La creencia de que la lógica mercantil puede organizar la vida social y funcionar de manera autónoma sin necesidad de supervisión y regulación por una autoridad pública, ha traído como consecuencia inesperada una de las mayores intervenciones gubernamentales en la historia del capitalismo. Al comienzo de la crisis, se tuvo la impresión de que los albaceas de la ortodoxia se batían en retirada. Desde finales del verano de 2008, cuando los bancos necesitaban cientos de miles de millones de euros, se soslayaron todas las preocupaciones acerca de la intervención del Estado en la economía y el tamaño del déficit. El discurso neoliberal, predominante hasta el momento, pareció desacreditado. Se contemplaba en la política económica el retorno de Keynes. Hasta Gerardo Díaz Ferrán, a la sazón presidente de la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE), llegó a reclamar «un paréntesis en la economía libre de mercado».

Pero todo se acabó cuando quedó claro que no había más dinero que repartir en calidad de avales y rescates. En ese preciso momento se asistió al retorno de los guardianes de la ortodoxia, que volvieron a adoptar su discurso habitual de oposición al gasto público y a cualquier tipo de regulación. Más que el doblez de quien dice una cosa y luego demanda otra, el episodio resulta aleccionador sobre el pragmatismo con el que se suele manejar la plutocracia en materia de doctrinas económicas, y que Passet refleja perfectamente cuando señala que «ante el gallinero, el zorro prefiere siempre que caigan los obstáculos a la libre circulación. Pero si se halla ante el cazador, se convierte de pronto a la causa de los parques naturales protegidos»

 

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