Después de los movimientos de protesta de los años ochenta en contra del pago de la deuda externa del Tercer Mundo, hubo un tiempo de silencio alrededor de este problema. El cartel de los prestamistas del Primer Mundo pudo impedir, por medio de amenazas y embargos, la formación de un correspondiente cartel de los deudores. Los deudores quedaron sin posibilidad de defensa. Los movimientos de protesta fueron aislados y marginados. El problema de la deuda fue aparentemente resuelto en favor de los prestamistas y los países endeudados perdieron cualquier posibilidad para hacer presente sus intereses, a pesar de que los pagos a cuenta de la deuda externa originaron verdaderas catástrofes en estos países. Desde hace algunos años aumentan de nuevo las voces que exigen una solución del problema de la deuda. Eso tiene que ver con el hecho de que las crisis de los últimos años —la crisis de México, la crisis asiática, la crisis rusa y la crisis de Brasil— están íntimamente vinculadas con los problemas de las deudas de estos países. Sin embargo, hay que añadir un elemento importante para explicar por qué esas voces ahora vuelven a aumentar. Este elemento es que las iglesias, y entre ellas con mucha fuerza la iglesia católica, han retomado este tema para llamar a un año de jubileo en el año dos mil. Frente a esta situación quisiera hacer los siguientes comentarios sobre este problema de la deuda, y añadir algunas reflexiones éticas y teológicas.

1. ¿Qué es deuda externa?

Es importante aclarar a qué nos referimos cuando hablamos de una deuda externa. No cualquier deuda con un extranjero es deuda externa, mientras que deudas con nacionales pueden ser deudas externas. Por otro lado, las deudas externas no son necesariamente deudas públicas. También se puede tratar de relaciones de deuda entre personas o empresas privadas. Si queremos entender el problema de la deuda externa, debemos entender por deudas externas las deudas contraídas en divisas, es decir en moneda extranjera. Por tanto, se trata de deudas que no se pueden pagar en moneda interna. Por eso, deudas que se pueden pagar en moneda interna no constituyen deudas externas, aunque el prestamista sea un extranjero. En este sentido el Tercer Mundo tiene deudas externas, las cuales solamente puede pagar por medio de una parte de sus exportaciones. Para poder pagarlas, las importaciones tienen que ser más bajas que las exportaciones en una cantidad correspondiente a la cantidad por pagar. Pero eso crea una especial dependencia, porque las posibilidades de pago dependen ahora de la posibilidad de efectuar exportaciones en una cantidad correspondiente. Si los países prestamistas no facilitan posibilidades correspondientes de importaciones para las exportaciones de los países deudores —sea en referencia a los precios, sea en lo que se refiere a otros obstáculos para la importación como tasas de aduana, órdenes internos de los mercados y otras limitaciones cuantitativas de las importaciones—, entonces se hace imposible atender las deudas. Los países deudores caen en una dependencia de los países prestamistas. Siguen debiendo, no obstante no pueden pagar. Las deudas externas del Tercer Mundo consisten casi únicamente de deudas en US-dólares, en las monedas del bloque del euro y en yens. El pago depende exclusivamente de la capacidad de lograr superávits, mediante las exportaciones, que permitan atender las deudas. Sin embargo, los países deudores no tienen ninguna influencia significativa sobre las condiciones de importación de los países prestamistas. Las posibilidades de exportación de los países deudores son determinadas sobre todo por las posibilidades de exportación de mercancías. Por tanto, la balanza comercial —la relación entre las exportaciones y las importaciones de mercancías— determina las posibilidades de pago de estos países. Las posibilidades de exportaciones de servicios o de capital son extremadamente limitadas, con la excepción de los países con turismo en los cuales la exportación de servicios permite efectuar superávits. Pero, aparte de esta excepción, las balanzas de servicios y la balanza de capital son predominantemente negativas y no pueden, por consiguiente, equilibrar los déficits de la balanza comercial. Las exportaciones de los países de América Latina consisten principalmente en exportaciones de materias primas (incluidos los productos agrícolas). Para poder atender la deuda externa, estos países tienen que hacer esfuerzos extraordinarios de exportación. Solo que en estos esfuerzos, dichos países se encuentran en una situación de competencia entre sí. En efecto, cuanto más esfuerzos de exportación ejecutan, tanto más ellos mismos producen una presión sobre los precios de exportación. O sea, los productos de exportación tienden a bajar sus precios como resultado de los propios esfuerzos para exportar más. Por eso, los precios internacionales de las materias primas presentan una tendencia a la baja. La consecuencia es que el incremento de las exportaciones en términos físicos produce resultados financieros disminuidos. Los términos de intercambio cambian en favor de los países prestamistas, que son los importadores principales de las materias primas. Cuando las exportaciones de los países deudores entran en competencia con la producción interna de los países prestamistas, estos últimos tienden a imponer tasas aduaneras y otras limitaciones del mercado para proteger a sus productores internos, sobre todo en el sector agrario. A la vez, imponen a los países deudores un comercio libre sin límites que limita la competitividad de sus productos industriales. Solo en casos excepcionales, estos países pueden sustituir la exportación de materias primas por la exportación de productos industriales. Como resultado, la deuda externa se torna impagable. Los países deudores tienen obligaciones de pago que no pueden atender, porque no cuentan con mercados dónde obtener los ingresos necesarios para poder pagarlas. Hay dos ejemplos que pueden ilustrar el problema resultante: El primer ejemplo se refiere a los EE. UU. de hoy. Mucho se habla de deudas externas de los EE. UU. Pero en realidad este país no tiene una deuda externa en el sentido de deudas en moneda extranjera. Casi todas las obligaciones de EE. UU. con deudores extranjeros son obligaciones en su propia moneda interna, el dólar. Por ende, se trata de deudas internas en manos de extranjeros, quienes mantienen los títulos de estas deudas especialmente como reservas. Este tipo de deudas con extranjeros no crean ninguna dependencia del deudor en relación a los prestamistas. Al contrario, demuestran la posición hegemónica de los EE. UU. en la economía mundial. En última instancia, los EE. UU. pueden pagarlas mediante la impresión de billetes. Eso precisamente no da tranquilidad a los prestamistas, sino que significa más bien una amenaza. En este caso, los prestamistas extranjeros no tienen casi ninguna influencia sobre las condiciones de estabilidad de sus inversiones. Por eso, estas deudas internas en manos de extranjeros tienen más el carácter de un regalo que de una obligación. Y por eso mismo los EE. UU. luchan por la hegemonía del US-dólar, en tanto que Europa occidental trata de limitar esta hegemonía por medio del euro. Los países europeos quieren hacer también tan lucrativo negocio. El otro ejemplo es el de la Alemania del tiempo entre las dos guerras mundiales. Los pagos de reparaciones después de la Primera Guerra Mundial, resultantes del tratado de paz de Versalles de 1919, crearon una deuda externa que rápidamente se mostró impagable. Por tanto, impuso a la economía alemana una extrema dependencia de los países que habían ganado la guerra. La historia de Alemania de este tiempo no se puede entender sin el análisis de esta situación de deuda, que ayudó a socavar la democracia de Weimar y fue un elemento de importancia esencial para la toma del poder por el nazismo en 1933. Recién al final de la república de Weimar se vislumbraba, en la conferencia de Lausana en agosto de 1932, una solución. No obstante la suerte de la democracia alemana ya estaba echada. De manera visible, hoy se está produciendo una situación análoga en Rusia.

