a un rol de pasividad y obediencia- acaba con este proceso dinámico. La ley deviene ley formal, abstracta, impersonal, apegada únicamente al texto escrito cuya aplicación automática llama “justicia”. Quedan así sentadas las bases de lo que Franz Hinkelammert llama el pecado, el pecado que se comete cumpliendo la ley, o dicho en términos levinasianos, el momento en que los principios generales y generosos se invierten, “todo pensamiento generoso está amenazado por su estalinismo”. En esta concepción y aplicación de la ley, idolizada, ciega y vacía de sujeto, ya nadie es responsable por el otro o por la responsabilidad del otro. El otro se disuelve como tal, deviene no-sujeto y, por tanto, cosa, instrumento usable, desechable, intercambiable, matable, bombardeable, invadible, explotable.

A nuestro juicio la cita de Levinas que analizamos adquiere una relevancia singular ya que permite clarificar la estrecha relación existente entre la prohibición de la idolatría como mandato bíblico y un modo de comprender e interpretar la relación entre la ley y el sujeto. Por su lógica y estructura, el Talmud disuelve el formalismo de la ley, hace aparecer lo concreto, lo particular y ese pasaje del principio general encarando en la ley a su ejecución, a su posible concretud constituye el discernimiento.

En nuestra interpretación, la lógica del Talmud, de la Ley oral, es la lógica del discernimiento de la Ley. Es la lógica del Sujeto. La sociedad occidental ha reducido la ley sólo a su aspecto formal, a una única dimensión. En esa lógica el sujeto no sólo ha devenido innecesario, sino que se ha constituido en un estorbo, un obstáculo al despliegue formal y abstracto de la ley. Por el contrario, la lógica del Talmud, su casuística y permanente concretud, pone constantemente la vida en el centro de todo. Desde la concepción del Dios viviente –y todas sus implicancias en términos de prohibición de la idolatría- la pregunta siempre es por la vida, por el ser. La vida es el criterio y ya no es posible hacer abstracción de la muerte. “He puesto delante de ti la vida, escoge pues la vida para que puedas vivir tu y tu descendencia” (Deut. 30:19).

De lo dicho hasta aquí, ¿es posible afirmar que, dentro de la interpretación que hemos formulado, en el judaísmo no hay Ley sin Sujeto? ¿Podemos decir que el paso de la Ley escrita a la Ley Oral está mediado por el paso de un texto sin sujeto a un texto con sujeto? ¿Tendrá asidero la hipótesis de Andrés Claro en su libro La Inquisición y la Cábala, cuando señala que la estructura talmúdica, como libro abierto, no canónico, se ha vuelto en la tradición de Occidente una anomalía insoportable y no casualmente ha sido el libro más quemado de la historia de occidente, siendo que el Antiguo Testamento, la Torá, no ha sido quemado nunca? 18


La idolatría: matriz teológica de la negación del sujeto

 

En tiempos de la sacralización de instituciones abstractas, la negación de la idolatría, como tema central de la teología judía, irrumpe bajo la forma del discernimiento de las instituciones y de la ley, como herramienta crítica y criterio ético. No se trata ya de una cuestión religiosa sino de un problema ético y filosófico preñado de un trasfondo teológico. Es precisamente la riqueza y potencialidad de esta categoría la que nos proponemos desentrañar y enriquecer, a la luz de la larga tradición teológica de negación de la idolatría en el judaísmo. La tensión entre el sujeto y la ley reaparecen de modo constante a lo largo de la obra teórica de Hinkelammert. En particular en las formulaciones relativas a la Teoría del Sujeto y a la Ética del Bien Común. En dichas elaboraciones, Hinkelammert retoma, entre otras fuentes, la crítica de la religión y el discernimiento de los dioses formulado por Marx. Rescata entre otros textos el prólogo a la Tesis doctoral de Marx en la que enuncia aquella fundamental “sentencia en contra de todos los dioses del cielo y de la tierra, que no reconocen la autoconciencia humana (el ser humano consciente de sí mismo) como divinidad suprema. Al lado de ella no habrá otro Dios…”19. Al recuperar estos textos retoma “todo un programa de investigación – que Marx esbozó-, al que no se le ha dado casi seguimiento en la tradición marxista”20.

