Índice del artículo

El sujeto humano como fundamento del ATR

El pensamiento crítico necesita un sujeto que lo produzca y lo repiense. Si no, sería metafísica. El carácter histórico se lo otorga el sujeto humano que lo discierne. Quiere esto decir, también, que el pensamiento crítico tiene como criterio de verdad al sujeto humano concreto. Lo uno no se da sin el otro, ni el uno sin lo otro. Sin pensamiento crítico el sujeto humano es abstraído y ve amenazada su existencia; sin sujeto humano no hay pensamiento crítico, ni siquiera pensamiento. De aquí la ineludible reflexión sobre el sujeto para fundamentar el pensamiento crítico.

La modernidad fundó una nueva visión sobre el ser humano, y la concretó caracterizándolo como sujeto. En cuanto tal, afirmó su autonomía y su libertad. En principio, estos fundamentos dejaban sin piso la visión heterónoma del ser humano con respecto a Dios, la cual prevaleció durante todo el medioevo. Mucho más allá, la nueva perspectiva moderna se radicalizó hasta el punto de que, mediante procesos de abstracción extremos, se perdió la noción de límite alguno para el sujeto.  El resultado fue el divorcio de este sujeto con la historia y su asimilación a la racionalidad del continuum del progreso y del tiempo teleológico: todo dependía del devenir de fuerzas externas al sujeto humano. Absorbido, el sujeto con su “su naturaleza” libre terminó siendo aplastado. Los miles de millones de empobrecidos, excluidos y asesinados en el siglo XX y en el recién iniciado siglo XXI son el testimonio mudo de esta debacle.

¿Vale la pena seguir pensando al ser humano como sujeto? Los fundamentalistas de hoy, de cualquier índole, responden que no. Los posmodernos también lo rechazan. Los modernos tradicionales lo siguen afirmando por principio, aunque no como principio de realidad. Muchas de las víctimas de toda esta catástrofe gritan también que sí, pero lo hacen desde sus necesidades concretas, y están dispuestas a alcanzarlo. En la perspectiva de un pensamiento crítico, ya lo dijimos, es un imperativo que emerge desde la misma realidad. Y para una teología que se reclama como parte del anterior, no puede ser menos. El hombre y el colectivo social de los que hablaba Walter Benjamin son el retorno de ese sujeto.

En los desarrollos de su pensamiento crítico, Franz Hinkelammert nos ha ofrecido durante las últimas décadas reflexiones de carácter teológico referidas al ser humano como sujeto. En su pensamiento, nuevamente regresa el sujeto. Bien lo podemos entender como elaboraciones que colocan en diálogo la teología con el materialismo histórico, en el sentido benjaminiano que venimos exponiendo. Son búsquedas de motivos de esperanza que encuentran su anclaje en las raíces del judeocristianismo y que sirven de base para promover el espíritu emancipador de las víctimas de hoy. Hinkelammert halla esas referencias en relatos bíblicos, erigidos como mitos en la tradición de occidente: el del Paraíso (Gn 2-3), el de Caín y Abel (Gn 4) y el de Abrahán (Gn 22). El autor, de manera novedosa, los lee en clave de rebelión de un ser humano que se ve enfrentado al dilema de la vida y la muerte en medio de situaciones históricas límites:

Las tres rebeliones componen un ciclo. Una responde a la otra. La primera es rebelión por medio de la cual el animal se hace ser humano. Revela la maldición de la muerte y de la condición humana. La segunda es la rebelión en contra de la vida humana –la vida del hermano-, que conduce a la constitución de las civilizaciones. La tercera pone la vida del hermano encima de la ley de las civilizaciones (Hinkelammert 2003: 100)

El texto del Paraíso se ha leído tradicionalmente en clave de pecado, así: Dios prohibió a Adán comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal (Gn. 2,17); sin embargo, al ser violada esta norma por la mujer y por el hombre (Gn. 3,12), según la tradición, entró el pecado (original) al mundo. Hinkelammert hace otra interpretación, estableciendo una relación entre libertad, defensa y reivindicación de la dignidad humana y conciencia de la muerte e infinitud en la historia.