2. La relación crediticia normal y la usura estructural

Entramos en una relación crediticia normal cuando, por ejemplo, compramos a crédito una refrigeradora y la pagamos en el período siguiente de nuestros ingresos. Las cuotas se pueden pagar de los ingresos y el banco da el crédito bajo la condición de que el ingreso sea suficientemente alto para poder pagar. Del ingreso se paga un interés, lo que baja el ingreso disponible total, pero como compensación se tiene la refrigeradora antes de lo que sería posible en el caso de ahorrar previamente la suma necesaria para pagarla al contado. El horizonte del tiempo es relativamente bajo. Por eso, se puede estimar con bastante exactitud el ingreso futuro disponible del cual se pagarán las cuotas. Esta situación cambia cuando el objeto comprado es mayor y cuando, por consiguiente, en la compra a crédito se tiene que gastar una parte relevante del ingreso para el pago de las cuotas. Ese es el caso, por ejemplo, con la compra o la construcción de una casa. El horizonte del tiempo ahora es largo y cambios imprevisibles del ingreso —por ejemplo en el caso del desempleo— pueden modificar el cálculo original por completo. El cálculo original era un cálculo del ingreso, sin embargo resultó equivocado. De la compra por un crédito normal se sigue algo completamente diferente. Aparece la trampa de la deuda. El prestamista hace ahora un cálculo diferente de aquel cálculo de ingresos. Al dar el crédito había calculado la parte del ingreso necesaria para el pago de las cuotas, encontrando que el ingreso era suficientemente alto para poder conceder el crédito. En este momento efectúa un cálculo del todo diferente. Calcula los haberes del deudor, sus recursos, así como el valor comercial de la casa en relación a la suma total debida. Si el valor comercial de la casa es mayor que la suma todavía debida, puede aplazar el pago. Pero las cuotas debidas son consideradas como un nuevo crédito, y en consecuencia capitalizadas. Aparece una curva exponencial de las deuda, cuya tasa de crecimiento está dada por las propias cuotas. Si la suma adeudada se aproxima ahora al valor comercial de la casa, ya no puede brindar ninguna prórroga y el deudor pierde su casa para poder todavía pagar la deuda. Esta transformación del cálculo de parte del prestamista es decisiva. En la misma lógica del sistema crediticio, el cálculo de los recursos reemplaza al cálculo del ingreso y lleva al final a la ruina del deudor. Lo que hemos mostramos para el caso del crédito de consumo, también vale para el caso del crédito productivo a una empresa. En este último caso, no obstante, es muy frecuente un crecimiento de las deudas por encima del valor comercial de los haberes del empresario. El deudor sigue adeudando, aun cuando ya casi no tenga ingresos ni haberes. Aparece lo que Max Weber llama la "esclavitud" del deudor. Todo lo que éste consiga como ingresos, ahora pertenece al prestamista. Este cálculo de los recursos es el típico cálculo del usurero. En este caso, la usura no es en primer término un fenómeno moral, sino que se vincula con la propia estructura del sistema de crédito. Ocurre una transformación del prestamista en usurero, que no es necesariamente el producto de alguna "codicia" sino el resultado de seguir la lógica del sistema de crédito. En esta lógica, en las condiciones dadas, la relación crediticia normal se transforma en una relación usurera. Esta transformación tampoco se sigue necesariamente como resultado de tasas de intereses "usureras". El juicio acerca de si una tasa de interés es usurera o no sigue siendo en última instancia un juicio moral, y como tal es difícil fundamentarlo. Sin embargo, el paso al cálculo de recursos del prestamista es demostrable de manera empírica, al igual que sus consecuencias devastadoras. Pero tampoco estas consecuencias devastadoras son necesariamente resultado de la maldad intencional del prestamista, sino que se derivan de la propia lógica del sistema de crédito, siempre y cuando varíen las condiciones del cálculo de ingresos que está en el origen. De la situación de emergencia se sigue entonces la entrega del deudor al prestamista y la pérdida de su libertad. No solo todos los haberes y recursos del deudor caen en manos del prestamista, sino asimismo todos sus poderes, esto es, todo lo que puede. Su incapacidad de pago se puede transformar en este instante ella misma en una fuente de ganancia del prestamista. Luego, la incapacidad de pago del deudor no es forzosamente una catástrofe para el prestamista, sino que en circunstancias determinadas puede ser más bien una fuente de ganancias especialmente altas. En este caso, el cálculo del prestamista incluso puede ser un cálculo de su posibilidad de lograr la incapacidad de pago del deudor, para así poder explotarlo hasta el infinito. Aquí aparece la usura en un sentido más estrecho. Es entonces un comportamiento del prestamista que tiene la intención de provocar la incapacidad de pago del deudor, para de esta forma poder aprovecharse de él y de todas sus posibilidades. La historia de la usura muestra las consecuencias devastadoras. La esclavitud del deudor y de su familia; su condena a prisión por deudas, donde puede podrirse el resto de su vida. Estas son solamente algunas de las consecuencias del sistema de crédito. El cálculo usurero, como cálculo de recursos, tiene siempre la tendencia a llegar a ser un cálculo de las ganancias posibles derivables de la incapacidad de pago del deudor. Ese es el sentido de la usura que está presente en la figura de Sylok, en El mercader de Venecia de Shakespeare. En consecuencia, el problema de la usura no se puede reducir a un problema de tasas de interés demasiado altas, que muchas veces se llaman intereses usureros. De lo que se trata en la usura es de la incapacidad de pago del deudor. A pesar de que yo pague intereses demasiado altos, sigo siendo un ser humano libre siempre y cuando los pueda pagar. Pero cuando resultan impagables, pierdo mi libertad. Desde hace más o menos un siglo se ha intentado limitar por medio de la legislación de las situaciones de quiebra estas consecuencias devastadoras. Se le suele conceder ahora al deudor una garantía de un ingreso mínimo con el resultado de que el prestamista solamente puede adjudicarse la parte de los ingresos del deudor que va más allá de este mínimo. Los miembros de la familia tampoco pueden se hechos responsables por el prestamista. Se ha establecido asimismo un horizonte de tiempo para la posibilidad de cobro de parte del prestamista. En muchos países éste solo puede cobrar en un período de treinta años a partir de la quiebra. También en el caso de la deuda externa del Tercer Mundo se tienen las diferentes etapas del cálculo del crédito, pasando del cálculo del ingreso al cálculo de recursos, y por fin al cálculo de las ganancias potenciales resultantes de la incapacidad de pago de los países deudores. Se trata de transformaciones en las cuales los últimos dos cálculos son difícilmente distinguibles. Por eso la deuda externa muestra muchos paralelos con el problema de la deuda comentado anteriormente. Sin embargo se mantiene la diferencia importante de que en el caso de la deuda externa se trata de una deuda en moneda extranjera en el cual, por tanto, siempre están involucradas las relaciones entre diferentes espacios monetarios y en consecuencia entre diferentes países. El Estado del país deudor no tiene las competencias suficientes para solucionar el problema. También como en el caso de las relaciones de deuda privadas existe en el caso de deudas externas un especial condicionamiento por la política monetaria de comercio internacional de los países acreedores. Por eso, en estas relaciones de dependencia internacional cumplen un papel decisivo. La deuda externa de América Latina es el resultado de un desarrollo de largo plazo. Al terminar la Segunda Guerra Mundial esta deuda externa era pequeña e insignificante. Eso fue el resultado de la economía de guerra. Los países latinoamericanos suministraron sus productos a los EE. UU., sin que ésta nación pudiera pagar mediante la entrega de productos correspondientes. Los países de América Latina registraron altos superávits en su balanza comercial, y por ende sus deudas anteriores fueron canceladas. No obstante, toda la historia latinoamericana es una historia de procesos de endeudamiento que han desembocado varias veces en crisis de la deuda. Por consiguiente, el proceso de endeudamiento actual no es de ninguna manera un efecto directo de la crisis del petróleo de 1973 y de las facilidades para créditos que siguieron. Ya a finales de los años sesenta se da una amplia discusión acerca de la posible impagabilidad de estas deudas. De todos modos, ya habían crecido tanto que habían alcanzado el límite de la impagabilidad. A partir de las facilidades resultantes de la crisis del petróleo, sin embargo, se hace posible seguir con este endeudamiento de una manera aventurera. No obstante, también este endeudamiento