El discernimiento de los dioses se erige en categoría y criterio orientador: serán falsos aquellos dioses que no reconozcan la autoconciencia humana como la divinidad suprema. Aparece el imperativo ético de echar por tierra todas aquellas relaciones en las que el hombre se convierta en un ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable. Este discernimiento no está presente en la tradición filosófica griega. La crítica de la religión de Marx, que Hineklammert retoma y trabaja, tiene como trasfondo este pensamiento no idolátrico cuyo origen más remoto se encuentra en la Torá.

El pensamiento crítico es un pensamiento no idolátrico. Se caracteriza por efectuar un discernimiento de los dioses falsos del cielo y de la tierra. El ser humano se convierte en el ser supremo y al lado de él no habrá otro dios. Cualquier otro dios que no tenga la dignidad del hombre como divinidad suprema, será un ídolo. En el Marx del El Capital el ídolo se llama fetiche. El énfasis está en la tierra y no en el cielo, sin embargo, la prohibición de los falsos dioses, de los ídolos, subsiste.

Decíamos más arriba que la idolatría es la forma alienada de la experiencia de si mismo que tiene el hombre. La idolatría exige sumisión, se presenta –de modo encubierto- como un camino de alienación y aplastamiento del sujeto. Un dispositivo de poder y legitimación; el marco mítico del aplastamiento del sujeto. Un marco mítico que puede ser tanto religioso como secular, ya que el ídolo, como hemos visto, puede ser desde la propia idea de Dios idolizada hasta la tierra, el progreso, la tecnología, el mercado, etc. Erich Fromm se pregunta cuál es la verdadera diferencia entre los sacrificios humanos que ofrecían los aztecas a sus dioses y los modernos sacrificios humanos que se ofrecen en la guerra a los ídolos del nacionalismo y del Estado soberano. Quizás no exista diferencia alguna y sólo se trata de formas más refinadas y “civilizadas” de lo mismo. ¿O acaso el capitalismo, en su actual etapa de globalización neoliberal, no exige y concreta a diario sacrificios humanos y ambientales (en lo posible siempre lejos de Manhatam) en nombre de la productividad, de la eficiencia, de la maximización de los beneficios o porque simplemente así lo requieren los mercados?

“No tendrás otros dioses delante de mí. No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que está arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellos ni los honrarás” (Ex. 20:3-6). El segundo mandamiento manda a discernir los dioses; otros dioses son falsos. Podemos conjeturar algunas cosas: Dice el 1º mandamiento: “Yo soy Jehová tu Dios, que te sacó de la tierra de Egipto, de la casa de la servidumbre”. No sabemos quién es o cómo es Dios, pero él se presenta a sí mismo por su acción en la historia –“que te sacó de la tierra de Egipto, de la casa de la servidumbre”. Una idea paradójica, y paradójicamentegenial; un Dios de la liberación, que no sólo actúa en la historia, en la tierra y en el cielo, sino que además manda a discernir los dioses falsos de la tierra y del cielo. ¿Un mandato del Dios de la liberación a discernir los dioses falsos del cielo y de la tierra que nos oprimen? ¡Una autoridad que manda al ser humano a ser independiente; independencia, incluso de ella misma!21

Kozker, un maestro jasídico dijo una vez: “La prohibición de hacer ídolos incluye en sí la prohibición de hacer ídolos de los mitzvot22. Nunca debemos suponer que el propósito principal de una mitzvá sea una forma exterior, y que su significado interior deba subordinarse. La posición que debemos tomar es exactamente la contraria”23. Aparece nuevamente la necesidad de un sujeto libre, frente al texto y a la ley, que evalúa su aplicación. No se trata de una aplicación ciega, mecánica o automática. Para evitar hacer un ídolo de la ley, el sujeto debe “hacer algo” que, al hacerlo, lo hace sujeto. “He puesto delante de ti la vida, escoge pues la vida para que puedas vivir tú y tu descendencia” (Deut. 30:19). Hacer algo, discernir entre el Dios verdadero y los ídolos, escoger la vida, se trata de algo que sólo el sujeto puede hacer. El Dios no idolizado, la fe no idolátrica, plantea una elección, el ídolo impone. El Dios no idolizado deja un espacio, un vacío donde se desarrolla el sujeto, el ídolo aplasta.