Las críticas principales que Hinkelammert le formula a la interpretación clásica se pueden resumir de este modo: por una parte, la prohibición, de la que se habla en el texto, es injusta, así provenga de Dios (en tal sentido, el Dios que aparece allí no es perfecto, sino que se equivoca y se arrepiente de su mal actuar (Hinkelammert 2003: 82).  De otro lado, al violar Eva y luego Adán la prohibición, ponen en entredicho la validez de la ley, y con ello se revela que hay leyes injustas (aunque también las puede haber justas). De modo que el pecado no está en haber violado la ley  injusta pues Dios maldice a la serpiente (Gn. 3, 14) y al suelo (Gn. 3, 17), pero no a los transgresores de la ley. En cambio, el pecado vendrá luego, cuando Caín asesine a su hermano (allí Dios sí maldice a Caín).

En la lectura positiva que propone Hinkelammert del relato del Paraíso, destaca que la prohibición pone de manifiesto, como apetencia, que la libertad es una necesidad humana (desear el fruto de conocer y discernir entre el bien y el mal es desear algo propio de la vida). Además, la violación de esa prohibición, actitud declarada de rebelión contra la ley injusta, se hace de manera compartida entre el hombre y la mujer y por iniciativa de ella, significando que la constitución como sujetos pasa por el mutuo reconocimiento de que su dignidad está siendo amenazada y, en contexto, también exige una crítica a la sociedad patriarcal, dominante desde entonces. En consecuencia, rebelión y libertad conducen al “descubrimiento de la mortalidad y también de la muerte. El animal no sabe de la muerte porque no sabe de esta libertad” (Hinkelammert 2003: 77). En otras palabras: rebelión y libertad descubren una conciencia que es típicamente humana. Por tanto, la experiencia de libertad es lo que hace infinito al ser humano pero, al tiempo, le da el conocimiento de su finitud humana. En suma, por medio de todo este proceso de hacerse sujeto, el animal se hace ser humano. Después de ello, la mujer –ya fuera del Paraíso- es llamada Eva o vida y se entenderá que las únicas leyes con sentido serán las leyes para la vida; deberá enfrentar las maldiciones, ninguna de las cuales proviene de fuera sino que brotan de la misma realidad. La libertad es enfrentar la realidad: de esto se trata de ahora en adelante, no de volver al Paraíso perdido sino de crear una nueva tierra sin árbol ni fruto prohibido. De modo que de aquí se concibe un sujeto abierto y creativo y no fijado a ninguna teleología.

La condena por la fruta prohibida no es el pecado, de tal forma que éste no es evidente en el Paraíso. El pecado, en cambio, está en Caín: “maldito seas, lejos de este suelo que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano” (Gn 4, 11). En el texto bíblico se le llama pecado y crimen a lo que él hizo a pesar de que no había ley que lo prohibiera, diferente a la ley de prohibición del Paraíso cuya violación no derivó en condena. El criterio de discernimiento de la acción, pues, es la vida del hermano: “¿dónde está tu hermano, Abel?” (Gn 4, 9). Es sujeto quien sea capaz de discernir su acción en favor de la vida y no quien eluda esta pregunta: “No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?” (Gn 4, 9). Caín no enfrentó las maldiciones en su libertad, ni prescindió del asesinato que pudo evitar. Caín, por tanto, es responsable del crimen de Abel y lleva la señal como fundador de todas las civilizaciones o promotor del progreso a costa del asesinato del hermano (Hinkelammert 2003: 88).

De tal manera que en la secuencia de los mitos bíblicos lo que se coloca al descubierto es que detrás del progreso está el asesinato del otro que no es reconocido como ser humano. Tal es lo que se denuncia. En sentido positivo y al contrario de Caín, el sujeto sabe estar atento a ello para prevenirlo y evitarlo. Desde esta perspectiva pasa a un segundo plano el asesinato del padre o la figura de la ley, como elemento explicativo del mal. En la Biblia esto se expresa en el mito de Noé que es posterior, y quizás con éste se explique la generalización de los mitos del asesinato del padre que aparecen luego en occidente, con los cuales se vincula la fundación de las civilizaciones con violaciones de leyes superiores, relegando la importancia del asesinato del hermano (Hinkelammert 2003:  93-97).