posterior a 1973 seguía la tendencia anterior, con un aumento apenas ligero de la tasa de crecimiento de la deuda. En su tendencia, el endeudamiento latinoamericano no es explicable a partir de desequilibrios de la balanza comercial. Desde la Segunda Guerra Mundial, la balanza comercial de América Latina es predominantemente equilibrada. En promedio, estos países exportan más de lo que importan. Desde luego hay períodos con una balanza comercial negativa, pero les anteceden o les siguen períodos con una balanza comercial positiva. Si se efectúa una balanza comercial consolidada para el período desde 1950 hasta 1987 —relacionando las exportaciones totales con las importaciones—, ésta resulta positiva. En este período América Latina exporta unos 60 mil millones de dólares más de lo que importa. Si se hace la misma balanza hasta 1982, la situación es al revés, con un déficit de 60 mil millones. Los desequilibrios de la balanza comercial desde 1973 son muy grandes. De 1974 a 1982 ésta es negativa y la suma de los déficits alcanza alrededor de 60 mil millones. Sigue un período de superávits altos, que suman para estos años unos 110 mil millones. Después viene un período con superávits menores, para llegar en los últimos años de nuevo a déficits. Hoy América Latina tiene una deuda externa cercana a los 600 mil millones. Es obvio que esto no se puede explicar directamente por la balanza comercial. En realidad, la deuda externa se explica principalmente por las transferencias de divisas a cuenta de transferencias de ganancias y de intereses. Las ganancias del capital extranjero en América Latina hay que pagarlas en los países de los que proceden las inversiones y por eso son pagadas en divisas de esos países, al igual que los intereses sobre préstamos. En los años cincuenta las transferencias de divisas eran sobre todo transferencias de ganancias. Las transferencias de ganancias tienen con las transferencias de intereses una relación alrededor de 10:1. Pero al pagar América Latina estas transferencias en divisas, aumenta la deuda externa. Con eso crece la parte del pago de intereses en relación a las transferencias de ganancias. En los años ochenta la relación se invierte. Ahora las transferencias de ganancias en relación con las de intereses son alrededor de 1:10. En los años noventa vuelve a subir la importancia relativa de las transferencias de ganancias como consecuencia de la venta de industrias nacionales al capital extranjero. De esto resultan transferencias adicionales de ganancias. Hasta el año 1982, cuando estalla la crisis de la deuda, América Latina atiende financieramente su deuda externa, pero no la paga de sus ingresos. La paga de créditos adicionales con el resultado de un aumento constante de la deuda externa. Y ésta aumenta alcanzando un volumen que la hace impagable. Ese tránsito se da durante los años setenta, hasta el comienzo de los cuales la deuda externa habría sido todavía pagable en razón de una rígida política de lograr superávits correspondientes de la balanza comercial. Sin embargo esta política no se realizará más. Ya que las facilidades del crédito eran grandes después de la crisis petrolera, las obligaciones de pago al extranjero se siguen atendiendo por medio de préstamos adicionales. La deuda externa continúa entonces subiendo y alcanza un tamaño tal, que las obligaciones ya no son pagables ni con una política extrema de austeridad. En el momento de la crisis de la deuda, en 1982, ésta ronda los 300 mil millones, por los cuales había que abonar anualmente unos 45 mil millones de dólares. Con una exportación anual de alrededor de 120 mil millones, eso significaba para los países latinoamericanos la obligación de pagar solamente en intereses más de un tercio de su ingreso por exportaciones, sin bajar siquiera el volumen de la deuda total. En este tiempo el Fondo Monetario Internacional (FMI) impone en América Latina los llamados ajustes estructurales, que transforman las economías de estos países en economías de pago de la deuda. Llevan a una disminución violenta de las importaciones y cambian por completo la situación económica y social del continente. Tiene lugar una pauperización extrema de la población y un recorte radical de las funciones económicas y sociales del Estado. América Latina presenta ahora altos superávits en su balanza comercial, los cuales en el período de 1983 a 1988 llegan a 20 mil millones anuales; esto es, alrededor del 20% de su exportación total. Solo que estos superávits son transferidos sobre todo para el pago de los intereses de la deuda. Pero con eso se mostraría claramente la impagabilidad de la deuda externa. Un esfuerzo de pago mancomunado —acompañado por una desastrosa pauperización de la población y una igual destrucción de la naturaleza— llevaría al pago efectivo de únicamente la mitad de los intereses vencidos. Más de 40 mil millones en intereses vencían anualmente y apenas la mitad podían ser pagados con sacrificios humanos intolerablemente altos. Por tanto, la otra mitad de los intereses vencidos los países latinoamericanos tenían que seguir pagándolos con nuevos préstamos. Estos países transfieren entre 1983 y 1988 alrededor de 120 mil millones de dólares resultantes de su superávit de la balanza comercial. A pesar de eso, su deuda externa se incrementa en otros 120 mil millones. En efecto, rondando ella en 1982 los 300 mil millones, alcanza en 1988 unos 420 mil millones. Para tener una mejor idea de lo que significan estas cantidades, conviene hacer una comparación histórica. Después de la Segunda Guerra Mundial, el Plan Marshall para Europa Occidental asciende a 14 mil millones de dólares. En precios de 1988 esa cantidad equivale a una suma de aproximadamente 70 mil millones. Luego, América Latina transfiere entre 1983 y 1988 alrededor de 1,5 veces el Plan Marshall hacia los países acreedores y, haciendo eso, paga nada más la mitad de los intereses vencidos. América Latina es incapaz de pagar y precisamente por eso cae en una dependencia completa de los países acreedores. Eso se expresa durante los años ochenta en las constantes negociaciones de la deuda de estos países con el FMI. En nombre de los países acreedores, el Fondo Monetario pasa del cálculo de ingresos al cálculo de recursos y, por consiguiente, al cálculo del usurero. Los años ochenta y noventa han sido años de una gigantesca usura internacional, en los que América Latina ha perdido lo que le quedaba de su independencia y sino también como resultado de la incapacidad de pago del continente. Son mucho más altas de la que habrían sido en el caso del pago de la deuda. Son las ganancias de la usura, cuando el usurero ha logrado la incapacidad del deudor, quien en este instante le tiene que entregar todo lo que tiene y es. A los acreedores les pertenece ahora el continente entero con la totalidad de sus valores —en cuanto tenían el interés de poseerlo— y con todo lo que puede hacer hacia el futuro. Los gobiernos latinoamericanos ya no disfrutan de ninguna soberanía, sino únicamente de autonomía. Todo está disponible para ser explotado, y precisamente su incapacidad de pago de la deuda externa es la palanca por medio de la cual se les impone este inmenso poder. Si la deuda fuera pagable, América Latina mantendría alguna posibilidad de independencia. Pero como no es pagable, el continente tiene que entregarse. Quien puede pagar, sigue siendo un ser humano libre. Quien no puede hacerlo, pierde todo lo que tiene y con eso su libertad. Quiero añadir todavía algunas advertencias:
  1. 1) El tránsito de la deuda externa de América Latina hacia una deuda impagable era claramente visible a mediados de la década de los setenta. Habría sido la obligación del FMI intervenir en contra del endeudamiento. No obstante, violando sus obligaciones expresas, el Fondo Monetario ha procurado el sometimiento de América Latina en nombre de los acreedores. Hoy podemos sostener que el capital financiero se da cuenta de la situación de impagabilidad de la deuda en ese momento, y que desde entonces en adelante pasa a un cálculo del usurero. El FMI colabora sabiendo muy bien lo que hacía. Los préstamos posteriores a la crisis petrolera de 1973 no se otorgan "ingenuamente", como se nos dice con frecuencia, sino sabiendo que la impagabilidad de la deuda externa producida por esos préstamos permitiría ganancias mucho más elevadas de las que podrían esperarse en el caso del pago de la deuda. Esta política se ha seguido aplicando en otros lugares. En la crisis asiática de 1997, se procede frente a Corea del Sur[1] de la misma manera. No se ayuda para hacer pagable la deuda externa, sino que el FMI persigue llevar a Corea del Sur a la incapacidad de pago. Logrado eso, se pueden imponer condiciones que hacen imposible continuar la política del desarrollo de un capitalismo nacional en ese país. Una política muy parecida se lleva a cabo en la actualidad en relación a Rusia, como lo sostiene George Soros. Justamente este es el núcleo del cálculo del usurero.