La idolatría y el sujeto son antagónicos, se excluyen de manera recíproca. El ídolo solo cobra vida y fuerza a expensas del vaciamiento y sometimiento del sujeto. Acabado el discernimiento de los falsos dioses y de la ley –y con él el sujeto- nace y se fortalece el la fe idolátrica y con ella el ídolo, el fetiche. Es este sometimiento a los falsos dioses el que permite no escoger la vida, y tratar –si el ídolo mercado, estado, idea, partido, etc. así lo requiere- al ser humano como un ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable. De allí, el camino al asesinato del hermano está a un paso. La idolatría es, en última instancia, asesinato del hermano y de uno mismo.

Uno de los métodos de interpretación que plantea el Talmud consiste en relacionar un texto con otro, una parte del texto bíblico con otra, iluminando así a ambas partes, ampliando su horizonte de sentido. Este mecanismo permite otorgar al texto bíblico un espesor infinito, una apertura interpretativa sin fin. Utilizando este método, no en términos religiosos –lo que no constituye ni nuestra especialidad ni nuestro objeto en la redacción del presente trabajo- pero sí en clave de ciencias sociales, podríamos relacionar el 1º y 2º mandamiento sobre los que hemos reflexionado más arriba con el versículo de la Torá en que Dios dice a Abraham “Vete” (Génesis 12:1)24. Esta relación se ilumina con el comentario cabalista del Zohar que cita Scholem: “La palabra de Dios a Abraham lej-lejá (Ve-Te) no quiere decir solamente en su sentido literal “ponte en marcha”, es decir, no sólo está en relación con la peregrinación de aquel que se interna en el mundo por orden de Dios, sino que también se puede leer en su literalidad mítica como “ve hacia ti, hacia tu propio yo”25. Opuesto a la alienación, al sometimiento a los falsos dioses del cielo y también de la tierra, libre de cualquier sumisión a los fetiches. Contra todo ello, ser del sujeto, discernimiento para ser sujeto. Frente a los falsos dioses que aplastan y matan, el mandato es la vida y el ser. La vida y la libertad. Independencia, aún del propio Dios.

 

 Conclusión

El derrotero del mandamiento bíblico de prohibición de la idolatría a lo largo de la historia requiere un trabajo enorme que excede largamente los objetivos y alcances del presente artículo. Sin embargo no queremos dejar de señalar una idea sobre la cual nos parece importante indagar en trabajos posteriores: En los orígenes de la sociedad occidental, en su matriz más profunda, se produce un quiebre en la idea de prohibición de la idolatría, una inversión, en virtud de la cual el ídolo, el dios del antisujeto, el dios del antihumanismo, se convierte en el dios “verdadero”. A partir de allí, la fe en ese dios/ídolo exige una suerte de “discernimiento” invertido. Un discernimiento sin sujeto -más parecido al automatismo, la subordinación y al sometimiento que al verdadero discernimiento- en virtud del cual se legitima la persecución e incluso el aniquilamiento de todos aquellos portadores de una fe no idolátrica –religiosa o secular-. En esta lógica, se justifica la persecución de toda creencia en un Dios o idea cuyo imperativo ético sea acabar con todas aquellas relaciones en las que el ser humano es un ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable –movimientos emancipatorios de todo tipo: trabajadores, esclavos, mujeres, ambientalistas, etc.-. Es en la fe idolátrica, tanto en su variante religiosa como secularizada, donde anida la matriz teológica del anti humanismo, del anti sujeto. La matriz teológica que permite legitimar y justificar lo injustificable: el exterminio de poblaciones enteras, la construcción de campos de tortura y sometimiento convertidos en verdaderas y sofisticadas fábricas de muerte, y una lógica productiva tan perversa que amenaza destruir la existencia de la vida humana y del planeta.