El último relato de este ciclo es del Abraham. Hinkelammert lo trata extensamente en su libro La fe de Abraham y el Edipo Occidental (2000). En este texto se retoman el problema de la muerte del ser humano a manos de otro  ser humano y el problema de la ley. ¿Es “necesaria” la muerte en sacrificio, en ciertos momentos, para que Dios salve? ¿Es permitida legalmente esa muerte? ¿Es voluntad de Dios que así sea? En concordancia con lo que venimos reflexionando, ¿es inevitable la negación del sujeto en la historia humana? ¿El conocimiento del bien y del mal (un pensamiento crítico) acaso debe aceptarla en situaciones límites?

Al develar Hinkelammert que en occidente se privilegió la interpretación sacrificial, pasando el texto por el tamiz de la interpretación de Edipo (el destino supuestamente ineludible y necesario de que el hijo mate al Padre para que éste no lo mate a él), el autor analiza de otro modo el relato original del sacrificio de Isaac por parte de Abraham. En general, advierte una ambigüedad  en el texto:

En cuanto mito fundante, aparece en la ambigüedad, por un lado, de una decisión de no asesinar y, por el otro, de asesinar siendo impedido el asesinato por una fuerza mayor. Aparece la ambigüedad de la consideración de la fe de Abraham, por un lado, como una fe que consiste en la decisión de no matar a su hijo, y por el otro, en la decisión de matarlo, quedando ésta en el mero campo de las intenciones. Por un lado, la fe, que no mata, y por el otro, la fe que muestra su fuerza al mostrar su disposición de matar (Hinkelammert 2000: 14)

A juicio de Hinkelammert, la ambigüedad se introduce con la inserción a posteriori, por parte de la tradición sacerdotal, de una frase que se repite en dos versículos y que cambia el sentido del texto primigenio de que Abraham entiende que no debe matar a su hijo Isaac: “… pues ahora veo que temes a Dios, ya que no me has negado a tu hijo, el único que tienes…” (Gn 22, 12b y 16b). Estas frases le quitan peso al significado del texto original: un Abraham que decide confrontar la cultura y la sociedad, que se rebela frente a la ley de su tiempo con la cual se exige el sacrificio del primogénito, que se niega a matar a Isaac y que asume las consecuencias de esta actitud, saliendo de su tierra, pero haciéndose libre. Teológicamente esto quiere decir: “…no has estado dispuesto a matarlo, porque al matarlo lo quitas a Dios. Dios, si es Dios de los vivos, lo querría vivo… si [Abraham] es capaz de matar a su hijo, no tiene fe y, por tanto, no tiene promesa. Al negarse a matarlo, muestra su fe y que no niega a su hijo a Dios” (Hinkelammert 2000: 18). Al contrario, con esos versos nuevos “ahora aparece el poder sacerdotal, que es la clase social que efectivamente asume el dominio político de la sociedad constituida por la ley”, legitimando la ley del Sinaí (Ex. 32, 26-29) en donde entiende la fe como la “disposición de matar al hijo y a todos los hijos… a hijos y hermanos” (Hinkelammert 2000: 19). La afirmación del hijo como hermano, o como sujeto que reclama ser reconocido en su necesidad de vivir para también afirmar la vida del padre que se hace libre, queda en entredicho con estos textos ambiguos… Por ahí se abrió paso la interpretación sacrificial en occidente, ligada al mito de Edipo.