  2. 2) Las relaciones internacionales entre deudores y acreedores hoy, son relaciones de un capitalismo completamente salvaje. No existe ningún derecho de quiebra, e incluso se ha anulado el derecho de quiebra que se respetaba en el capitalismo más clásico desde el siglo XVIII. Eso se ve con claridad en la política del Fondo Monetario, la cual le ha sido impuesta por el gobierno de los EE. UU. En el momento de la crisis de la deuda externa en América Latina en 1982, dos tercios de la deuda era entre empresas privadas y bancos privados en los países acreedores, deudas que no tenían ningún aval de parte de los gobiernos latinoamericanos. Sin embargo, en ese momento se obliga a estos Estados a asumir esas deudas privadas como deuda pública. O sea, la bancarrota de las empresas privadas de América Latina ya no podría eliminar sus deudas, lo que en el derecho de quiebra del capitalismo clásico era algo obvio. Así por ejemplo, en el siglo XIX en los EE. UU. las grandes bancarrotas de las empresas ferrocarrileras levantadas en gran parte con capital inglés terminaron con esas deudas, y al Estado de los EE. UU. nunca se le ocurrió asumirlas como deuda pública. Este derecho de quiebra se suprime en América Latina en los años ochenta, precisamente por la intervención del Gobierno de los EE. UU. En México se lleva a cabo con un gran fraude a la opinión pública. Tras la crisis de la deuda de 1983, México nacionaliza los bancos privados, los cuales eran deudores privados de una parte significativa de la deuda externa del país. Se los nacionaliza con sus deudas externas y ni el FMI ni el gobierno de los EE. UU. protestan, porque como es obvio se trata de una acción concertada con ellos. Pocos años después se reprivatizar a los bancos, solo que ahora sin su deuda externa que de este modo había sido convertida en deuda externa pública. Procesos de este tipo se realizan en todo el continente. De esta manera es eliminado el derecho de quiebra del capitalismo clásico, según el cual las deudas privadas externas se liquidaban por la bancarrota de las empresas privadas. Los bancos privados extranjeros tenían que asumir las pérdidas resultantes de préstamos mal colocados. Ahora, en cambio, se obliga a los Estados de los países deudores a asumir esas deudas privadas. Se trata de una subvención inaudita para el sistema bancario privado internacional, subvención que se eleva a cerca de dos tercios de esta deuda externa. Así pues, el mínimo derecho de quiebra internacional que había existido en el capitalismo clásico deja de existir. Sin esta subvención ilegítima y fraudulenta, es posible que la deuda externa de América Latina hubiera sido pagable. Por eso, en las relaciones financieras internacionales ya no existe el derecho de quiebra. Ninguna deuda externa se puede terminar por la bancarrota del deudor. En el caso de la deuda pública interna, un Estado nacional puede declarar la bancarrota y con eso se acaba legalmente esta deuda. En las relaciones internacionales no posee esta facultad. Como el acreedor es otro país o ciudadano de otro país con su moneda propia, un Estado nacional no tiene ninguna jurisdicción para declarar su bancarrota. En consecuencia, para un Estado deudor no existe siquiera esa protección mínima a la cual puede acceder en las relaciones con acreedores de deudas internas. Pueblos enteros con sus hijos, y los hijos de sus hijos, son responsables del pago por un tiempo perpetuo. Tampoco hay ninguna protección para un ingreso mínimo del deudor, como se lo reconoce hoy generalmente en relaciones con deudas internas. El acreedor puede condenar a poblaciones enteras al hambre, sin que haya ninguna posibilidad de intervenir. Puede cometer genocidios, sin que nadie le pueda reprochar algo. Y si el deudor ejerce resistencia, es amenazado con el bloqueo económico y hasta con la intervención militar externa. Si no puede pagar, por consiguiente no tiene libertad, y tampoco puede reclamarla.
  3. 3) Las inversiones extranjeras —préstamos o inversiones directas— no suelen transferir ingresos de los países acreedores hacia los países deudores. Según el mito interesado de la mayoría de los economistas, mediante esas inversiones fluyen ahorros de los países desarrollados hacia los países subdesarrollados. Sin embargo eso nunca ha sido así, y hoy tampoco lo es. Después de la Segunda Guerra Mundial hasta la actualidad, apenas hay un año en el cual las transferencias de ganancias del capital extranjero en América Latina no hayan sido mayores que el aporte por inversiones directas extranjeras. Para todo ese período, las transferencias de ganancias son mucho mayores que el aporte de las inversiones directas. A finales del decenio de los sesenta, por primera vez los análisis de los teóricos de la teoría de la dependencia llamaron la atención sobre este hecho. En contra del mito, que todavía hoy se sigue difundiendo en todas partes, el capital extranjero no aporta ahorros de los países del centro, sino que por el contrario coge ahorros de los países dependientes en favor de los del centro. Su fuerte posición la deriva de su dominio sobre la tecnología, el acceso a mercados extranjeros y el conocimiento referente a la dirección y gestión empresarial (management). Así, moviliza en su propio beneficio los ahorros de los países en los cuales invierte [2].

3. ¿Hay una salida del endeudamiento?