Existe en la historia de occidente un hilo conductor que permite no perdernos en su laberinto, “encuentro ese hilo en un hecho, que marca la historia occidental y con el cual aparece lo que en el curso de la historia resulta ser la modernidad. Este gran hecho es que Dios se hizo hombre, se hizo ser humano”26. Dios se hizo hombre, el hombre se hizo Dios. Frente a este Dios de la redención aparece el ídolo, el fetiche. El ídolo como dios de la des-subjetivación del sujeto humano, dios de la cosificación, el poder y el sometimiento. La historia de occidente, la de sus luchas emancipatorias, sus derrotas y sucesivos recomienzos está surcada por una disputa teológica no saldada. Una cuestión teológica -la mayoría de las veces no explicitada- ,un contrapunto constante entre una fe idolátrica en un dios-cosa, que hace del ser humano – ser infinito atravesado por la finitud- un ser finito atravesado por la finitud; y un Dios de la redención cuyo mandato es la vida y la independencia, incluso de él mismo.

Quien niega la idolatría afirma la vida, tanto la propia como la del prójimo y la de la naturaleza. Pero esta negación, que a la vez afirma, no puede realizarse en un momento y para siempre. Se trata de un discernimiento –constituido como imperativo ético- que debe formularse cotidianamente, en cada momento ante cada hecho. Un discernimiento indispensable para recuperar en cada momento el eros original de donde proviene la ley, para “redescubrir detrás del discurso de la ley, el eros primordial de donde proviene”27.

 


 