La ambigüedad sobre el tipo de fe que pide Dios, será una tensión permanente a lo largo de los libros bíblicos. Será la tensión entre el no matar (fe radical en el Dios de la vida) y el sacrificio del sujeto que subyace a toda ley (el Dios que pide la vida de sus hijos). Esta tensión parece haberse afrontado en el relato de Abraham denotando la conversión del padre: la figura patriarcal –referente fundamental del poder en la sociedad de su tiempo- se transforma, rebelándose contra su propia sociedad y haciéndose hermano de su hijo. Con todo, dicha conversión la provocó el enfrentamiento con la ley de un sujeto negado (el hijo) que se resistía a ser víctima del sacrificio, lo cual implicó la conversión del poder para colocar la vida por encima de la ley[8].

La anterior hermenéutica –en la que se sintetiza la discusión en los tres relatos bíblicos sobre la vida y la muerte del sujeto, y la ley a que se enfrenta- servirá de fundamento y criterio de discernimiento a Hinkelammert para adoptar una postura frente al actual contexto totalitario que enunciamos al inicio el presente artículo; el autor de origen alemán así lo sintetiza:

Por un lado, hay una significativa reconstitución de los movimientos populares, que vuelven a aparecer a pesar de las represiones que sufren. Y, lo que también es importante, en su conflictividad no se entienden como la contrapartida maniquea de la lucha de clases desde arriba que está en curso. Está apareciendo un proyecto de sociedad que no pretende la totalidad del capitalismo… ni la totalidad pretendida por el socialismo histórico… Es posible que de esta manera, los propios grupos dominantes acepten una apertura que haga posible la constitución de una sociedad diferente. Sé que esta confianza tiene razones bastantes débiles, pero no la quiero excluir. Sin embargo, estoy convencido de que sin este cambio de sectores importantes de los grupos dominantes no hay salida. Por primera vez en la historia, su poder es efectivamente total (Hinkelammert 2001: 144-145).

El pensamiento crítico debe discernir la trascendencia y emancipación en medio de la historicidad de esta tensión y conflicto, tan atávica como los mitos que hemos rememorado. En este esfuerzo, tal y como lo acabamos de mostrar, la teología que hace crítica idolátrica (desvelamiento de falsos dioses que piden para sí mismos la vida de los seres humanos y que, por tanto, funcionan cual fetiches) tiene una palabra importante que pronunciar.

Pero lo dicho en estos mitos del antiguo testamento se condensó, radicalizó y universalizó con el gran mito del nuevo testamento:

El mito central es que Dios se hizo hombre, por tanto ser humano. Transforma completamente todo el mundo mítico y sigue siendo la base de todos los mitos posteriores hasta hoy, pero también la base para la interpretación del mundo mítico anterior (Hinkelammert 2007: 87)

Por tanto, es el mito que divide la historia de occidente en dos y es, además,  el gran mito de la modernidad:

El gran mito es aquél, según el cual Dios se hizo hombre, ser humano. En forma religiosa lo expresa el cristianismo, desde el momento en que Dios se hizo hombre en Jesús de Nazareth. De esta forma prevalece, aunque no exclusivamente, durante 1500 años, hasta que el Renacimiento cambia esta perspectiva religiosa y la cuestiona. Pero jamás se cuestiona que Dios se haya hecho hombre (Hinkelammert 2007: 87).

Su núcleo de sentido es simple y profundo, a la vez. Hinkelammert así lo deriva:

Dios se hizo hombre, por tanto ser humano. Humanizar el ser humano, es ahora la nueva dimensión de la vida humana. Hazlo como Dios, hazte humano. Machs wie Gott, werde Mensch. Al hacerse hombre, se revela algo: que Dios es ser humano desde siempre (desde la eternidad). Esa revelación se hace desde ahora patente (Hinkelammert 2007: 87).

De acuerdo con Hinkelammert, en la modernidad este sentido radical es retomado por Marx, aunque en una versión secularizada. De ahí la importancia  que el mito de Prometeo tiene dentro de su pensamiento, cuando Marx asume la rebelión de este dios-titán griego “… en contra de todos los dioses del cielo y de la tierra, que no reconocen la autoconciencia humana (en traducción literal: el ser humano consciente de sí mismo) como la divinidad suprema. Al lado de ella no habrá otro Dios…” (Hinkelammert 2005: 8).