La salida más inmediata es y sigue siendo la cancelación de la deuda. En todos los casos de deudas impagables, una tal cancelación tiene sentido y alivia la situación del deudor. Pese a eso, la cancelación no es de por sí la solución del problema de la deuda, si no se hace a la vez lo necesario frente a las causas que originan el proceso de endeudamiento. Se habla de cancelación de la deuda, cuando simplemente se anula una deuda existente. Se habla en cambio de una moratoria de la deuda, cuando se interrumpe su pago por un tiempo determinado. En este caso se trata solo de una moratoria, si para el período concertado no se cobran intereses. Por tanto, los intereses vencidos no pagados no son considerados y no se los capitaliza añadiéndolos al monto principal de la deuda. Al final del período de una moratoria, el deudor tiene una deuda igual que al comienzo. En el caso de las negociaciones de la deuda, en cambio, como se las efectuó en América Latina especialmente en los años ochenta, se trata de una simple reestructuración de la deuda. En este caso se extiende la fecha de vencimiento de la misma, pero el pago de los intereses no es interrumpido, sino que los intereses vencidos son añadidos al principal y de esta manera capitalizados. Al terminar el período de postergación del pago, el deudor tiene una deuda mayor que al comienzo. La diferencia la determina el plazo de la postergación del pago y de la tasa de interés calculada. Por eso, estas negociaciones de la deuda no tienen nada que ver ni con una cancelación de la deuda ni con una moratoria. Al contrario, son un medio de imposición de condiciones del acreedor y alivian únicamente la situación de pago a corto plazo a cambio de la aceptación de las condiciones que el acreedor impone. Atestiguan la pérdida de libertad del deudor. En el caso de las actuales propuestas respecto a un posible jubileo en el año 2000, se trata de la exigencia de una cancelación de la deuda o de una moratoria a largo plazo. En el caso de que tales facilidades no comprendan la totalidad de la deuda, tienen que incluir por lo menos aquella parte de la deuda que de hecho es impagable y origina el chantaje perpetuo de parte de los acreedores. Eso es necesario para devolver a los deudores cierta independencia. Por lo menos hay que lograr que las deudas restantes sean pagables. Eso implica la determinación de sumas por pagar que sean compatibles con un desarrollo económico mínimo del país deudor. Si tal cantidad se expresa en términos de cifras, se podría decir que jamás el pago a largo plazo puede ir más allá de un 5% de los ingresos por exportaciones. Se necesita además una reformulación del derecho internacional de quiebra, que haga posible inclusive la bancarrota del Estado y, como mínimo, la recuperación del derecho internacional de quiebra del capitalismo clásico. Habrá que establecer con claridad la responsabilidad del gobierno de los EE. UU. por las consecuencias de la anulación de este derecho de quiebra en las relaciones financieras internacionales, y su impacto extremo sobre la deuda externa latinoamericana hoy existente. Pero todas estas medidas tampoco se podrán ejecutar, si no se toman en cuenta otras causas estructurales para los procesos internacionales de endeudamiento. Hay un caso histórico en el cual el sistema capitalista mundial tomó tales medidas estructurales, cuando percibió su necesidad. Se trata del conjunto de medidas que se aplicó al término de la Segunda Guerra Mundial para hacer posible la reconstrucción de la economía de Europa Occidental. Frente al poder del bloque socialista, se hizo imposible repetir la política aplicada frente a Alemania tras la Primera Guerra Mundial. La Guerra Fría implicaba un peligro real para el capitalismo en Europa, y no se la podría haber ganado sin la reconstrucción de Europa Occidental. Se trató de tres medidas centrales, que hicieron posible la estabilidad financiera de Europa Occidental:
  1. 1) El acuerdo sobre la deuda en Londres en 1952. Este acuerdo constituyó, de hecho, una moratoria a largo plazo de las deudas existentes. Los países europeos occidentales no tendrían que atender sus deudas externas en el período de su reconstrucción. Eso implicó la renuncia de los países aliados occidentales a las reparaciones de guerra por parte de Alemania, y la renuncia de los EE. UU., sobre todo frente a Francia e Inglaterra, al pago de los préstamos concedidos durante de la guerra. Sin este acuerdo acerca de la deuda difícilmente podría haberse llevado a cabo la reconstrucción. Por el tratado de Versalles, al final de la Primera Guerra Mundial, se impuso a Alemania la obligación del pago de reparaciones de guerra tan altas que, de hecho, resultaron impagables, mientras que los EE. UU. exigieron de sus aliados, Francia e Inglaterra, el pago de los préstamos recibidos durante la guerra. Así pues, Francia e Inglaterra necesitaban las reparaciones de Alemania para poder atender sus préstamos de guerra. Nominalmente esos pagos se hicieron a Francia e Inglaterra, no obstante en realidad se hicieron, pasando por Francia e Inglaterra, a los EE. UU. En el acuerdo de Londres sobre la deuda se expresó a la vez, pues, la renuncia a reparaciones de guerra de parte de Alemania y la renuncia de los EE. UU. al pago de los préstamos de la Segunda Guerra Mundial de parte de sus aliados de Europa Occidental. Sin embargo, los EE. UU. sí exigieron de la Unión Soviética el pago de sus préstamos de guerra. El rechazo de parte de la Unión Soviética a efectuar tal pago, fue tomado por los EE. UU. como una razón para entrar en la Guerra Fría.
  2. 2) La ayuda del Plan Marshall. Esta ayuda consistió en pagos de ayuda y en préstamos que no había que atender a largo plazo en moneda extranjera. No se transformó en una deuda externa inmediata, cuya atención habría sido una carga para la reconstrucción. Fue usada para dar créditos en moneda interna de los países receptores, créditos que había que atender en moneda interna y que constituirían un fondo rotativo disponible para nuevos créditos en moneda interna. Eso fue posible por el hecho de que no había que atender deuda externa alguna significativa. Por ende, los fondos del Plan Marshall significaron una transferencia efectiva de ingresos (ahorros) de los EE. UU. hacia Europa, y son uno de los casos excepcionales de la historia moderna en los cuales préstamos externos implicaron transferencias efectivas. Sin el acuerdo acerca de la deuda de Londres esta transferencia no habría sido posible. En efecto, en el caso de una deuda externa significativa de Europa Occidental, si se hubiera exigido la atención inmediata a esa deuda, los fondos del Plan Marshall habrían fluido de inmediato de vuelta a los EE. UU. para la atención de esa deuda. Dichos fondos, por ende, no habrían llevado a ninguna transferencia de ingresos. Sin embargo, en la forma en la que fueron otorgados, sí constituyeron una transferencia real de ahorros desde los EE. UU. hacia Europa. Por eso, esta transferencia se hizo notar entonces en una balanza comercial altamente negativa de Europa Occidental. De ahí que la ayuda del Plan Marshall constituya uno de los pocos casos en los cuales fondos de ayuda y de créditos condujeron de manera efectiva a transferencias de ingresos. Este hecho distingue al Plan Marshall de la mayor parte de las tal llamadas ayudas económicas de los países del centro hacia los países subdesarrollados. Solamente en casos excepcionales ellas implican transferencias efectivas de ingresos y, por consiguiente, transferencias de ahorros. En su mayor parte retornan, inmediatamente después de recibidas, a los países acreedores para la atención de las transferencias de ganancias de intereses de la deuda. En todas partes, los pagos que se reciben a cuenta de alguna ayuda para el desarrollo suelen ser muy inferiores a los que se pagan por transferencias de ganancias e intereses. Se mete en el bolsillo de los países subdesarrollados una suma pequeña, pero se les saca sumas mucho mayores. No obstante, de cara al público, los países acreedores solo hablan de aquellas sumas pequeñas que meten en los bolsillos de los subdesarrollados, elogiándose a sí mismos por su bondad; no mencionan para nada las sumas mucho mayores que extraen de los mismos bolsillos. De esta manera surge la creencia de que los países desarrollados efectivamente transfieren ingresos a los países subdesarrollados. Pero esto tiene muy poco que ver con la realidad, así como con lo que fue el Plan Marshall.