  1. Löwy, Michael Redención y utopía. El judaísmo libertario en Europa Central. Un estudio de afinidad electiva. Ediciones el cielo por asalto, Buenos Aires, 1997. Pág. 9.
  2.  El presente artículo forma parte de un trabajo más amplio de investigación aprobado por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Cuyo, que desarrolla el autor bajo la dirección de la Dra. Estela Fernández Nadal, titulado: “La negación de la idolatría en la teología judía y su impacto en los desarrollos actuales de la Teoría del Sujeto y la Ética del Bien Común en Franz Hinkelammert. Aportes para el pensamiento crítico”.
  3. Buber, Martin El camino del hombre. Altamira, Buenos Aires, 2003. Pág. 29.
  4. Fromm, Erich Y seréis como dioses, Paidós, Barcelona, 1960. Pág. 44.
  5. Cualquier coincidencia con el sistema financiero y bancario es casual, pero no lo parece.
  6. Fromm, Erich. Op. Cit. Pág. 44.
  7. Según algunos sabios del Talmud sólo dos primeros mandamientos fueron comunicados por la voz divina: “Yo soy el Señor, tu Dios” y “No tendrás otros Dioses aparte de mí” (Ex.20:2,3). A partir de allí, la fuerza tremenda de esa experiencia fue demasiado para el pueblo que no puedo soportar la voz divina. A esto se debió que tuvieran que recurrir a Moisés. Cf. Scholem, Gershom en La Cábala y su simbolismo. Siglo XXI editores, pág. 33.
  8. Mosès Estephane El Eros y la Ley. Lecturas bíblicas. Katz Editores, Buenos Aires, 2007. Pág. 92.
  9. Mosès Estephane, Op. Cit. pág. 97.
  10. Mosès Estephane: Op. Cit. Pág. 95.
  11. Existe en el Talmud un principio de Rabí Ishmael que dice: “La Torá habla el lenguaje de los hombres”. Comentando esta enseñanza dice Levinas que admitir que la palabra de Dios puede caber en la lengua de la que se sirven los hombres implica una milagrosa contracción del infinito, lo “más” contenido en lo “menos”, lo Infinito en lo finito. En nuestra opinión esta presencia de lo infinito en lo finito implica una ausencia presente y constituye el desafío del sujeto frente al texto; el desafío de rastrear, indagar e interrogar esa ausencia presente. El camino de la perpetua búsqueda del sentido.
  12. Marion, J. L. El ídolo y la distancia;citado por Ouaknin, Marc-Alain El Libro Quemado. Filosofía del Talmud. Riopiedras, Barcelona, 1999. Pág. 203.
  13. Levinas, Emmanuel Más allá del versículo: lecturas y discursos talmúdicos. Editorial Lilmod, Buenos Aires, 2006. Pág. 203
  14. Levinas, Emmanuel. Op. Cit. Pág. 205.
  15. Ouaknin, Marc-Alain El Libro Quemado. Filosofía del Talmud. Riopiedras, Barcelona, 1999. Pág. 17
  16. Cfr. From, Erich. Op. Cit. Pág. 72.
  17. Levinas, Emmanuel. Op. Cit. Pág. 124. El subrayado es nuestro.
  18. Citado por Ricardo Forster en Mesianismo, nihilismo y redención. De Abraham a Spinoza, de Marx a Benjamín. Altamira, Buenos Aires, 2005. Pág. 33.
  19. Citado por Franz Hinkelammert en Hacia una crítica de la razón mítica. El laberinto de la modernidad. Materiales para la discusión. Editorial Arlekin, San José de Costa Rica, 2007. Pág. 18.
  20. Hinkelammert, Franz. Op. Cit. Pág. 24.
  21. En su texto El humanismo judío, Erich Fromm cita un comentario del Talmud. En él, un grupo de rabinos discuten en torno a la pureza del ritual y no logran ponerse de acuerdo. Se producen una serie de discusiones e intercambios que concluyen en el párrafo que a continuación reproducimos: “Nuevamente el Rabí Eliezer les dijo: Si la halajá está de acuerdo conmigo, que lo pruebe el cielo. Dicho esto, se escuchó una voz celestial que gritaba: ¿Por qué disputáis con el Rabí Eliezer, viendo que en todos los puntos la halajá está de acuerdo con él? Pero el Rabí Ioshua se levantó y exclamó: "¡No es en el cielo!" ¿Qué quiso decir con esto? El Rabí Jeremías dijo: Como la Torá ya ha sido dada en el Monte Sinaí, no prestamos atención a una voz celestial, porque tú escribiste hace mucho en la Torá, en el Monte Sinaí, que hay que inclinarse ante la mayoría. El Rabí Natán se encontró con Elías y le preguntó: ¿Qué fue lo que el Único Santo, bendito sea, hizo en aquel momento? Él se rió [con alegría], replicó: "Mis hijos me han vencido, mis hijos me han vencido".(Babá Metziá 59 B.). Comenta Fromm que la sonrisa de Dios cuando dice “mis hijos me han vencido” constituye un comentario paradójico. El mero hecho de que el hombre se haya vuelto independiente y no necesite ya a Dios, el hecho de haber sido derrotado por el hombre, es precisamente lo que agrada a Dios. Con el mismo sentido dice el Talmud: "La naturaleza del "hombre mortal es tal que cuando ha sido conquistado es desdichado, pero cuando el Único Santo es conquistado, se regocija" (Pesabim 119a).
  22. Mitzvot: es el plural de la palabra mitzvá, se trata de un mandato o una disposición. La tradición oral ha transmitido 613: 248 positivas y 365 negativas. Rabí Simlaí enseña: 613 mandamientos fueron enseñados a Moisés en el Sinaí. 365 que corresponden al número de los días del año solar y 248 positivos que se corresponden con la totalidad de los miembros del cuerpo. Todo el tiempo con todo el cuerpo.
  23. Citado por Fromm, Erich, Op. Cit. Pág. 48.
  24. Entonces Adonai dijo a Abraham: “Vete de tu tierra, de tu parentela y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré” Gen: 12:1.
  25. Scholem, Gershom La Cábala y su simbolismo. Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2005. Pág. 16.
  26. Hinkelammert, Franz, Op. Cit. Pág. 12.
  27. Mosès Estephane, Op. Cit. Pág. 8.

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