Lo que hace Marx –aunque no se dé cuenta de ello- al afirmar “la doctrina de que el hombre es la esencia suprema para el hombre” es revivir en lenguaje filosófico el principio teológico expresado por San Ireneo de Lyon en el siglo II: “Gloria Dei, vivens homo; vita autem hominis visio Dei (La gloria de Dios es la vida del ser humano; la vida del ser humano, sin embargo, es la visión de Dios)”. Así lo explica Hinkelammert:

En términos “religiosos” es lo que irrumpe con el cristianismo: Dios se hizo un ser humano; el ser humano se hace Dios. De hecho lo que irrumpe es toda una tradición judía anterior, que es condensada en el cristianismo de una manera específica y que canaliza ahora toda la cultura greco-romana en una dirección nueva. Es como una revolución copernicana, mucho antes de Copérnico. El mundo de los dioses baja a la tierra y los seres humanos asumen la vida de los dioses. Dios llega a ser la otra cara de la humanidad. Esta transformación, por supuesto, tiene antecedentes tanto en la tradición judía como griega. Pero eso no son más que antecedentes. Ahora irrumpe la convicción, de que la vida humana debe asumir la vida de los dioses o de Dios. Una frase como la de Ireneo: Gloria Dei vivens homo, es inimaginable antes de esta irrupción. Toda relación con el mundo de los dioses se ha dado vuelta. Hay acceso a Dios, y Dios es transformado en el destino humano. En Ireneo aparece eso en forma radical. No solamente este: Gloria Dei vivens homo, sino ahora la creación de todo el universo tiene su sentido en la creación del ser humano, y la historia humana es transformada en una escalera desde la tierra al cielo, un camino que lleva a la identidad del ser humano y Dios. El ser humano se transforma en el centro del universo, de la historia y de Dios (Hinkelammert 2005: 11).

Para el interés de lo que hemos reflexionado, lo que hace y lo que propone Marx es un discernimiento de los dioses en la tierra para luego llevarlo al cielo. Esto se mantiene hasta 1841, pero desde 1844 concluye que si el ser humano es la divinidad suprema, ¿para qué, entonces, Dios?, ¿para qué la crítica de la religión? Sin embargo, Hinkelammert piensa que esta crítica pasó a ser un método de análisis que parte “de las condiciones de la vida real en cada época para remontarse a sus formas divinizadas” (Marx, El Capital I, nota 4) que permite analizar los dioses y discernirlos: “se trata… de todo un “programa de investigación”, pero el cual no se ha seguido casi nada en la tradición marxista… Por supuesto hace falta analizar… los dioses de Bush, Reagan o Hitler… Pero lo mismo vale para el análisis de los diversos prometeísmos…” (Hinkelammert 2005: 9). En suma: el análisis social, si se lleva hasta las últimas consecuencias esta perspectiva iniciada por Marx, debe reconocer el análisis de dioses y de ídolos actuando y luchando aquí en la tierra, en contra y a favor del ser humano; o en otras palabras: el ATR consiste en un análisis de las relaciones sociales entre los hombres, en las cuales siempre afirman alguna imagen de Dios que los niega como tales o que los potencia como sujetos de su propio destino. En este último sentido, desde el cristianismo hay un criterio de discernimiento: en la tierra Jesús, cual Prometeo, se rebela contra la ley imperial del Estado de Derecho romano y contra la ley farisaica del Templo judío; en el cielo, Miguel,  se rebela contra la divinización de la ley hecha por Satanás y es expulsado, cual otro Prometeo, del cielo a la tierra (Ap. 12, 7-12). Dios se hace humano, el ser humano se hace Dios.

Escribir un comentario


Security code
Refrescar

Videos Destacados

On Dualism in Christianity: Satan vs. Lucifer

video1

On Anti-Utopianism

video2

On Utopias of the Left and the Right

video3

On Liberation Theology in the 21st Century

video4