  3. 3) La Unión de Pagos de Europa Occidental. Tuvo como una de sus funciones principales evitar procesos de endeudamiento entre los propios países europeos occidentales durante el período de la reconstrucción. Lo consiguió imponiéndoles condiciones para equilibrar entre ellos sus balanzas comerciales. Cuando en un país aparecía un saldo negativo, se lo obligaba a eliminarlo por medio de una política sobre el comercio internacional correspondiente. Para esta relación entre las diversas balanzas comerciales había un margen —un tal llamado swing— dentro del cual tenían que mantenerse los saldos positivos o negativos eventuales, el cual no se podía traspasar. Los saldos negativos —déficit— de la balanza comercial no fueron financiados por préstamos en divisas, sino de la caja de compensación de la Unión europeo-occidental. Por eso no se pagaron intereses, sino que los saldos negativos de unos países se cubrieron con los saldos positivos de otros. Los saldos negativos de un período podían ser equilibrados por saldos positivos de otro período sin el peligro de que un financiamiento mediante préstamos hiciera aparecer avalanchas exponenciales de endeudamiento, que posteriormente ya no se pudieran detener con ningún saldo positivo realista. Esta Unión de Pagos de Europa Occidental efectivamente logró evitar procesos de endeudamiento relevantes durante el período de reconstrucción, que duró varias décadas, a pesar de que algunos países tuvieron una capacidad de exportación mucho más grande que otros.
Estas tres medidas formaron un conjunto que resultó de la estrategia de evitar que la reconstrucción fuera imposibilitada por un nuevo proceso de endeudamiento. Las tres medidas fueron, por tanto, partes de una estrategia global de reconstrucción, cuyo éxito solamente es explicable por estas medidas que en su correspondencia mutua conformaron la estrategia. La misma estrategia fue completada por algunos elementos adicionales. Se trató del fomento de ordenamientos de mercados. El más importante fue el marco del mercado agrícola europeo, el cual todavía mantiene su importancia. A su lado aparecía el ordenamiento del marco del carbón y el acero, realizado especialmente entre Francia y Alemania. Al terminar el período de la reconstrucción en el transcurso de los años sesenta, muchas de estas medidas perdieron su relevancia o fueron simplemente anuladas. Pero sin duda, constituyeron una condición irrenunciable para el éxito de la reconstrucción. Ciertamente, una comparación histórica de este tipo solo puede brindar analogías y comparaciones para otras regiones del mundo. No puede ser copiada sin más. No obstante, da puntos de referencia que pueden tener su importancia también para una tarea como la del desarrollo de los países subdesarrollados. En la actualidad se trata del desarrollo sostenible para toda la humanidad. No simplemente como género humano, sino por medio de la vida de todos los seres humanos. Tal desarrollo sostenible solo es posible si esta meta se une con la solución del problema de la deuda externa, y hace que también ella misma sea sostenible. Sin embargo, no puede serlo si no se desarrolla un conjunto de medidas análogas al caso histórico comentado de la Unión Europea en su período de reconstrucción. Si eso no se hace, la propia sobrevivencia de la humanidad se pone en peligro. Un proyecto de este tipo tendría que considerar varias necesidades:
  1. 1) Es necesario efectuar la cancelación de la deuda externa —o una moratoria a largo plazo— por lo menos para aquella parte de ella efectivamente impagable. Eso se refiere a mucho más de la mitad de esta deuda, porque se trata de la mayor parte de ella. Si queda una deuda restante, tiene que ser pagable, pero también pagada. El financiamiento del pago de la deuda externa mediante nuevos préstamos tiene que ser excluido porque solo conduce a nuevos procesos exponenciales de endeudamiento, que al final vuelven a producir la situación de la impagabilidad.
  2. 2) Cualquier ayuda económica tiene que realizarse de una manera tal, que efectivamente produzca transferencias de ingresos. Eso solamente es posible si a la ayuda la antecede una cancelación general de las deudas pendientes, y si ella no es transformada en una nueva deuda externa. Para eso tiene que ser pagada a fondos rotativos en moneda interna que puedan entregarla para nuevos préstamos internos. Unicamente en la administración de estos fondos pueden y deben entrar también criterios de los países donantes, aunque siempre bajo la condición de que se evite un nuevo proceso de endeudamiento.
  3. 3) Para que sea posible una solución para el comercio mundial, tiene que haber una especie de unión mundial de pagos. La economía mundial es un sistema cerrado. Por ende, la suma de los saldos negativos de la balanza comercial es siempre igual a la suma de los saldos positivos. Los países con saldos positivos tienen interés en financiar los correspondientes saldos negativos de los otros países por medio de crédito. No obstante, de esta manera desatan siempre de nuevo procesos exponenciales de endeudamiento que es difícil, y muchas veces imposible, pagar en períodos posteriores para los países de saldo negativo. Eso solo lo puede solucionar una unión de pagos mediante una caja de compensación que prescriba márgenes tanto para los saldos negativos como para los positivos de las diversas balanzas comerciales, y que obligue a los países a ejecutar una política económica que haga posible este tipo de equilibrio. En el caso de un saldo positivo de la balanza comercial, la política tiene que ser la del aumento de las importaciones o la de la restricción de las exportaciones, y en el caso de los saldos negativos al revés. Los saldos positivos tienen que financiar los saldos negativos sin que intermedie ningún sistema de crédito.
Este conjunto de medidas tendría que ser completado por un ordenamiento internacional para materias primas y productos agrícolas, sin el cual será imposible asegurar solvencia económica de los países más débiles. Sin embargo, un desarrollo solamente puede ser sostenible si está en equilibrio con el medio ambiente. Eso exige un ordenamiento mundial también del medio ambiente. En suma, eso puede ser un proyecto de salida. Por supuesto, no es un plan de gobierno. Es un esbozo para hacer ver las líneas en las cuales habría que pensar en algo concreto para llegar por fin a algún plan de gobierno. Pero, es bien obvio que un proyecto de este tipo propone algo que bajo las actuales relaciones de poder resulta por completo imposible. Que algo así fuera posible para una determinada región del mundo —Europa Occidental después de la Segunda Guerra Mundial—, se explica solamente por las condiciones creadas por la Guerra Fría. Hoy, para el poder establecido, no existe una presión parecida. No obstante, esto no cambia para nada el hecho de la necesidad urgente de medidas de este tipo. Solo significa que con las actuales relaciones de poder es del todo imposible asegurar un desarrollo sostenible para la humanidad. Sin embargo, si eso es imposible, entonces no es posible detener el actual proceso de destrucción de la humanidad y de la naturaleza. Las relaciones de poder programan por tanto el suicidio colectivo de la humanidad y declaran la imposibilidad de oponerse a la paranoia. Pero, por eso, un proyecto de este tipo no es utópico sino que sigue siendo realista. En la actualidad es imposible de hecho, no obstante lo que hoy es imposible de hecho no por eso es utópico. En la Antigüedad, por ejemplo, era imposible para el ser humano volar, pero no por eso era utópico. La utopía es la imaginación de un estado de cosas, cuya realización imaginada se encuentra fuera de la condición humana. Es necesario concebir utopías, pues sin ellas no se podría conocer el marco de la condición humana, sin embargo, de por sí no son factibles. Un proyecto de solución, en cambio, es algo diferente. Su realización puede ser imposible de hecho, si bien lo es porque hay seres humanos y poderes que se resisten a esa realización. En este sentido es factible, aunque a la vez imposible de hecho. Es decir, su imposibilidad de hecho es una imposibilidad humanamente producida, la cual precisamente por eso es también modificable. Las utopías, por el contrario, van mucho más allá. Esto vale, por ejemplo, para las utopías de la abolición del Estado, del dinero y del mercado o del matrimonio, para mencionar la tríada anarquista. Aun cuando todos los seres humanos de la tierra quisieran su realización, sigue siendo imposible hacerlas realidad puesto que van más allá de la propia condición humana. En términos realistas, su realización solo se puede imaginar en términos religiosos. Para un proyecto de solución, en cambio, eso es completamente diferente. Es posible si los seres humanos y los poderes se proponen realizarlo. Pueden ser imposibles de hecho, no obstante es posible hacerlos posibles. En esta perspectiva, la política no es simplemente el arte de los posible. Hoy hay que concebirla más bien como el arte de hacer posible lo que es imposible de hecho. Por eso encierra un conflicto que no se puede evitar, en cuanto existen poderes que hacen imposible lo que políticamente es necesario. Es necesario enfrentar este conflicto, ya que este tipo de conflictos no se pueden solucionar por la negación de su existencia. Se trata de un conflicto en la perspectiva de un desarrollo sostenible en pos de la vida de la humanidad, del cual en la actualidad son conscientes partes importantes de la sociedad civil y es asumido por ellas. Es importante tener conciencia del hecho de que se requiere concebir proyectos de solución, a pesar de que sean imposibles de hecho. Lo imposible de hecho, hay que hacerlo posible. Sin embargo, únicamente se puede hacer posible un proyecto concebido antes de empujar su realización. Lo que no ha sido pensado y concebido, tampoco se puede hacer posible; aunque el hecho de haber concebido una solución, de ninguna manera garantiza su realización.

4. Dimensiones éticas y teológicas del problema de la deuda

Los procesos de endeudamiento atraviesan toda nuestra historia. Comienzan a darse con el mismo desarrollo de las relaciones mercantiles. Estas relaciones implican la posibilidad de procesos de endeudamiento. Si no se detiene a tiempo estos procesos, sus resultados amenazan la capacidad de vivir de la sociedad, y la subvierten. Los procesos de endeudamiento tienen su propia dinámica, ya que la tasa de interés puede hacer crecer la deuda en forma acumulativa y exponencial, y por eso crea avalanchas de deuda que muchas veces ya no son alcanzables por ninguna producción económica real. Llevan a deudas impagables, las cuales son ficticias desde el punto de vista de su pagabilidad, pero que constituyen tales poderes sobre otros seres humanos, que las fuerzas productivas esenciales caen en las manos de los acreedores con sus consecuencias de pauperización y marginación de la población. Por esta razón, el interés no es un precio como los otros precios. Como precio es a la vez determinante de la tasa de crecimiento de procesos acumulativos y exponenciales, que según su tamaño pueden desarrollarse hacia avalanchas imparables. Estos procesos se pueden desvincular por completo del desarrollo de la economía real, y en tal caso resultan destructivos para todas las relaciones sociales. Como avalanchas, sepultan efectivamente poblaciones enteras. Como estos procesos de endeudamiento comienzan con las propias relaciones mercantiles, están presentes en la historia de la antigüedad del Cercano Oriente y del Imperio Romano. Por eso, allí también se desarrolla la discusión ética y teológica referente al problema de la deuda. Esta discusión empieza en la tradición judía, aunque para su mejor comprensión conviene entrar asimismo en la discusión que se realiza en la tradición romana. En el primer siglo a. C. el Imperio Romano está marcado por un conflicto de este tipo, el cual es un elemento esencial para la crisis de la república romana y que lleva en su desarrollo siguiente al tránsito hacia el gobierno de los emperadores-césares. El endeudamiento de los campesinos libres de Italia conduce a una reestructuración completa de la estructura agrícola. Las élites dominantes compran como acreedores la tierra y pasan a la producción en latifundios sobre la base del trabajo forzado de esclavos. Los campesinos pauperizados emigran a las ciudades, en especial a Roma, donde constituyen una población sobrante. Hay una serie de levantamientos, en los cuales participan los campesinos endeudados. El último y más conocido es el de Catilina en el año 63 a. C., quien logra movilizar en su ejército estas capas endeudadas de la población. En contra de este levantamiento, Cicerón pronuncia sus discursos anticatilinarios, que no muestran la más mínima comprensión del problema. La derrota de este levantamiento lleva a la fijación de la nueva estructura agrícola, a la cual ya no puede resistir nadie. Como consecuencia fomenta la destrucción de la república romana, la misma que Cicerón precisamente quería salvar mediante la represión del levantamiento. Cicerón ni siquiera menciona el hecho de que la posibilidad de la república romana clásica está estrechamente vinculada con una estructura agrícola en la cual los ciudadanos romanos son pequeños productores independientes. En el grado en que éstos son expropiados, se socava la república. En vez de dedicarse a este problema y su solución, Cicerón llama de modo unilateral a los altos valores de la república. Solo que estas virtudes eran ya un elemento de distorsión para la nueva estructura económica y social. Las élites dominantes no buscaban virtudes republicanas, sino la estabilización del nuevo orden y la represión del levantamiento. Tras la derrota del levantamiento, la crisis de la república prosigue hasta el intento de Julio César de tomar el poder como emperador. El es asesinado en nombre de las virtudes de la república, pero ni siquiera esto la salva. En las luchas por la sucesión de César, Antonio manda a asesinar al mismo Cicerón. Luego de que el propio Antonio es marginado Octavio, éste toma el poder como emperador y se transforma en el primer emperador romano que entra a la historia con el nombre de Augusto. Unicamente sobreviven las estructuras formales de la república, esto es sin el significado democrático anterior, de ahí que no son más que una fachada detrás de la cual Augusto ejerce su poder. La opinión que Cicerón expresa sobre aquellos campesinos que perdieron sus tierras debido al endeudamiento, es totalmente cínica: No piensan en otra cosa que en muertes, incendios y rapiñas; han dilapidado su patrimonio, han hipotecado su hacienda, y cuando la fortuna empezó a faltarles —de esto hace tiempo— les quedó el crédito... Sin embargo, siguen practicando en la escasez aquel desenfreno de la abundancia ("Discursos contra Catilina", en Cicerón. Madrid, EDAF, l973, pág. 399). Eso suena igual que los funcionarios del FMI hablaban en los años ochenta acerca del endeudamiento de América Latina. Según ese discurso, aquel que tiene deudas impagables ha dilapado y derrochado su dinero, y por consiguiente es el culpable. Deuda y culpa se identifican. Esto aparece como la ética de la deuda y no hay nada más que decir; solo queda mantener la paz y pagar lo que se pueda. Para Cicerón, el que cuida en Roma esta paz es Júpiter, y Cicerón la ofrece como el salvador. Dios es el Dios de los acreedores, el cual pronuncia el juicio de culpabilidad sobre los deudores. Algunos siglos antes había aparecido la tradición judía, si bien con un enfoque casi al revés. Allí el deudor no es el culpable, sino que el acreedor es el responsable tanto del proceso de endeudamiento como por las consecuencias que tiene el endeudamiento sobre el deudor. Se entiende por deudas de por sí las deudas impagables, y no se pone siquiera en duda el principio de que las deudas deben ser pagadas. Sin embargo se establece que las deudas impagables deben ser interrumpidas porque esclavizan al ser humano. El deudor tampoco es de por sí inocente, pero habiendo perdido su libertad, tiene que recuperarla independientemente de las razones o motivos del endeudamiento. Inclusive el deudor que ha derrochado y dilapidado en fiestas —para usar el lenguaje de Cicerón y del Fondo Monetario— no debe perder su libertad y tiene que volver a ser libre. No se establece culpabilidad ni del deudor ni del acreedor, sino que se establecen responsabilidades y se estipulan las condiciones para la interrupción del proceso de endeudamiento. La argumentación parte del hecho de que es necesario interrumpirlo para que el deudor vuelva a ser libre. Con este objetivo se llama a un año de jubileo cada cincuenta años. La argumentación en favor del año de jubileo no se restringe a ser moralizante, sino que parte de la necesidad de asegurar una sociedad de seres humanos libres. Y eso no es posible sin la interrupción de los procesos de endeudamiento. En la lógica del mercado ocurre la pérdida de la libertad. Desde este punto de vista, Dios no es el Dios de los acreedores, no obstante tampoco es un simple representante de los intereses de los deudores. El es el Dios de las condiciones de vida para todos, y por tal razón es el Dios de la interrupción de los procesos de endeudamiento. No obstante, en cuanto el acreedor produce la pobreza, el juicio sobre él es destructor: “el despojo del mísero tenéis en vuestra casa” (Is. 3,14) Son ladrones. Pero el juicio según el cual son ladrones no se sigue de por sí del hecho de que sean ricos o que sean acreedores. No hay una condena ni de la riqueza ni de la relación de deuda de por sí. La riqueza y los préstamos constituyen un robo o despojo en la medida que se basan en la existencia de pobres. En tanto hay pobres, la riqueza es un robo. Donde no hay pobres, la riqueza no es un robo. La condena de la riqueza y de los préstamos no es moralizante en el sentido de alguna salvación en razón de la pobreza. Se condena la pobreza real y se establece la responsabilidad del rico, y en consecuencia del acreedor, por la pobreza y su superación. El culpable no es el deudor. Sin embargo es quien declara la culpabilidad del acreedor por seguir con la relación de deuda eternamente. La riqueza es una bendición que se transforma en maldición cuando es acompañada por la pobreza. El centro es, pues, que la bendición se transforma en maldición por el criterio de la pobreza. Ninguna pobreza espiritualizada salva del hecho de que la riqueza se convierte en maldición; solamente lo hace la superación de la pobreza real. Es con este trasfondo que aparece la exigencia de años sabáticos y años de jubileo. El año del jubileo es el caso más interesante para nuestro argumento. Se exige su proclama cada cincuenta años. Con el año de jubileo son canceladas todas las deudas. No obstante no se lo restringe a esta cancelación, sino que se exige la recuperación de las condiciones de producción para todos. En una sociedad de pequeños productores, cuyo medio de producción más importante es la tierra, eso implica la exigencia de recuperar en el año del jubileo la distribución de la tierra anterior. Es decir, por un lado, la cancelación de las deudas; por el otro, la recuperación de condiciones de producción dignas para todos. Eso es necesario en vista de que el proceso de endeudamiento produce una distribución de la tierra en favor de los acreedores. El período de cincuenta años, inclusive para nuestro tiempo, es sumamente realista. En la teoría actual de las coyunturas se trata del período de los ciclos largos, llamados ciclos de Kondratieff. Son a la vez ciclos de endeudamiento. Cuántas veces efectivamente fue realizado el año de jubileo, no se sabe. Pero aun cuando su proclama apenas haya sido posible raras veces, su exigencia muestra una visión del problema muy diferente de la que hallamos en Roma, si seguimos a Cicerón. Luego, la exigencia del año de jubileo evidencia su realismo. Cicerón fracasa en su intento de salvar la república romana. Es fácil ver que únicamente podría haber logrado su objetivo mediante la proclama de algo así como el año de jubileo. Las virtudes de la república que él quiere asegurar tienen condiciones sin las cuales no son realizables. Una de estas condiciones es la existencia de ciudadanos libres en su actividad económica efectiva. Solo una cancelación de las deudas y una nueva distribución de las tierras podría haber cumplido con estas condiciones. Cicerón no era capaz de verlo. Al no visualizarlo, su lucha por la república romana estaba perdida de antemano. Tras el asesinato de Julio César, Cicerón sigue apoyando a los partidarios de la república. Antonio lo manda a asesinar, y la lucha de Cicerón tiene un final trágico. Sin embargo, si Cicerón hubiera hecho el intento de dar una solución al problema de la deuda y de la distribución de la tierra para salvar a la república, habría llegado a una cercanía peligrosa a Catilina. Dado el gran poder de los acreedores, probablemente habría perdido tanto el conflicto como también la vida. Posiblemente, la salvación de la república dejaba esta única alternativa: o fusilado o ahorcado. Por ende, no es siempre seguro que exista una solución efectiva para el problema de la deuda. Si el poder de los acreedores es lo bastante grande para imponerse, y si ellos no están dispuestos a aceptar su responsabilidad por las consecuencias de su acción, no hay solución. El resultado es una crisis de consecuencias imprevisibles. Existe un camino realista, no obstante no es posible andar por él. En este sentido es totalmente realista llamar a un año de jubileo. Pero eso no significa que sea posible realizarlo sin asumir los conflictos correspondientes. El poder de los acreedores resiste. Solamente puede ser posible como consecuencia de una política que haga posible lo que es imposible de hecho. Jesús asume explícitamente esta tradición del año de jubileo. Según el evangelio de Lucas, él comienza su actividad pública con el llamado a un "año de gracia del Señor" (Lc. 4,19), lo que es una forma de asumir la tradición del año de jubileo del año sabático. Esto lleva a la teología cristiana de la crítica a la ley. Estoy convencido de que la problemática de la deuda da el trasfondo real de esta crítica. Precisamente la constatación de la responsabilidad del acreedor lleva a esta crítica de la ley, que es expresada de manera universal en el mensaje cristiano. Si el acreedor es responsable, el problema es obvio. La ley está siempre de lado del acreedor. El acreedor cumple la ley según la cual hay que pagar las deudas. Tiene de su lado la letra de la ley, los tribunales y la policía. En cambio, el deudor viola la ley en el caso de que su deuda resulte impagable. No la viola por ser inmoral, a pesar de que hay casos así. Sin embargo ese no es el caso cuando ocurre la impagabilidad. Por eso, toda la discusión y todos los desacuerdos respecto al problema de la deuda se refieren al caso de la impagabilidad. El deudor no puede pagar, pero al no hacerlo, viola la ley de acuerdo con la cual está obligado a pagar. Viola la ley porque no puede no violarla. No obstante la ley lo condena y lo declara culpable de violarla. El deudor, por consiguiente, está perdido y no tiene ninguna justificación frente a la ley. Por tanto, si el acreedor es responsable de las consecuencias de su acción, la conclusión únicamente puede ser: la ley no hace justo —no justifica— por su cumplimiento. Quien cumple la ley, no por eso es justo todavía. En relación al pago de la deuda, el conocido pasaje del Padre Nuestro lo expresa: "perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores" (Mt. 6,12). Se trata por supuesto de deudas impagables, no de cualquier deuda. De deudas cuyo cobro despoja de su libertad al deudor. La base de todo perdón es el perdón de estas deudas. El evangelio de Mateo expresa con más insistencia este punto de vista. La parábola del acreedor inmisericorde (Mt. 18, 23-35) es en realidad una explicitación del citado pasaje del Padre Nuestro. La ley y su cumplimiento no hacen justo a nadie, sino solo las consecuencias que tienen sobre la vida del otro. Si destruye esta vida, la ley es suspendida. Pierde su validez. Aparece una imaginación muy especial de lo que es el pecado. Según esto, hay una injusticia que se comete cumpliendo la ley. Esa es, de hecho, la imaginación del pecado preponderante en el mensaje cristiano, la cual es una extensión de la deuda a todas las obligaciones legales. En los evangelios esta extensión se efectúa en las discusiones de Jesús por la interpretación legalista del mandamiento del sábado: "El ser humano no es para el sábado, sino que el sábado es para el ser humano". De esta manera no se pone solamente en paréntesis la ley del pago de la deuda, sino cualquier mandamiento legal y normativo. La ley no hace justo —o sea, su cumplimiento no justifica de por sí—; son las consecuencias que el cumplimiento de la ley tiene sobre el otro afectado las que deciden sobre la justi

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